Franz Kafka y el enigma de los animales, en el centenario del gran escritor checo

“Solo deberíamos leer libros que nos muerden y nos pican”, sentenció el autor de “La metamorfosis”, de quien se conmemoran hoy cien años de su muerte; narradores argentinos reflexionan sobre esta relación.

El niño Franz Kafka y un cordero, en 1888 Getty Images

Por Daniel Gigena

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Tal vez la ternura, la ferocidad y el sinsentido de las narraciones de Franz Kafka (1883-1924) provengan de una fascinación por los animales que también es la nuestra. Monos, chacales, caballos, perros, buitres, ratones y pájaros -con atributos humanos, sobrenaturales (como en “La preocupación del padre de familia”) o irreales (como la criatura de “Una cruza”, donde el narrador tiene “un animal curioso, mitad gatito, mitad cordero”)- conviven en sus páginas con familias, funcionarios y seres solitarios.

Un perro junto a Franz Kafka, en 1910 brandstaetter images - Hulton Archive

Hasta los libros, para el autor de El proceso, tenían que ser como animales. “A mi juicio, solo deberíamos leer libros que nos muerden y nos pican”, sentenció el escritor checo del que hoy se conmemora el primer centenario de su muerte.

Se vinculó los relatos con animales de Kafka a la tradición de las parábolas bíblicas, el cuento maravilloso e incluso las fábulas, al estilo de La Fontaine, aunque despojadas de un valor moral o didáctico. Las fábulas kafkianas no tienen una moraleja evidente. También se aventuró que los animales, así como otros elementos de la literatura kafkiana, eran metáforas, abiertas a la interpretación, o modelos de “devenires”, como postulan Gilles Deleuze y Félix Guattari en Kafka. Por una literatura menor.

“Si pudiera ser un indio, ahora mismo, y sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire, estremeciéndome sobre el suelo oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas, y solo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo”, se lee en el brevísimo “Deseo de ser un indio”. “Se considera provechosa esta forma de tener al principio así enjaulados a los animales salvajes, y actualmente, después de mi experiencia, no puedo negar que, considerándolo desde el punto de vista humano, realmente es así. Pero entonces no pensaba así”, reflexiona el exmono de “Informe para una academia”, cazado durante una expedición de la compañía Hagenbeck.

“Era una voz de animal”, describe el apoderado de la empresa “en la que, al cometer la más mínima negligencia, ya se alimentaban graves sospechas”, que visita la casa de Gregor Samsa para saber por qué el empleado no se ha subido al tren de la madrugada, en “La metamorfosis”. En los relatos kafkianos, los animales tienen voz.

Eduardo Álvarez Tuñón, Mariano Quirós, Natalia Gelós y Emmanuel Taub

Narradores y ensayistas argentinos reflexionan sobre la relación de Kafka con los animales

Eduardo Álvarez Tuñón

Los animales son, quizás, los personajes más importantes y extraños de los cuentos de Kafka. Ocupan un lugar relevante, con una singularidad: no se encuentran, en relación con el hombre, en grados inferiores de una escala biológica pero tampoco son sus iguales ni razonan como en las fábulas. Su tragedia consiste en que siguen siendo animales, pero padecen de algunas de las angustias humanas e incluso de sus ambiciones.

Pienso en el breve relato del animal que está siendo castigado por su dueño con una fusta. En un descuido logra arrancársela y se castiga a sí mismo con esa especie de látigo solo para parecerse a su dueño.

Recuerdo también “El buitre”, un pájaro con ambición que muere ahogado con la sangre de su víctima, por el acto soberbio de introducir su pico en la boca de un hombre indefenso y no limitarse a picotearle solo los pies. Pero tal vez el más inolvidable cuento sea “La cruza”, en la que un animal mitad gato y mitad cordero, recibido como herencia paterna, es exhibido por su condición de único y sufre un hastío humano, mira a su dueño con ojos de hombre y en silencio lo instiga a que lo mate con una cuchilla, como forma de redención.

Álvarez Tuñón es escritor e integra la Academia Argentina de Letras.

Mariano Quirós

Hago a un lado la cucaracha de “La metamorfosis”, por obvia y porque es tan fuerte la cuestión simbólica que lo animal queda paradójicamente en segundo plano. A veces en último plano.

En una época pensé que me gustaba el perro investigador, pero después me molestó que fuese un perro tan poco perro, que fuese más bien un erudito que parlotea con ánimo sociológico. Un perro sin una pizca de humor. No tiene alma -o tiene demasiada-, no tiene humor. Capaz sea ese el problema de Kafka con los animales, que no les pone humor, y eso que se supone que Kafka tiene sentido del humor. (Soy injusto, porque está el cuento del médico de campo, los dos caballos desobedientes que se liberan de las riendas y meten la cabeza por la ventana del dormitorio donde agoniza un enfermo… Es trágico y gracioso al mismo tiempo.)

Pero si es por elegir, elijo a “Josefina, la cantora, o el pueblo de los ratones”, que tiene al menos un aura artística, tirana y copetuda. El resto de los ratones le tiene miedo, pero en secreto la somete a una especie de crítica literaria. Los ratones no saben nada de música, ni siquiera les gusta la música, pero está tan instalada la idea de que debe gustarles la música, de que queda bien apreciar tal o cual forma musical, que se obligan a decir que les gusta como canta Josefina.

Josefina instala una pequeña tiranía artística, se aprovecha de los ratones, que por cierto no tienen juventud: o son niños o son viejos. Es por lo tanto un pueblo infantilizado, ¡qué más quiere Josefina! Puede imponer su reino de hambre -son todos artistas del hambre-, puede cantar en un Luna Park vacío, creyendo que la escuchan todos los ratones. Pero el de los ratones, dice Kafka -dice, en realidad, el ratón que narra la historia de Josefina- es un pueblo olvidadizo, que “no cultiva los estudios históricos”, y así los ratones se van comiendo un poco entre ellos, un poco más cada día, empujados por el chillido histérico -que nunca llega a ser canto- de la brutal Josefina. Hasta que finalmente la olvidan.

