Muerte en el Riachuelo, de Manuel Peyrou

En Libro de arena seguimos recorriendo algunos aniversarios que tuvieron lugar mientras estábamos de vacaciones y que nos interesa recordar. En este caso se trata de los 50 años de la muerte de Manuel Peyrou, que se cumplieron el 1 de enero pasado. Peyrou es uno de los autores de cuentos policiales más destacados de la literatura argentina del siglo XX. Fue amigo de Borges, quien lo acercó a la revista Sur, y le publicó la novela El estruendo de las rosas, en la colección El séptimo círculo, de Emecé. Recordamos a Peyrou con el inquietante "Muerte en el Riachuelo", un relato policial sin detective ni investigación, en el que todas las hipótesis sobre lo sucedido quedan abiertas.



Muerte en el Riachuelo


El cantor —pegado al micrófono—- dramatizaba un afligente capítulo de la vida privada del suburbio. Alrededor de cien hombres —de los que se reconocen y confiesan en el tango— se agrupaban frente a las mesas, pendientes de ese melódico resumen de amarguras. Sólo de tanto en tanto, de algún Porteñito, Independencia, o Muela Cariada, en ejecución moderna, saltaba una chispa de la vieja y dura narrativa del coraje, la jactancia y la zafaduría. Luego volvían la realidad y los temas cotidianos.

Eran las dos de la mañana y el humo y el tango se dividían el espacio y el tiempo; desparramados, florecían algunos diálogos. En una mesa, cuatro hombres ahorraban palabras. Después de un largo intervalo, uno de ellos rompió el silencio:

—¿Tenés un negro?

La llama ardió un instante en sus dedos y luego se achicó, absorbida por la punta del cigarrillo; era el cuarto que encendía en veinte minutos. Echó el cuerpo hacia atrás, levantó con el pulgar el chambergo hacia la nuca, y lanzó con aplomo una espesa bocanada, que subió perezosa, cada vez menos densa, pasando del gris azulado y compacto al más pálido tono de gris, ya disuelto, borroso: era, sin duda, su viril aporte al enrarecimiento del aire. Alto, moreno, con cierta palidez enfermiza en el rostro, vestía de oscuro y sus manos eran largas y blancas; ostentaba en la derecha un anillo grande, de sello.

—¡Qué calor...! —exclamó, por decir algo.

—No es el calor... es la humedad —le rectificaron, con dura lógica popular.

Tres hombres rodeaban al Chueco Manfredi. De los tres, uno guardaba silencio; había faltado a una cita y no encontraba palabras para justificarse. Era una cita en la que hubieran dado fin a un madurado plan, surgido en largas noches de discusiones y de cálculos.

—Vos me dijiste a las ocho y yo pensé que era a las ocho de la mañana —arriesgó, por fin.

—¡Las ocho, las ocho! ¿Qué vamos a hacer a las ocho de la mañana? Yo te dije a las ocho de la noche .. . —replicó Manfredi, con leve irritación, mientras encendía un nuevo cigarrillo; su palidez, apenas alterada por la contrariedad que le producían las postergaciones del negocio, hallaba su contraste en el brillo afiebrado de las pupilas y en el fino dibujo de las cejas.

La voz del cantor cortó los diálogos y los amigos enmudecieron, siguiendo el hilo invisible de la melodía. Rodeaban al Chueco un tal Andrés, Enrique (a) El Pibe de Wilde y Luis Ramírez. De todos, el único hombre de acción, animoso y sustantivo, era el Chueco. Conocido en Devoto, en Las Heras y hasta en el Sur, acometía cualquier aventura con inalterable y fría resolución. Era bajo, delgado, con un rostro duro, gris y sombrío, que matizaban las huellas borrosas de la viruela. El Pibe de Wilde, en cambio, gozaba íntimamente con la idea de vivir al margen del delito, aunque apenas vivía al margen de las buenas costumbres. Delgado, bajo, supersticioso, vestía un corto saquito color ladrillo y unos pantalones azules, muy largos. Andrés era alto, de ojos claros y pelo rojo: le llamaban El Ruso. Luis Ramírez tenía el físico y la vestimenta de un empleado modesto y había llegado a la encrucijada de su vida. Y la encrucijada ofrecía, de un lado, la permanencia en ese empleo modesto y, del otro, la aventura y el riesgo.

—El asunto tenemos que decidirlo mañana —afirmó el Chueco Manfredi, cuando terminó el canto.

—Mañana podemos hablar —contestó Andrés—; yo no sé si podré estos días; mi hermana consiguió otro conchabo y la tengo que acompañar a la salida, porque es muy lejos.

—Y vos ¿no podés mañana? —interrogó el Chueco a Luis.

—Y, no sé ... los domingos voy a lo de mi cuñado. Van también el gordo Fermín y los muchachos. Me parece que lo mejor es que hablemos el lunes. El chico del almacén quedó en avisarme la hora en que el viejo cruza el puente.

—¡Pero eso ya lo sabemos hace meses! —replicó el Chueco, ya molesto.

—Sí ... claro ... pero ahora, con el horario de verano ...

—¡Psh. .. no hablés más aquí! —cortó el Chueco, receloso, después de lanzar una mirada circular. Acodado a una mesa próxima, un hombre, sobre las ruinas de un café negro, ocupaba sus fascinados minutos en contemplar a los músicos. Pagaron y salieron.

Luis Ramírez comprendió, caminando por la calle Corrientes, que la farsa había llegado a su punto final. Tres meses antes, después de un diálogo deshilvanado en el café, el Chueco Manfredi había lanzado una pregunta candente: "Si a tu tío, el de la barraca, le pasa algo, ¿vos sos el único heredero, no?”. Ramírez pescó la sugestión al vuelo y decidió aprovechar un creciente prestigio que lo señalaba como hombre audaz y decidido. "Mientras no haga testamento, sí ... yo soy el heredero; hace tiempo que estoy masticando eso —había contestado—; pero siempre es mejor hacerlo teniendo compañeros decididos”.

