Memoria y lenguaje
Inserta en una relación e implicación mutua entre lengua y memoria aparece la escritura de Roa Bastos que expone múltiples relaciones de tensión entre diversas series de opuestos. A una semana del aniversario por el nacimiento del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, Mateo Niro escribe para Libro de arena un artículo que reflexiona sobre la escritura de este autor a la vez que se ofrece como reseña de una obra ya clásica de la literatura como es Hijo de hombre. La celebración es entonces doble, por el sentido del texto y, por supuesto, por el recuerdo del autor.
Por Mateo Niro
Las
culturas condenadas
fue una compilación publicada por A. Roa Bastos (1917-2005) a fines de los años
setenta que vino a problematizar de manera teórica y crítica lo que su narrativa
ya había elaborado fuertemente como un juego constante de cara y cruz: oralidad
y escritura; guaraní y castellano; modernidad y arcaísmo; mito e historia;
novela y relato popular; etc. Hijo de
hombre es una obra fundamental para el repertorio literario del autor
paraguayo y también para tratar sobre esta serie de opuestos, tensiones,
confrontaciones. En ésta, dos elementos parecen funcionar como síntesis: el
lenguaje (y aquí los mecanismos del relato, el registro, los idiomas implicados);
y la memoria.
Hueso y piel, doblado hacia la tierra, solía
vagar por el pueblo en el sopor de las siestas calcinadas por el viento norte.
Han pasado muchos años, pero de eso me acuerdo.
Acabamos de
citar los primeros renglones de Hijo de hombre, o al menos de la edición
de Hijo de hombre que yo tengo, la de 1960. Esto de la salvedad en la edición, como ya se sabe,
tiene su relevancia especial tratándose de la obra de Roa Bastos porque existe
casi como estandarte eso que él mismo llama “política de las variaciones”: el texto que
nunca se acaba de escribir, el texto escrito que no se fija y que ante cada
nueva edición sufre transformaciones. En estos primeros renglones de Hijo de
hombre, decíamos, ya aparece referido y explicitado el tema de la memoria.
Proponemos centrarnos en este tema de la memoria, su manifestación y su registro, atendiendo a la construcción que de ella se hace en el relato como elemento complejo y contradictorio, como concepto trasvasado por los polos antedichos.
Proponemos centrarnos en este tema de la memoria, su manifestación y su registro, atendiendo a la construcción que de ella se hace en el relato como elemento complejo y contradictorio, como concepto trasvasado por los polos antedichos.
Hijo de
hombre fue
publicada por primera vez en 1960 y se la conoce como la primera novela de la
trilogía que conforman también Yo, el supremo, de 1974, y El fiscal,
de 1993. La historia narrada se sitúa en el tiempo histórico que va del
anteúltimo avistaje del cometa Halley (1910) y el final de la guerra del Chaco
(1935). Pero esto debemos también ponerlo en cuestión, entendiendo que lo que
se problematiza aquí no sólo es el relato y la sucesión de hechos con referente
empírico, sino también la noción de tiempo asible (o no) a través de la
narración. La novela pone el foco en personajes y sucesos singulares más
próximos al mito que a la historia, construidos en base a la fragmentación, al
punto de vista, a la reiteración, a la variación. Es en este sentido como
podemos aproximarnos al modo de construcción conflictiva entre tradiciones
disímiles y, muchas veces, antagónicas (modelo ya acuñado por el clásico
trabajo de Ángel Rama, Transculturación…). La pregunta que puede surgir es cómo un corset
escriturario puede asimilar el lábil y escurridizo relato oral, cómo se fija en
castellano lo que serpentea en guaraní, cómo se asevera lo que no se sabe a
ciencia cierta porque ni importa saberlo si ya se supone o se imagina.
