El lamento de Portnoy, de Philip Roth

Mañana se cumplen 50 años de la primera edición de El lamento de Portnoy, de Philip Roth, fallecido el año pasado. Lo recordamos compartiendo un fragmento del comienzo de la novela.

La llevaba tan incrustada en la conciencia, que, al parecer, me pasé el primer año de colegio convencido de que todas y cada una de mis profesoras eran mi madre disfrazada. Echaba a correr en cuanto sonaba el timbre de salida, e iba todo el camino preguntándome si llegaría a casa con tiempo para pillar a mi madre antes de que volviera a transformarse. Pero siempre, invariablemente, la encontraba ya en la cocina, poniéndome el vaso de leche con galletas. Su proeza, sin embargo, en lugar de empujarme a renunciar al engaño, lo que hacía era intensificar el respeto que me inspiraban sus poderes. Y, también, el hecho de no sorprenderla entre encarnación y encarnación venía a suponer un alivio, de todas formas, aunque yo nunca cejara en el intento. Me constaba que mi padre y mi hermana no estaban al cabo de la calle en lo tocante a la verdadera naturaleza de mi madre, y que la carga de culpabilidad que, imaginaba yo, me iba a caer sobre los hombros en caso de que alguna vez la pillase descuidada era más de lo que estaba dispuesto a aguantar a mis cinco años. Llegué incluso a temer, creo, que alguien no tendría más remedio que desembarazarse de mí si alguna vez llegaba a verla entrar volando por la ventana del dormitorio, directamente desde el colegio, o salir —miembro por miembro— del estado de invisibilidad, para ponerse el delantal.
Ni que decir tiene que cuando me pedía que le describiese con todo detalle mi día preescolar, lo hacía escrupulosamente. No pretendía comprender su ubicuidad en todo su alcance, pero había algo indiscutible: la cosa estaba relacionada con su deseo de saber cómo me portaba yo, qué clase de niño era cuando creía que mi madre no estaba delante. Una consecuencia de esta fantasía, que perduró (en esta forma concreta) hasta el primer grado, fue que, ante el convencimiento de que no tenía elección, me hice honrado.
Ah, y brillante. De mi hermana mayor, cetrina y pasada de kilos, mi madre decía (en presencia de Hannah, claro está: también ella se caracterizaba por su honradez): «La chica no es ningún genio, pero no pidamos imposibles. Dios la bendiga: se esfuerza mucho, se mantiene dentro de sus límites y, bueno, habrá que contentarse con lo que consiga.» De mí, heredero de su larga nariz egipcíaca, y de su espabilada boquita charlatana, mi madre decía, con su característica moderación: «¿El bonditt* este? No tiene ni que abrir los libros. Sobresaliente en todo. ¡Albert Einstein II!»
Y ¿cómo se tomaba mi padre todo esto? Bebía —no whisky, por supuesto, porque él no era ningún goy, sino aceite mineral y leche de magnesia—; y masticaba ExLax;* y comía All-Bran de la mañana a la noche; y trajelaba bolsas enteras de cóctel de frutas secas. Padecía —¡y cómo!— de estreñimiento. La ubicuidad de mi madre y el estreñimiento de mi padre, mi madre entrando en vuelo por la ventana, mi padre leyendo en el periódico de la tarde con un supositorio metido en el culo... Éstas, doctor, son las impresiones más antiguas que de mis padres tengo, de sus atributos y secretos. Él preparaba infusiones de hojas secas de sen en una cacerola, y eso, en combinación con el supositorio invisible que se le iba disolviendo en el recto, era toda su hechicería: hervir esas hojas secas, tan nervudas, remover con una cuchara aquel líquido maloliente, colarlo luego con mucho cuidado, y a continuación trasvasarlo a su ocluido cuerpo, todo ello sin modificar su expresión facial, desalentada y afligida. Y luego, encorvado en silencio sobre el vaso vacío, como aguzando el oído para escuchar algún trueno distante, espera el milagro... De pequeñito, a veces me quedaba en la cocina, haciéndole compañía mientras esperaba. Pero el milagro nunca se producía, no, al menos, como lo imaginábamos y lo pedíamos en nuestras oraciones: nunca era la remoción de la sentencia, la liberación total de aquel flagelo. Recuerdo que cuando comunicaron por la radio la explosión de la primera bomba atómica, mi padre dijo: «Eso, a lo mejor, sí que me hacía efecto.» Pero en aquel hombre no había catarsis que valiera: la mano de hierro de la frustración y de la afrenta le tenía agarradas las kishkas. Entre sus restantes infortunios había un hecho: el favorito de su mujer era yo.
