Cada uno da lo que recibe


Un libro puede dejar huellas en más de un sentido. Las de su lectura, pero también los recuerdos de los momentos que acompañó. Y, sobre todo, el reconocimiento a quien generosamente nos regaló la posibilidad de vivir esa experiencia.


Por María Trombetta

Como ya comentó por aquí nuestro compañero Mario Méndez, para quienes vivimos la adolescencia en los años ’80 todavía no se había inventado la categoría de “Literatura juvenil”. Uno pasaba de los libros “para chicos” a libros “para grandes” en determinado momento impreciso de la vida, con la transición que suponían las lecturas obligatorias de la escuela (recuerdo sobre todo El Cid campeador, una versión novelada que leímos en sexto grado y me entretuvo muchísimo, y El perjurio de la nieve de Bioy Casares, que acompañó mis vacaciones de invierno en el primer año del secundario).

Pero hoy se trata de recordar a aquel libro que nos conmovió en la adolescencia, y, claro, tengo uno identificado en mi historia como lectora. Tenía 15 o 16 años cuando lo leí: se trata de Cien años de soledad, del que se hablaba mucho por entonces, ya que hacia unos pocos años García Márquez había recibido el Premio Nobel.

No me voy a referir al libro, tan conocido y comentado desde hace ya tanto tiempo, ni a sus valores literarios o su importancia como ícono de la literatura latinoamericana. A pesar de haberlo leído hace mucho y por única vez, recuerdo con bastante detalle personajes y situaciones.  Sin embargo, conservo todavía con mayor intensidad algunos momentos y sensaciones que acompañaron su lectura: una especie de árbol genealógico de los personajes que iba anotando en un papel guardado en el libro y al que consultaba para no confundirme, un viaje desde Avellaneda a Quilmes en colectivo (no tengo idea de por qué motivo) leyendo cual posesa, y la sensación física de mareo que me provocaba la mezcla de admiración y asombro que me generaban algunos pasajes.

Sobre todo, me acuerdo de cómo llegó a mis manos: mi hermano, varios años mayor que yo, tenía una amiga, Piru, que era un poco más grande aún. Era adulta. Una mañana vino a mi casa, entró a mi cuarto (yo dormía ¡tenía 15 años!) y me despertó: te traje este libro. Le agradecí lo mejor que pude, yo quería seguir durmiendo. Era un ejemplar gastado, tenía unos años, de las primeras ediciones, con la ilustración de mosaicos azules en la portada. Más tarde empecé a leerlo, lo abandoné un tiempo hasta que por fin me enganché.

Siempre me pregunto qué habrá llevado a Piru a traerme el libro. Seguramente pasó por mi casa en medio de algún trámite laboral. ¿Lo tenía en su mochila y se le ocurrió dejármelo? ¿Lo vio en su biblioteca y pensó que me gustaría? ¿Era su favorito y quería hacerlo llegar a la mayor cantidad de gente?

Cualquiera haya sido el motivo, su gesto me hizo sentir especial. Ese libro fue para mí, pensado, elegido. Me trajo un mensaje de afecto y me habilitó a leer cosas nuevas. Junto con mi madre, que durante mi infancia me dejaba elegir en la librería de mi barrio lo que quisiera leer de las Colecciones Billiken y Robin Hood, Piru fue de esas personas significativas que te regalan la lectura. A ellas regreso cuando pienso mi trabajo como mediadora, para tratar de generar en otros y otras representaciones parecidas: esto es para vos, acá está, creo que te va a gustar, ojalá lo disfrutes tanto como yo.


Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
Sudamericana, 1972.

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