En el
trabajo de Todorov que reflexiona sobre la memoria en el siglo XX (Memoria
del mal, tentación del bien), distingue tres papeles fundamentales en los
relatos sobre el pasado: el del testigo, el del conmemorador y el del
historiador. Sus exigencias, dice, no son las mismas. Cito: “Del testigo se
espera, ante todo, que sea sincero; que se equivoque aquí o allá es humano. El
connmemorador, a su vez, lo admite abiertamente: lo guían los imperativos del
momento y toma del pasado lo que le conviene. Pero ¿puede el historiador, por
su parte, permitirse renunciar, y desde el comienzo, a la verdad desnuda y
fría?” (244). Propongo centrarnos en el rol de testigo, que (sea en primera o
tercera persona, porque ambos modos aparecen de manera secuencial en capítulos
impares y pares) es aquel que se realiza en Hijo de hombre. En realidad,
aquí este rol se maximiza y presenta una re-mediación porque ya no testimonia
(con sus explícitas modalizaciones, recortes y puntos de vista) un hecho sino,
más bien, otro testimonio, otro relato con sus subjetividades a flor de piel.
A él no le interesaba el cometa sino en
relación con la historia del sobrino leproso. La contaba cambiándola un poco
cada vez. Superponía los hechos, trocaba nombres, fechas, lugares, como quizás
lo esté haciendo yo ahora sin darme cuenta, pues mi certidumbre es mayor que la
de aquel viejo chocho, que por lo menos era puro.
Todo esto
pone en cuestión este carácter de verdad unívoca, de aseveración sin medias
tintas del que presume, aunque de manera artificiosa con sus burocracias y
fárragos de archivos y documentos, la escritura.
Yo era muy chico entonces. Mi testimonio no
sirve más que a medias. Ahora mismo, mientras escribo estos recuerdos, siento
que a la inocencia, a los asombros de mi infancia, se mezclan mis traiciones y
olvidos de hombres, las repetidas muertes de mi vida. No estoy reviviendo estos
recuerdos; tal vez los estoy expiando.
Dediquémonos
a este pasaje de un sistema a otro, de la oralidad a la escritura, que
atraviese la problemática histórica de las lenguas en el Paraguay. Para
esto, es necesario traer a cuento un
término que resulta central no sólo en lo lingüístico sino también en lo
político y social: la reducción.
La idea de reducción, según una definición clásica que da el
Padre Montoya en su Conquista espiritual (1639), se trata de una empresa
religiosa y una realización sociocultural.
Llamamos reducciones a los
pueblos de Indios, que viviendo a su antigua usanza en montes, sierras y valles,
en escondidos arroyos, en tres o cuatro o seis casas solas, separados a legua,
dos, tres y más unos de otros, los redujo la diligencia de los Padres a
poblaciones grandes y a vida política y humana, a beneficiar algodón con que se
vistan.
Para Bartomeu Melià, también sacerdote jesuita pero
contemporáneo a nosotros, el reduccionismo opera sobre todo de dos
modos: fragmentando la realidad y traduciéndola a otras categorías. Y estas dos
operaciones se condicionan mutuamente.
Melià se ocupa en toda una compilación de artículos de este
tema (El guaraní conquistado y reducido. Ensayos de etnohistoria, 1993).
¿A qué llama Melià “guaraní reducido”? En principio, refrendando lo ya
expuesto, a la fragmentación y traducción de la lengua a otras categorías. Quizá
la más significativa de este proceso es la que dieron los jesuitas de las
misiones a la estandarización y la escritura.
La escritura, a que fue reducida
la lengua guaraní, las gramáticas, los diccionarios, los catecismos y
sermonarios, así como la práctica epistolar, fueron instrumento para una
estandarización de los dialectos guaraní que entraron dentro de la reducción y
también para una cierta manipulación por parte de los jesuitas. La reducción a
escritura, la reducción gramatical y la reducción cultural también
transformaban la lengua guaraní.
Podemos
conformar una serie a partir de citas de Melià que fundamentan este concepto de
reducción al tratar el paso de la lengua oral a la escrita: “La
lengua pasa del oído a la vista, de lo efímero a lo estable, de lo
particular a lo general, del individuo a la sociedad.”; “Lo
que se gana en economía de recursos –los sonidos son reducidos a fonemas
tipos en número también definidos- se pierde respecto a la rica variedad
de las realizaciones espontáneas únicas.”; “La
lengua escrita viene a ser lengua de todos.”; “Pero
la lengua escrita puede fácilmente ser controlada por quien domina
política y socialmente. La sociedad llega a ser del que la escribe –o del
que censura lo escrito-.”; Citando
a Levi-Strauss, dice: “La lucha contra el analfabetismo se confunde así
con el refuerzo del control sobre los ciudadanos por el poder.”; “La
lengua reducida a escritura permitía un más fácil manejo, y sobre todo la
confección de textos que pudieran ser repetidos sin variantes, la
invariabilidad dogmática de la doctrina cristiana que se quería enseñar
necesitaba la firmeza de la letra.”