Después, en apasionadas noches, fueron planeando el hecho. El tío de Luis, don José, poseía una barraca en Avellaneda y su fortuna, según ellos la veían desde el fondo de sus estrecheces cotidianas, era considerable. Por lo menos doscientos mil pesos, de los cuales una mitad para Luis y la otra a dividirse entre los cómplices. Manfredi, en un principio, pretendió más, pero aceptó después un arreglo. Don José era un ebrio consuetudinario. Dejaba la barraca a las siete de la tarde, cruzaba el puente del Riachuelo, y luego visitaba cuatro o cinco almacenes. El asunto era fácil. Una noche de niebla lo seguían; esperaban a que en una de sus infinitas evoluciones estuviera cerca del agua; un distraído empujón, y Luis y sus cómplices quedaban dueños de una fortuna.

Luis había tomado el asunto como una de las tantas jactancias de café; las postergaciones, la falta de asistencia a tal o cual cita, le habían hecho sospechar que Andrés y El Pibe trataban, como él, de ganar tiempo, con la esperanza de que el proyecto quedara en nada. Pero el Chueco Manfredi no era hombre de perder un negocio y ahora lo veía sobre él, amenazador, listo a exigir el cumplimiento del convenio. La confusión dominaba su espíritu. Cruzó la calle, agitado, y se acercó a un mostrador.

"¡Café y una caña grande!”

En una semana, era el tercer día que no iba a trabajar; imaginaba el sermonear de su tío al día siguiente. "También, viejo roñoso —pensaba— pagar ciento cincuenta pesos a un hombre de treinta años”. Instintivamente se miró en el espejo y se arregló la corbata. Se sentía un poco en poder de Manfredi. El sombrío ex-presidiario nunca mostraba vacilaciones y seguramente guardaba sus cartas para más adelante. Era muy posible que aumentara sus exigencias una vez cometido el hecho, amenazando con la delación. Y es que, en realidad, era el único de todos ellos que había tomado el asunto en serio. "Es un canalla”, pensó Ramírez, con íntima sorpresa.

Era cerca de media noche. Pegada a los muros, bajo el verde, el azul y el rojo exasperado de los letreros, temblaba una leve llovizna, como una telaraña de agua. Compró un diario y entró en un café. Media hora después, nervioso, salió a la vereda. Una niebla fina, que llegaba del Este, había reemplazado a la lluvia.

En el intermedio indeciso del Otoño al Invierno, la humedad, que brillaba en el asfalto, parecía regir los impulsos y los deseos. Era una de esas noches enervantes de Buenos Aires en que todo puede ocurrir, por desesperación o por agotamiento. La niebla se desgarraba en partes y en lo alto se perdía en el cielo hermético y sombrío. Ramírez caminó unas cuadras y se detuvo.

Vio su rostro, duplicado en una vidriera, inverosímil y ceniciento bajo un reflejo de neón. Por primera vez en mucho tiempo le pareció que la oscuridad y la noche eran conmovedoras. La resolución se concretó: Esa misma noche hablaría a sus amigos del abandono del plan. No sabía qué decir, pero algo iba a inventar. Y experimentó un profundo alivio al notar que desde tiempo atrás ese viraje estaba resuelto en su espíritu. Caminó por Corrientes hacia el Este. Los avisos eléctricos chorreaban una luz humedecida y desfalleciente. Otra vez la llovizna flotaba en el aire pesado.

Cuando llegó al café, los canillitas voceaban los primeros diarios de la mañana. Hendió los grupos compactos y silenciosos y se acercó a la mesa. Desde lejos vio que los tres amigos lo esperaban con inusitada expresión de gravedad.

—Estuvo bien.. . —dijo Manfredi, con una aprobación condescendiente, que resultaba casi un insulto.

—¿Qué es lo que estuvo bien? —interrogó Luis, con sorpresa. Los amigos se miraron entre sí y le tendieron un diario. Con asombrados ojos, Ramírez leyó: "Anoche a las 19.30, en las proximidades del Puente Pueyrredón, un hombre como de 60 años, que después resultó ser José Bellani, viudo, comerciante, cayó en las aguas del Riachuelo, resultando inútiles los esfuerzos realizados para salvarlo. Se efectúan averiguaciones para establecer las causas del suceso”.

En un silencio tirante Ramírez escuchó los latidos de su corazón.

"A pedido, el bonito tango de Amaro Lenzi...”

Pero no escuchaba la voz del cantor. Contuvo su perplejidad un instante y después, escrutando las caras de los amigos, dijo:

—No he sido yo; no lo veía desde anteayer. Pero esto es mejor. Ya estaba harto de postergaciones y si no pasa esto yo mismo lo- hubiera liquidado mañana o pasado.  .

Después, ya tranquilo, sacó un paquete y convidó cigarrillos.

Pero no debió tranquilizarse, porque Manfredi era orgánicamente incapaz de creer en el arrepentimiento. Y tampoco creyó en esa débil metáfora de la impaciencia, inventada para cubrir un miserable prestigio.

Al día siguiente llovió. Cerca de las nueve de la noche, los parroquianos del almacén de Robino escucharon tres disparos, muy próximos. Corrieron y encontraron a Luis Ramírez, de espaldas bajo el cordón de la vereda, con un borbotón de sangre en la boca. Mientras lo examinaban, incrédulos, un brusco chaparrón sonó con fuerza sobre su traje azul marino y le lavó la cara.



Cuentos policiales argentinos
Varios autores
Kapelusz, 1979.

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