50 años de la publicación de "Yo el Supremo" de Augusto Roa Bastos
Hace 50 años se publicaba en Argentina Yo el Supremo, del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, quien desde 1947 se había exiliado en nuestro país. Novela de dictador pero, a la vez, mosaico y palimpsesto de escrituras, toma un tramo fundamental de la historia del Paraguay, el de la dictadura perpetua de José Gaspar Rodríguez de Francia entre 1814 y 1840. Elogiada ampliamente en su tiempo, a cincuenta años de su aparición, sin embargo, sigue siendo una novela a descubrir y redescubrir y que plantea una mirada lúcida y vigente acerca de las posibilidades y los límites del poder absoluto.
Cincuenta años en América latina
producen cambios que es más difícil calcular que en otros sitios. En el ámbito
de la literatura, transforman o coronan un texto que ya era grande cuando nació
(Yo el Supremo apareció en junio de 1974) en un monumento
novelístico del siglo XX, y que tiende a seguir creciendo. Ya al comentarla,
Juan José Saer la calificó como una ”suma narrativa”, “cuyo rasgo principal es
la desmesura” y “tiene la inteligencia de introducir en el libro la
problemática literaria rigurosamente contemporánea del momento en que lo
escribía”; por su parte, Ricardo Piglia dijo en La Opinión:
“Si se quiere ver qué niveles puede alcanzar una práctica revolucionaria en
literatura léase Yo el Supremo de Roa Bastos: esta novela
admirable, sin duda la mejor que ha producido la narrativa latinoamericana
desde La vida breve”. Y coincidentemente, importantes críticos
latinoamericanos como Josefina Ludmer, Noé Jitrik y Ángel Rama la elogiaron
fuertemente, mientras que el fino poeta mexicano y sabio crítico, recientemente
fallecido, Jorge Aguilar Mora, al aparecer, escribió: “En este texto la
repetición de la historia no se da como parodia, porque son los hechos los
paródicos. Por eso este dictador no lo es en el sentido histórico de la palabra
sino en el sentido etimológico: no dicta para que sus palabras sean hechos;
ordena para que sus actos sean dictados”. Yo el Supremo como
texto global es una gran mentira histórica que cree en sus propias mentiras”.
El talento de Augusto Roa Bastos
se prodigó en actitudes asumidas en campos muy diversos de la vida, orientadas
siempre a la defensa de los pueblos americanos y amerindios, de nuestras lenguas
y culturas, de nuestros derechos, de nuestro espacio geográfico y geopolítico,
y de nuestro futuro. En
todos estos aspectos, su comportamiento fue ejemplar, sin gestos altisonantes
ni lucimientos personales, como quien hace lo que debe, obedeciendo a un
mandato interno, no porque esté pensando en sí mismo sino en los otros. Pero
donde su sabiduría se condensó, tal vez también por mandatos internos, pero más
desconocidos, más ignotos, allí donde se concentró, fue en el ejercicio de la
literatura, que, entre todas sus pasiones, que fueron muchas y de la más
diversa índole, era su pasión más absorbente y principal: la práctica poética,
la ficción, la creación de mundos novelescos, a los que probablemente se
proyectó en sus tempranas lecturas de Don Quijote de la Mancha, de
Blaise Pascal, de Michel de Montaigne, de los autores norteamericanos, rusos,
italianos y alemanes contemporáneos, de nuestro Jorge Luis Borges, cuyos textos
conocía de memoria.
Todo ello le permitió escribir (aquí, en la Argentina, como buena parte de la obra, dicho sea de paso, de otros grandes escritores latinoamericanos: Rubén Darío, Alfonso Reyes, Juan Carlos Onetti), excelentes cuentos, numerosos relatos y novelas y, muy especialmente, Yo el Supremo, traducida ahora a numerosas lenguas.
PASADO PERPETUO
La novela toma un tramo fundamental de la
historia del Paraguay, el de la Dictadura Perpetua de don José Gaspar Rodríguez
de Francia entre 1814 y 1840 (a quien a lo largo de 465 páginas no se
nombre ni una sola vez), y sus intentos, muy discutidos y muy polemizados, por
construir una nación independiente y próspera. Es, pues, una novela
esencialmente paraguaya, que da cuenta de su pasado y que también se remonta al
presente del país, y escrita en una lengua española deslumbrante, trabajada,
descompuesta, recompuesta y enriquecida por la lengua guaraní, pero que, como
toda gran creación artística, no deja de transparentar, intencionada e
inconscientemente, el momento y el lugar en que la misma se realiza, aunque
esté referida a otro lugar y a otro tiempo.