Para Melià, “el proceso por el cual la lengua guaraní pasa
de la oralidad a la escritura modifica profundamente el sistema de comunicación
para el cual había servido esta lengua” y se puede caracterizar por referencia
a varios momentos del proceso colonial paraguayo: La
reducción hispana (imposición de condiciones diglósicas). La
reducción jesuita. La
reducción nacional-indigenista (lengua del corazón, de la identidad,
etc.). La
reducción antropológica (distancia cultural entre el que dicta y el que
escribe)
Creemos que este concepto de reducción es funcional para el
abordaje que podemos hacer de esta novela, y estas caracterizaciones que
propone Meliá se vuelven problematizaciones en este relato de Roa Bastos.
También en Yo el supremo y en el extenso corpus
ficcional de Roa Bastos está presente esta tensión entre escritura y oralidad.
Por citar sólo dos representaciones antagónicas que propone esa novela cuando
dice, a manera de contrapunto polifónico:
No has arruinado todavía la tradición oral
sólo porque es el único lenguaje que no se puede saquear, robar, repetir,
plagiar, copiar. Escribir no significa convertir lo real en palabras sino
hacer que la palabra sea real.
Ligada a esta última cita, unos renglones más arriba dice la
novela:
Escribes. Escribir es despegar
la palabra de uno mismo. Cargar esa palabra que se va despegando con todo lo de
uno hasta ser lo de otro. Lo totalmente ajeno. Acabas de escribir soñoliento YO
EL SUPREMO. ¡Señor… usted maneja mi mano! Te he ordenado que no pienses en nada
/ nada / olvida tu memoria.”
En Hijo
de hombre, ya no se narra este poder supremo y patriarcal al que refiere
monosémicamente sobre el presente como eslabón final de la historia escrita. Es
el relato más próximo a los extravíos del mito, a las imposibilidades de que
todo sea inalterable, a las variaciones constantes. Es una memoria, siguiendo a
Ricoeur, más próxima a la rememoriación,
que opera siguiendo las huellas de la imaginación.
El propio
Roa Bastos, en un trabajo crítico dice que en Paraguay no se sabe leer la ficción
escrita.
Se escuchan con fruición los relatos orales
en guaraní que transmiten al oyente su carga de invención mítica e imaginativa
o el virtuosismo de la improvisación y variación sobre los temas tradicionales,
pero se leen con dificultad los relatos escritos. A éstos se les exige además
linearidad y fidelidad a los hechos históricos en los que dichos relatos
deberían forzosamente estar inspirados y ser su comentario, según este adusto
criterio patriarcalista.
Hijo
de hombre está
fuera de estos cánones adustos y patriarcalistas, los pone en cuestión narrando
en potencial más que en indicativo, y tensa esos polos que listábamos al
principio de este trabajo entre oralidad y escritura, guaraní y castellano,
modernidad y arcaísmo, mito e historia, novela y relato popular. La memoria, en
estos juegos de opuestos, se vuelve relevante como quaestio e
irrelevante como tesis. ¿Qué, si no, puede jurarse que ha ocurrido con el
tren que llevaba a los insurrectos, que fue delatado por el telegrafista de la
estación y sofocado por una máquina cargada de explosivos? ¿Qué de ese
vagón que, se dice, atravesó la planicie seca y cuarteada y se internó para
siempre en la selva sirviendo de refugio a un intrépido hombre, a una mujer y a
un niño que escaparon de la opresión del yerbatal? Así, y con esto termino,
diría uno de los narradores de Hijo de hombre que testimonia sobre el
testimonio:
Meras conjeturas, versiones, ecos deformados.
Acaso los hechos fueran más simples. Ya no era posible saberlo. (…) No quedaban
más que vestigios, sombras, testimonios incoherentes. Ese vagón hacia el cual
me encaminaba
tras el único baqueano que podía llevarme
hacia él, era uno de esos vestigios irreales de la historia. No esperaba
encontrarlo; más aún, no creía en su existencia, muñón de un mito o leyenda que
alguien había enterrado en la selva.
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