Quirós es narrador; en 2017 ganó el Premio Tusquets con la novela Una casa junto al Tragadero.

Natalia Gelós

Hay algo que me gusta de la incorporación del universo animal en Kafka que tiene que ver con la fuga de la animalidad. De alguna manera, toma a los bichos y les borra lo esperable, lo conocido se enrarece, se despoja de lo que podemos suponer y empieza a jugar en otro lugar, como si no hubiera fronteras entre ellos y nosotros, como si se tratara solo de ser, y la diferencia pasara en otro plano. En cierto sentido, me hace acordar a las construcciones de Antonio Di Benedetto: los animales y los hombres en encuentros que hablan de las pasiones bajas, de los miedos, de nuestros pozos ciegos. Un buitre obstinado en lastimar los pies de un hombre, un ratón cobarde que no se somete a su amo, historias que pone ahí y que terminan sin moraleja, como escenas incluso que quedan en suspenso y que nos deja para que sigan picando en nuestras cabezas. También es interesante qué animales elige para contar: los perros, los buitres, un híbrido (mitad gato mitad cordero), un exmono. Ahí dice mucho sobre su mirada, sobre buscar y encontrar la fibra más brillante justamente en lo mundano, en lo raro, en eso que quizá se oculta para otros o al menos se deja pasar.

Gelós es periodista y escritora, autora de Criaturas dispersas.

Emmanuel Taub

El buitre escucha, entiende; el buitre observa, espera y ataca. El hombre no solo se siente indefenso ante el repetido picoteo del ave, sino que además aguarda dócil en su indefensión. Mientras crece el dolor, crece también la monstruosidad del animal. Entonces, el desenlace del texto: el ataque directo a la boca del narrador, la muerte entre borbotones de sangre de la víctima y del buitre ahogado por esa misma.

Leo y releo “El buitre”, y no puedo dejar de pensar, por su formato, su desarrollo y final, en un monstruoso cuento jasídico: el hombre prefiere el picoteo a torcerle el pescuezo. Y deja que aumente el daño como los rabinos dejaron que crezca el Golem, hasta que este cayó sobre ellos matándolos. Acá el buitre sigue y sigue, y quien espera doliente es aquel hombre que nada hace por detener al ave. Y ahora, de pronto la monstruosidad se corre al tercer personaje, el paseante que, alegre, propone fusilar el buitre. Pero como dije, el buitre escucha y entiende, y antes de ser fulminado por el rifle, prefiere matar y morir con su víctima.

Taub es filósofo, autor de La palabra y la errancia.

Santiago Craig

Me sale leer a Kafka como a un autor realista, hiperrealista. Alguien que cuenta cosas que pasan en una de las dimensiones de lo posible. Nada de lo que dice Kafka me resulta completamente fabuloso o improbable. Por eso, me parece que sus cuentos con animales no funcionan tanto como fábulas o alegorías sino más bien como crónicas de esa dimensión extraña y siniestra de la vida que habitamos. Un mundo con topos paranoicos, monos sofistas, insectos asalariados y ratonas sin talento que cantan para que ratones ciegos aplaudan. Kafka nos ofrece esa verdad sin cáscara, nos la pasa entre los barrotes de la vidita esta que armamos entre desayunos, pilates, trendig topics y algoritmos: nos hace saber que hay en el mundo metamorfosis monstruosas y que una mañana, al despertarnos, podemos estar ahí.

Craig es narrador, uno de sus libros de cuentos se titula Animales.

Diego Cano

A cien años de su muerte, la literatura de Kafka sigue abierta a infinitas interpretaciones, incluyendo su juego constante con animales. Chacales, buitres, cornejas, perros, caballos, ratones forman parte de una galería interminable de animales que pueblan principalmente sus cuentos. Los animales en literatura tienden a la fábula, a cerrar el sentido, y transmitir una moraleja o mensaje. En Kafka, que odiaba los simbolismos, sus cuentos parecen fábulas, pero no lo son, parecen alegorías y tampoco lo son, su potencialidad interpretativa dispara muchas posibles lecturas, según la carga ideológica o estética de cada lector. Esa es la riqueza de su literatura: potenciar lecturas diversas, generando un efecto flotante que invita a la relectura.

Uno de los procedimientos por excelencia que utilizó para lograr ese efecto es el “sí, pero…” u otras formas de adversativas que dejan en la ambigüedad, o directamente en la contradicción abierta, el sentido que el narrador se propone transmitir. En el cuento “Una cruza” no sabemos si el animal es un cordero o es un gato, o qué de cada animal en particular ha quedado en esa cruza. Kafka explícitamente elide definir, cristalizar, afirmando cosas que si se lee de forma detenida son contradictorias. Ese forzar los límites de la lógica racional transforma sus relatos en absurdos a tal punto que el contrasentido con lo real es tal que produce risa. En “Josefina, la cantora, o el pueblo de los animales”, Kafka se anticipa a Marcel Duchamp. Una ratona chilla, como todos los otros ratones, pero para ella eso es un canto que es reconocido así por su comunidad. El arte como un objeto cualquiera promovido a la condición de tal por la mera decisión del artista. Kafka no habla del arte en general, sino que deja flotando el sentido. Un ejemplo más del potencial de la literaria kafkiana que invita a ser releída e interpretada sin fin.

Cano es narrador y ensayista, publicó Franz Kafka. Una literatura del absurdo y la risa.

Fuente: La Nación

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