Por ello, esta novela mayor
respira muy profundamente la atmósfera que vivíamos en la Argentina durante la
década del ’60 y principios de la década del ’70, época en la cual imperaba la
discusión sobre el destino de América latina y sobre la política nacional y,
acompañándola, abundaban la circulación de los saberes, la discusión teórica,
la polémica sociológica, histórica, psicoanalítica y aún semiótica y literaria,
hasta sobre las formas mismas de narrar. Augusto Roa Bastos captó como muy
pocos escritores ese clima cultural, y lo infundió a su novela, en la que hay
innumerables huellas del presente y del pasado argentinos, de sus aspiraciones,
de sus ensoñaciones y de sus mitos. Fue, acaso, por esa vía, indirecta,
simbólica, poética, que unió en muy alto grado, a través de su persona y de su
obra, a nuestras culturas, a nuestros pueblos.
En efecto, Roa Bastos no habría
podido escribir esta novela si los ramalazos de la historia no lo hubiesen
traído, muchos años antes, a Buenos Aires. Huyendo de las sangrientas
alternativas de revueltas, censuras y represiones en Paraguay, llegó a estas
costas en 1947. Y aquí había crecido, se las había ingeniado para
sobrevivir. Y, sobre todo, para no morir por dentro. Es decir, para seguir
escribiendo: El trueno entre las hojas, de 1953, le
otorgó, además, notoriedad. La película de Armando Bó con Isabel Sarli, y los
guiones que siguieron (Sabaleros, La sed, Shunko),
la inesperada, la temida fama. Vinieron, después, libros de cuentos, esbozos,
hallazgos. Hijo de hombre, un conjunto de relatos que tuvo la
inteligencia de transformar en novela, le permitió acceder al premio del
Concurso Internacional de Narrativa 1959 de la Editorial Losada, con un
prestigioso jurado entre los que estaba un futuro Nobel, Miguel Ángel Asturias.
Iba camino de la celebridad,
pero, aún, sin el gran texto que lo definiría. La obra que cada uno lleva
dentro y que pocas veces tiene la suerte o, como él, el talento de plasmar y de
comunicar. Esa obra que, sin duda, había estado macerando durante toda su existencia
y que ahora había nacido, después de innumerables noches de vigilia y, como
contaba en las muchas charlas que tuvimos, hasta de insultos y descabelladas
peleas, mano a mano con el dictador.
Yo el Supremo pone en discusión las
posibilidades y los límites del poder absoluto, en el Paraguay y en todas
partes. Hay una
“circular perpetua” que recorre la novela y es la síntesis de sus
contradicciones (“Voy a dictarte una circular a mis fieles sátrapas”. Todas las
referencias son de la primera edición). Pone también en discusión la Historia y
sobre todo la Historiografía. Pero, obsesivamente, pone en cuestión la
escritura misma en el permanente dictado que el dictador hace a su escribiente
Patiño, a quien entre otras decenas de cosas dice: “Cuando te dicto, las
palabras tienen un sentido; otro, cuando las escribes”. “Escribes lo que te
dicto como si tú mismo hablaras por mí en secreto al papel”. Por eso Roa Bastos
declara en algún reportaje que trata de acercarse a una ¿utópica? “literatura
colectiva”, que es la que escriben los pueblos, no los individuos.
Al demostrarse internamente
aquella falta de conocimiento de la verdad, aquella necesidad intrínseca de
a-referencia, de incoherencia, se introducen elementos nuevos para invalidar
ciertas pretensiones mesiánicas, la proclamación del escritor latinoamericano
como poseedor de un saber, de una conciencia crítica sin la cual los pueblos de
nuestro continente vagarían en el desconcierto. El escritor, en este texto, se desplaza,
en cambio, dentro de un dificultoso terreno que va del testimonio aparentemente
más directo a la expiación, y ese desplazamiento, esa fluencia, impiden la
cristalización de una conciencia crítica, ya que ella es constantemente puesta
a prueba por un juicio autocrítico que la obra misma aporta bajo signos de
culpabilidad. Hoy, estos signos alcanzan extremos auto incriminatorios cuando a
través de la voz del Supremo se señala el carácter inútil, pestífero, hasta
excremental de la escritura, y esas acusaciones, a la vez que dan cuenta de la
ambigüedad fundamental en que se debate la actividad del Compilador,
reequilibran desde el interior de los textos el narcisismo de un pretendido
sacerdocio.
