120 años del nacimiento de Arturo Jauretche

El pasado viernes se cumplieron 120 años del nacimiento del pensador nacional Arturo Jauretche. En esta entrevista del año 1973, que compartimos a manera de homenaje, reflexionaba sobre debates ideológicos que tenían sus raíces en  los grandes textos de la literatura argentina del el siglo XlX.



 

En 1973, ¿es aún válida la antinomia civilización-barbarie?

– Después de 1955 comprendí que estábamos ante una tentativa que repetía lo que se hizo en este país después de 1853: cerrar toda posibilidad de comprensión del hecho argentino sometiéndolo a las normas que ya se habían aplicado entonces. De ahí mi necesidad de profundizar en el revisionismo histórico para encontrar las bases de la defraudación de que el país había sido víctima. No sólo en sus bienes materiales, en su conducción internacional, en su conducción política, sino fundamentalmente en la conducción de su pensamiento.
Se pretendía borrar hasta la memoria del proceso político popular y nacional que había caracterizado al peronismo. Empresa que ya se había hecho con el radicalismo, primera manifestación anterior al peronismo de un pensamiento popular y nacional que intentaba elaborarse por sí mismo. El radicalismo no supo oponer la suficiente resistencia; en la unión de los yrigoyenistas con los antipersonalistas lo grave no fue el resultado político electoral sino el fenómeno político cultural. Perdió el radicalismo el sentido esencial de la conducción que le había dado Yrigoyen, y al aceptar el olvido de su posición nacional se fue convirtiendo en una facción más dentro del liberalismo. Eso fue lo que nos obligó a fundar FORJA.
En 1955, decía, yo temí que se borrase de la memoria del pueblo lo que había sido el proceso de masas y la conducción peronista y que, en consecuencia, ocurriese después con el peronismo lo que ya había pasado con el radicalismo. Me preocupó entonces salvar para el futuro de la política argentina la posición popular y nacional, que estaba excluida de la posición liberal. Entonces me propuse como objetivo fundamental, dentro de los medios escasos de que se disponía, la tarea de trabajar sobre la mentalidad de las nuevas generaciones para salvarlas de la estafa de que había sido víctima mi generación y las que nos siguieron.
Encontré pronto que la base del predominio del pensamiento liberal era la consolidación de un establishment cultural, para el que sólo fueran válidos los hechos coincidentes con determinada política. Esto, como es lógico, sólo avalaba la política liberal iniciada después de Caseros. El punto de partida de esta estafa se encuentra en una fórmula, consubstanciada con la historia tradicional, que presenta a la historia argentina como una alternativa agónica entre civilización y barbarie. Y dentro de esa fórmula, la implicancia obligada de considerar barbarie todo lo propio, y civilización todo lo importado. Ese es el concepto que guio a las generaciones que construyeron el país después de 1853.
Nuestros imitadores institucionales de los EE.UU. no vieron, en ese momento, que tanto en los Estados Unidos como en Alemania se aplicaban entonces ideas liberales con sentido nacional, no pudieron ver que la marcha hacia el Oeste y la producción industrial eran el ingrediente nacional de ese proceso liberal. No podían percibir que en los EE. UU., al ganar el Norte al Sur, se derrotaba la tesis de la división internacional del trabajo. Y no podían ver eso porque nuestros pensadores liberales, partían del supuesto, sin duda falso, de la historia como una oposición entre civilización y barbarie.
Las sociedades pueden ser contemporáneas y no ser coetáneas, es decir, vivir al mismo tiempo distintos momentos históricos. Esa falta de coetaneidad hace que unas sean más débiles que otras y, en este caso, que las penetren las poderosas para subordinarlas a su poder. Esto lo ejemplifica con toda claridad la historia contemporánea de los países del tercer mundo, los que no tuvieron conciencia de que si no se defendían de la penetración exterior, iban a quedar subordinados como países dependientes, sin salir del subdesarrollo y el coloniaje. Esto lo vieron con claridad los liberales que organizaron los Estados Unidos, quienes comprendieron que las condiciones de integración al mercado concéntrico mundial se podían dar en cualquiera de los dos sentidos, y la condición favorable era que uno integrase un mercado y no que el otro lo integrase a su mercado.

