El bibliotecario valiente, de Roberto Bolaño

El 13 de septiembre de 1810 Mariano Moreno creó la primera biblioteca pública de la Argentina. En 1954 se decretó que ése día se celebre el Día del Bibliotecario en todo el país. El de bibliotecario fue uno de los oficios de Jorge Luis Borges. En este texto, en el que en ningún momento lo llama por su nombre, el chileno Roberto Bolaño se refiere desde el título, al escritor argentino que más admiraba. Y ese trabajo, rodeado de libros. 




El bibliotecario valiente 

 

Empezó como poeta. Admiraba la literatura expresionista alemana (aprendió francés por obligación y alemán por algo que podríamos llamar amor, y lo aprendió sin maestros, solo, como se aprenden las cosas importantes), pero posiblemente nunca leyó a Hans Henny Jahn. En las fotos de los años veinte podemos verlo con un gesto envarado y triste, un joven cuyo cuerpo casi sin aristas parece tender hacia la redondez, hacia la suavidad. Practicó la costumbre de la amistad y fue fiel, sus primeros amigos, en Suiza y en Mallorca, pervivieron en su memoria con el fervor de la adolescencia o de la memoria sin culpa de la adolescencia. 
 
Y tuvo suerte: frecuentó a Cansinos-Assens y descubrió, para siempre, una visión inédita de España. Pero volvió a su país y encontró la posibilidad de un destino. Un destino soñado por él mismo en un país soñado por él mismo. En las inmensidades americanas imaginó el valor y su sombra, la soledad inmaculada de los valientes, el día que se ajusta a la vida como un guante. Y volvió a tener suerte: conoció a Macedonio Fernández y a Ricardo Güiraldes y a Xul Solar, que valían más que la mayoría de los intelectuales españoles que había frecuentado, o eso pensaba él, y pocas veces se equivocó. Su hermana, sin embargo, se casó con un poeta español. Eran los años del Imperio argentino, cuando todo parecía al alcance de la mano y Buenos Aires podía autodenominarse la Chicago del hemisferio sur sin enrojecer acto seguido de vergüenza. Y la Chicago del hemisferio sur tuvo su Carl Sandburg (poeta, por cierto, que él admiró), y se llamó Roberto Arlt. El tiempo los ha juntado y los ha vuelto a separar para siempre. Pero entonces uno de los dos se sumergió en el vértigo y el otro en la búsqueda de la palabra. Del vértigo de Arlt nació la utopía en su estado más demencial: una historia de pistoleros tristes que prefiguraba, del mismo modo que Abaddón el exterminador, de Sabato, el horror que mucho tiempo después se cerniría sobre la república y sobre el continente. De la búsqueda de la palabra, por el contrario, surgió la paciencia y una modesta certidumbre en la felicidad de la literatura. Boedo y Florida fueron los nombres de ambos grupos, el primero designa un barrio popular, el segundo una calle céntrica, y hoy ambos nombres marchan juntos hacia el olvido. Arlt, Gombrowicz (aquella cena que nadie recuerda); pudo haber sido amigo de ellos y no lo fue. De ese diálogo inexistente hoy queda un gran hueco que también es parte de nuestra literatura. Por supuesto, Arlt murió joven, después de una vida agitada y llena de privaciones. Y fue básicamente un prosista. Él no. Él era poeta, y muy bueno, y escribía ensayos, y sólo bien entrado en la treintena se puso a escribir narraciones. Hay quien dice que lo hizo ante la imposibilidad de convertirse en el poeta más grande de la lengua española. Estaba Neruda, a quien nunca quiso, y la sombra de Vallejo, cuya lectura no frecuentó. Estaba Huidobro, que fue amigo y luego enemigo de su triste e inevitable cuñado español, y Oliverio Girondo, a quien siempre consideró superficial, y luego venía García Lorca, de quien dijo que era un andaluz profesional, y Juan Ramón, de quien se reía, y Cernuda, al que apenas prestó atención. En realidad, sólo estaba Neruda. Estaba Whitman, estaba Neruda y estaba la épica. Aquello que él creía amar, aquello que más amaba. Y entonces se puso a escribir una historia en donde la épica sólo es el reverso de la miseria, en donde la ironía y el humor y unos pocos y esforzados seres humanos a la deriva ocupan el lugar que antes ocupara la épica. El libro es deudor de los Retratos reales e imaginarios, que escribiera su amigo y maestro Alfonso Reyes, y a través del libro del mexicano, de las Vidas imaginarias, de Schwob, a quien ambos querían. 

 

Muchos años después, cuando él ya era el más grande y estaba ciego, visitó la biblioteca de Reyes, en México DF, oficialmente bautizada como "Capilla alfonsina" y no pudo evitar comentar la reacción que ante tal despropósito tendrían los argentinos si a la casa de Lugones se la llamara "Capilla leopoldina". Ese no poder evitar un comentario, su permanente disposición para el diálogo, siempre lo perdió ante los imbéciles. Dijo que su primera lectura del Quijote la hizo en inglés y que ya nunca más le pareció tan bueno como entonces. Se rasgaron las vestiduras los críticos españoles de capa y espada. Y olvidaron que las páginas más certeras sobre el Quijote no las escribió Unamuno, ni la caterva de casposos que siguieron a Unamuno, como el lamentable Ramiro de Maeztu, sino él. 

 

Después de su libro sobre piratas y otros forajidos, escribió dos libros de relatos que probablemente son los dos mejores libros de relatos escritos en español en el siglo XX. El primero aparece en 1941, el segundo en 1949. A partir de ese momento nuestra literatura cambia para siempre. Escribe entonces libros de poesía estrictamente memorables que pasan inadvertidos entre su propia gloria de cuentista fantástico y la ingente masa de musos y musas. Varios, sin embargo, son sus méritos: una escritura clara, una lectura de Whitman, acaso la única que aún se mantiene en pie, un diálogo y un monólogo ante la historia, una aproximación honesta al English verse. Y nos da clases de literatura que nadie escucha. Y lecciones de humor que todos creen comprender y que nadie entiende. 

 

En los últimos días de su vida pidió perdón y confesó que le gustaba viajar. Admiraba el valor y la inteligencia. 

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