Con relación al tema, dijo el
propio Roa Bastos en una entrevista de 1975 en Hispamérica: “He
adquirido, si no una mayor capacidad de visión, por lo menos una mayor humildad
para sentir que no soy un chamán, un sacerdote que puede realizar una liturgia
sobre la acción de las cosas sino tan solo un mediador que contribuye con su
escritura a la develación de algunos aspectos de esa realidad”.
El escritor, en esta obra
narrativa, puede testimoniar (y efectivamente lo hace en numerosos relatos)
sobre el estadio social y político de Latinoamérica, sobre las luchas, las
derrotas, la constante resurrección de un pueblo; este aspecto de su tarea lo
convierte sin duda en portavoz de necesidades y anhelos. Evitar, en tales
casos, el desliz hacia actitudes oraculares sólo es posible cuando a aquel
aspecto se lo conjuga con la comprobación de quien, queriendo estar con su
pueblo, está separado, distanciado de él, hasta el extremo de convertirse en un
tránsfuga y en un traidor cuando, arrancado de su tierra, no cumple con sus
mandatos ni con los de su historia.
Los 70 eran, entonces, el caldo
de cultivo de todas nuestras experiencias: el peronismo, creciente y
reivindicatorio, imperaba por un lado; las izquierdas, por el mismo lado y
también por otros; los intelectuales y la fabulación teórica local, siempre
pendientes de lo que sucedía en Europa, pero también fértiles, activos,
altivos, desparramaban textos y saberes con generosidad inédita. El catálogo de
la propia editorial Siglo XXI Argentina, que publicó Yo el Supremo,
con dibujos especiales de Carlos Alonso, era una demostración del clima en que
vivíamos. Escrita enteramente en la Argentina, con todos los ingredientes de
los caudalosos 70, donde no faltan Perón, Borges, Macedonio, y también Levi
Strauss y Derrida, el Nouveau Roman, Marguerite Yourcenar, Robert
Musil y los Surrealistas.
Todo ello está presente y
actuante en Yo el Supremo: don José Gaspar Rodríguez de Francia se
dice un león herbívoro, como nuestro conocido General, y como él arenga
“conducción” y “verticalidad”; por su boca o la del compilador hablan Blaise Pascal,
Raymond Roussel, los autores del “nouveau roman”, Robert Musil, Jorge Luis
Borges; el Supremo imparte a su amanuense Patiño una soberbia “lección de
escritura” a la que no son ajenas las lecturas argentinas, atentas y
anticipadas de Claude Lévi-Strauss, Roland Barthes, Jacques Lacan, Jacques
Derrida; Roa Bastos crea un personaje importante de la novela, totalmente
construido, “antiguo prisionero de la Bastilla”, Charles Andreu-Legard
(anagrama poco oculto del verdadero nombre del profesor cátalo-francés que nos
llevó a ambos a Toulouse, Jean L. Andreu, y de nuestro mítico cantor nacional):
la Argentina lo había marcado, y su texto estaba contagiado de este país, de
Buenos Aires, de sus reuniones de café, sus discusiones políticas, culturales,
de sus mitos.
Coincidentemente, el mismo Roa Bastos declaraba, poco antes de la aparición de esta novela, a la revista Crisis de Buenos Aires. “Entendí siempre que a mí lo que me interesaba más que los hechos concretos, que los hechos reales que se pueden narrar en una historia, en un estudio o en un ensayo, era el hallazgo de mitos reveladores”.
Lo importante no es, como puede verse, la coherencia externa del relato ni su fidelidad al mundo exterior ni, en última instancia, el conocimiento de las llamadas cosas concretas; lo que importa para la ficción es esa capacidad que el relato tiene de cambiar, de volver sobre sí mismo, de dar vuelta o variar o trocar los acontecimientos, de crear su propia coherencia. Su mundo, su espacio de ficción donde lo real se hace ficticio y lo ficticio un nuevo concreto o, para decirlo con las más ajustadas expresiones de Roa Bastos, “una realidad imaginaria a través de la función simbólica del lenguaje, en lo que podríamos llamar una intrahistoria donde el tiempo imaginario se constituya a su vez en el espacio donde no se busque solamente convertir lo real en palabras sino hacer que la palabra sea lo real”.
Fuente: Página12
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