-¿Se da lo mismo en la cultura? ¿También cabe la posibilidad de incorporar una cultura o de ser incorporado a otra?

– Ahí está la cuestión. Si partimos de que el desarrollo, la prosperidad y el progreso sólo pueden lograrse en un proceso de oposición a lo que se es porque se es la barbarie, no se puede defender esa realidad, que llaman barbarie, porque el asunto ha perdido perfil nacional para convertirse en una abstracción.
Son estos ciegos los que le reprochan al gaucho su barbarie porque vive en un rancho de barro con techo de paja y sin puerta, en lugar de vivir como un montañés alpino en casa de techo de pizarra, con estufa de piedra y postigos de madera. De un “modo civilizado”. Pero si yo pusiera a un suizo, contemporáneo del gaucho y  todo lo rubio que usted quiera, en medio de la pampa, ese suizo viviría en rancho de paja o perecería.  Porque para sobrevivir, tendría que adaptarse a las condiciones del medio y en la pampa no había madera para cercos ni piedras para alhajar estufas. Es decir, ese modo de vida, que llamaban barbarie, era la forma de la cultura que el hombre de estas tierras había creado dentro de las posibilidades del medio.
Toda cultura, en realidad, no es otra cosa que la victoria del hombre sobre el medio y esta victoria no se logra contra el medio sino en él, adaptándolo y superándolo.
Cuando se partía de la premisa de que había que desechar todo lo propio, se quería proceder no por elaboración sino por trasplante. Y civilización o barbarie –esta antinomia que ha sido el fundamento de nuestra actitud cultural- es el principio de la estafa.
Suponiendo que admitiéramos la posibilidad de realizar el pase de la barbarie a la civilización, hay que cuidar, fundamentalmente: quién, para qué y con quién se da este paso. No funciona la proposición de incorporarnos a la cultura, lo que debemos hacer, lo que queremos hacer, es incorporar la cultura a nosotros.

-Esto exige lealtad y respeto al “nosotros” previo.

-Tiene que haber, como que hay, un “nosotros” previo, una fe en nosotros y un claro pensamiento en nosotros como fin.Como destino. No asumirnos como una abstracción, enriquecer y respetar esto que somos. Pero serlo.

-¿Usted es un intelectual argentino?

-No me haga ser ejemplo de nada, por favor. Y especialmente no me busque reclamando fueros de intelectual, no estoy con aquellos que creen que el intelectual debe tener una consideración, un status, un consenso aprobatorio especial. Un intelectual es sólo un hombre más obligado en todos los terrenos, sólo eso. Me acuerdo que cuando en España mataron a García Lorca, corrió el espanto porque se había asesinado a un poeta.  No, el espanto es porque se mata a un hombre. Al menos ese hombre, por su madurez intelectual, pudo morir por algo, fue, en cierta medida, protagonista de su destino, que no es más aciago o más injusto porque él sea poeta. Esto lo han entendido muchos jóvenes que ya no aceptan ser protegidos por el fuero intelectual y admiten que sus riesgos los corren como hombres; nada reclaman de especial y, con frecuencia, el trato que reciben es tan duro, tan inhumano, como el de cualquier perseguido.  Yo ya no tengo fuerzas ni edad para algunas batallas; sin embargo, no admitiría que me eximan de los peligros que esas batallas encierran los “fueros de intelectual”. No quiero, no admito, ser definido como un intelectual. Sí, en cambio, me basta y estoy cumplido, si alguien cree que soy un hombre con ideas nacionales. Entre intelectual y argentino, voto por lo segundo. Y con todo.

-Volvamos a sus preocupaciones en 1955.