Para hacer que la vida fuera aún más difícil, el caso era que el hombre me quería. También él veía en mí la oportunidad familiar de ser «tan bueno como el mejor», nuestra posibilidad de granjearnos el honor y el respeto... Aunque, siendo yo pequeño, solía expresar lo que de mí ambicionaba en términos monetarios. «No seas igual de tonto que tu padre», decía, jugando con el niño en el regazo. «No te cases por amor, ni porque sea guapa; cásate por dinero.» No, no: no le gustaba ni un pelo que lo mirasen de arriba abajo; como un poseso, trabajaba, sí, para labrarse un futuro que para él no entraba en el programa. Nadie le dio satisfacción nunca, nadie le devolvió nada que guardase proporción con el bien que él había regalado: ni mi madre, ni yo, ni siquiera mi cariñosa hermana, a cuyo marido mi padre sigue considerando comunista (a pesar de que ahora es socio de una compañía de bebidas refrescantes y propietario de una casa en West Orange). Ni, desde luego, esa multimillonaria organización (o «institución», como preferían designarse ellos) que lo explotaba al máximo. «La Institución Financiera Más Generosa de Estados Unidos», recuerdo que proclamaba mi padre, la primera vez que me llevó a ver su pequeña parcela rectangular de mesa y silla en las vastas oficinas de Boston & Northeastern Life. Sí, delante de su hijo hablaba con orgullo de «La Compañía»: no tenía sentido que se rebajara a denostarla en público: al fin y al cabo, bien que siguieron pagándole el suelo durante la Depresión; bien que le dieron papel con su propio membrete impreso al pie de un grabadito del Mayflower, que era el emblema de la Compañía (y, por ende, también de mi padre, ja, ja); y todas las primaveras alcanzaban la plenitud de su generosidad subvencionándoles a mi madre y a él un fin de semana la mar de pinturero en Atlantic City, alojados en un fantástico hotel goyische, qué menos, para allí (junto con todos los demás agentes de seguro de los estados del Atlántico Medio que habían superado sus EVA, o Expectativas de Venta Anual) dejarse intimidar por el conserje, el camarero y el botones, por no mencionar a los huéspedes de pago, que no salían de su asombro.
También creía apasionadamente en lo que vendía, otro motivo de angustia y otro sumidero por el que se le iban las fuerzas. No era sólo su alma la que redimía al ponerse el sombrero y el abrigo, después de cenar, y echarse a la calle a seguir trabajando —no: era también para salvar a cualquier pobre desgraciado que estuviera a punto de perder su póliza de seguro por negligencia, poniendo así en peligro la seguridad de su familia en caso de «chaparrón». «Alex, me explicaba, hay que estar a cubierto, por si vienen mal dadas. No se puede dejar sin paraguas a una mujer y un hijo, no sea que de pronto venga el chaparrón.» Y aunque yo, a los cinco o seis años, le veía un sentido perfecto, incluso conmovedor, a lo que mi padre me decía, parece ser que ésa no era siempre la acogida que daban a su discurso del chaparrón los inexpertos polacos, ni los violentos irlandeses, ni los negros analfabetos que habitaban en esos distritos empobrecidos que la Institución Financiera Más Generosa de Estados Unidos le había asignado para la captación de clientes.


El lamento de Portnoy
Philip Roth
Editorial Meta, 1971.

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