-En ese momento comprendí que se organizaba la destrucción de todo lo que habíamos intentado para construir nuestra propia realidad no como dependencia sino como nación. Temí, sustancialmente, que toda la política increíble que se realizó del 55 en adelante, de destrucción sistemática de todo rastro de lo realizado por el gobierno peronista, de todo rastro de la participación del pueblo en las cuestiones fundamentales, fuera aún más peligrosa que la caída del gobierno. Fuera la caída, la destrucción de una posición propia de los argentinos, para volver a los proyectos de dependencia de que determina una mentalidad colonial. Una mentalidad de incorporación del país a la civilización y no de la civilización al país.
Es fundamental, para comprender el proceso, saber si tenemos que incorporarnos o incorporar. Hace poco, en una mesa redonda en la ciudad de Paraná yo hice una alusión a las dos caras de la escuela normal, aquella que divulgó el alfabeto, y la otra que utilizó el alfabeto como un medio para desnacionalizarnos, es decir, para divulgar la idea de que teníamos que vencer contra la barbarie, en todo caso. Este comentario provocó la objeción de un profesor presente, quien dijo que eso se justificaba porque había llegado el momento de incorporarnos a la civilización. Ahí está toda la clave del problema: ¿nos incorporamos a la civilización o la civilización se incorpora a nosotros? ¿Nos asimilan o los asimilamos? ¿Utilizamos los elementos de la civilización para facilitar un desarrollo propio o, simplemente, nos incorporamos sometidos a un pensamiento, una política y una formación, como colonia para ser utilizada?
Que los grupos de la minoría, representantes de la cultura del establishment –vehículos, a su vez, de la economía de dependencia, de la economía de la división internacional del trabajo- defendieran la tesis de dependencia cultural, es bastante explicable. Pero no es igualmente explicable que también la izquierda recogiera la herencia de “civilización o barbarie” y, partiendo de este supuesto, opusieran a la ideología liberal otra ideología que asumía, igualmente, la necesidad de “civilizar”, la suposición de que el país no estaba en condiciones de realizar su propio proceso sin una civilización previa.En el fondo, y precisamente por el carácter colonial de nuestra cultura, había que pensar que la culturización del país sólo era posible como trasculturización. Las ideologías importadas se movían sobre los supuestos aceptados al hablar de civilización o barbarie: la civilización tenía que venir de afuera, porque civilización y cultura era sinónimos, y el obstáculo a la civilización era la realidad humana, es decir, la barbarie.
Izquierda y derecha razonaban desde afuera y considerando al país irrealizable por sí mismo y para sí mismo, dentro de sus propias condiciones. Se aceptaba como una incapacidad congénita el ascenso por la propia capacitación. La idea básica implícita en civilización y barbarie es la de realizar el país prescindiendo de todo lo que tenía de americano. La inmigración se hace sobre este supuesto, se trata de cambiar la población originaria, indígena, mestiza, española, católica, con todos sus elementos característicos, por una población diferente. La idea retirada de los apóstoles de la “civilización” no es levantar con los elementos de la civilización esa realidad existente, sino aniquilarla para suplantarla.
A esto ha tendido la política de colonización cultural. Por eso el establishment se reservó todo el proceso de la cultura, desde el periódico hasta la universidad, para la acción “civilizadora” que se atribuyó. Esto se vincula, y yo lo hago en el Manual de zonceras argentinas, con otra frase hecha, otra zoncera, que va siempre unida a la zoncera de que hablamos, civilización o barbarie. Me refiero a ese dicho: “El mal que aflige a la Argentina es la extensión”.
Para comprender nuestra historia, hay que entender que el grupo que se llamaba “civilizador” sólo consideraba importante construir un país europeo en América, construir Europa en las orillas del Plata. ¿Qué estorbaba ese calco del proceso europeo en el Plata? La preexistencia de la población con sus propios elementos de cultura, que entonces fueron llamados barbarie, es decir, la preexistencia de una cultura, la propia. En este caso, la inmigración era la solución. Este país difícilmente accesible para el europeo, donde había indios, mestizos y españoles, era un obstáculo; en tanto las amplias llanuras sobre el Plata, sin población o con población muy reducida, podían ser transformadas con la simple inyección de masas inmigrantes.
Digamos que, mientras a través de la política liberal en economía, se organizaba éste como un país dependiente vinculado por el suministro de materia prima a la metrópoli, en este caso, Inglaterra, que realizaba la unidad del mercado concéntrico mundial, por otro lado, a través de la nueva población, se debían reproducir las condiciones culturales de Europa.
El drama de sarmientinos y alberdianos es que les fracasa la colonización humana. Les falla la “inmigración culta”, esa inmigración que debía frenar el modo de vivir propio del país para transplantar una forma de vida alemana, inglesa o escandinava. Ellos, los teóricos de “civilización y barbarie”, partieron del supuesto de que se debía reemplazar a los indígenas, fueran estos criollos, indos o mestizos, por un nuevo pueblo, a la medida de la calidad europea exigida, y esto debía lograrse gracias a los inmigrantes del norte de Europa. Esta es la idea que les fracasó.
Sarmiento llegó, después de ser inmigracionista apasionado, a negar la inmigración; y esto, claro, es porque la oleada inmigratoria no vino de los países que debían traernos la “civilización” europea sino de las naciones que ellos, en su escala de valores europeos, tenían por inferiores. La decepción de Sarmiento es que, en vez de venir ingleses, holandeses o suecos, vinieron italianos, españoles y turcos. Es decir, pueblos que ellos consideraban por debajo del nivel cultural de la “civilización”. Eso, que Sarmiento consideró una desgracia, fue nuestra suerte. Aunque los europeos que ellos apetecían vinieron, pero no como masa pobladora, sino como gerentes. Las masas pobladoras llegaron del Mediterráneo y, según el esquema de los sarmientinos, contribuyeron a acrecentar la “barbarie” que ellos habían creído destruir con el aporte inmigratorio.
Este fue el fracaso de la política colonizadora en cuanto a la destrucción de las condiciones que crean una cultura propia. Homero Manzi, a quien me gusta citar en estos casos, solía decir: La suerte de este país estuvo en el ridículo del cocoliche italiano y el turco simulando el gaucho. Y esto porque en vez de proponerse los inmigrantes como arquetipos, que era la idea básica de los promotores de la inmigración, el gaucho, ese sujeto detractado por los “civilizadores”, resultó un arquetipo para ellos. Y quisieron ser gauchos, aunque arriesgaran el cocoliche. Esos turcos, esos italianos en el ridículo del más carnavalesco Juan Moreira –en toda esa imitación que caracterizó al cocoliche, que es un símbolo ya-, demostraron que la cultura era otra cosa. Porque los asimilaba una escala de valores, un modo de ser del país, y no podían penetrarlo con el modo de ser que ellos traían de afuera; y esto gracias, precisamente, a la incultura que Sarmiento les reprochaba. No trasculturaron porque ellos no venían del proceso dirigente, de aquello que admiraban como “civilización”, se culturizaron aquí, y se culturizaron a contrapelo de los instrumentos de dominación. En ninguna escuela se admitió que el gaucho fuera superior a un italiano o a un gallego, para proponerlo como arquetipo. Todo lo contrario. El arquetipo escolar era el gringo. Pero fueron el gringo y el hijo del gringo los que rechazaron esta hipótesis.
Este es uno de los ejemplos más claros del abismo entre el pensamiento del establishment y el pensamiento del hombre-masa, del sujeto que llega a un país para incorporarse, no para dominar. Quienes no trajeron bagaje cultural que fuera más poderoso que el bagaje cultural que le daba el país, son los que se incorporaron a nuestra cultura, no nos incorporaron a la que ellos tenían.
Hay que permitir que la cultura, los elementos de la civilización, se incorporen como semillas. Insisto: que incorporemos la civilización y no que nos incorporemos a ella. Drieu de la Rochelle señala: “No digan demasiado pronto esto es argentino, esto no lo es. Dejen que los vientos del mundo atraviesen la pampa. Los granos que ella acepte darán plantas argentinas.” Insisto, hay que dejar que los elementos de la civilización se incorporen, pero como semillas. El canto será argentino si tiene eso que sólo se oye en Argentina, si se agregó, al elemento universal, el elemento propio. Porque la semilla habrá germinado en tierra real y fecunda.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar

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