El problema de Carmela, de Graciela Montes

La LIJ argentina también ha dado cuenta del cruce entre la literatura y el humor. En este caso, Libro de arena invita a leer El problema de Carmela, un hermoso relato de Graciela Montes


El problema de Carmela

Dicen que era un barrio tranquilo. Aunque hasta por ahí no más, porque tenía sus cosas. Lo tenía a Macedonio, por, ejemplo, que era tan pero tan friolento que en invierno se ponía medias de lana en las orejas. La tenía a la Gorda, que sabía tocar el piano con el pie y aplaudir con los ojos. Y al perro del panadero, que daba vueltas camero para atrás (y eso que no era de circo). Además había habido una vez un incendio y un ladrón de banderines de bicicletas.


Pero lo que nunca le había pasado a ese barrio era una Carmela Bermúdez con sus cinco gatos. Carmela llegó así no más, en tren, como cualquiera, pero con sombrero de vengodelejos y valija de aquímequedo. Carmela tenía cinco gatos y un problema. Los cinco gatos tenían nombre, por supuesto, además de bigotes largos y cola. Dicen que se llamaban Negra, Pato, Blanquita, Eufemio y Baldomero. El problema, en cambio, no tenía nombre. Era grave.


Resulta que Carmela tenía cara redonda y colorada, bien agarrada con un rodete. Y en la mitad de la cara, más o menos, una nariz chiquita, y abajo de la nariz una boca, una boca enorme, toda llena de dientes y de risas y de ruidos. Y, como tenía boca, Carmela hablaba. Hablaba como hablan todos. Y eso era lo malo. Porque a Carmela, así como así, las palabras se le volvían cosas.


Dicho y hecho; Fíjense. Por ejemplo, Carmela llegó un miércoles de tarde a la estación Florida. Había algo de sol pero del lado de Juan B. Justo se veían venir unas nubes negras. A Carmela se le dio por decirles a los gatos:


—Para mí que hoy llueve a baldes.


Dicho y hecho. Las nubes negras se volvieron decididamente negrísimas. Y cuando el aire se puso oscuro y espeso empezó a llover. Aunque llover no es la palabra. Caían chorros, cataratas, paquetes de agua desde el cielo, que reventaban las macetas y agujereaban los paraguas. Los gatos de Carmela quedaron bastante maltrechos y, como conocían el problema de su dueña, la miraron de costado y le dijeron:


—¡Ufa!


—Y bueno —se defendió Carmela—. Me olvidé. Claro que nadie se dio cuenta de nada y Carmela pudo instalarse en Warnes casi esquina Lavalle sin que los vecinos le guardaran rencor.


Pero después fue empeorando la cosa. En noviembre don Aníbal les dijo a todos que se le casaba la menor, Lucianita.


—Usted queda invitada, Carmela —le dijo don Aníbal el jueves cinco a la mañana—. Y los gatos también. Son muy educaditos.


Carmela fue corriendo a comprarles un perchero a los novios y le dijo de paso a la Gorda:


—Don Aníbal nos invita a todos al casamiento. Va a tirar la casa por la ventana.


Dicho y hecho, porque el día del casamiento don Aníbal se levantó bien temprano, abrió la ventana del comedor y empezó a tirar la casa.


Con las cacerolas, la ropa, el jabón, los libros, el ventilador y los cuadritos no tuvo inconvenientes, pero a las siete el diariero se lo encontró tratando de sacar una cama de abuela con abuela y un ropero de tres cuerpos con espejo ovalado y angelitos en las patas.


No hubo forma de pararlo y la mujer y la hija no tuvieron más remedio que volver a entrar por la puerta lo que él había tirado por la ventana.


Quedaron todos muy cansados. Pero, cansados y todo, el novio y la novia quisieron casarse, y se casaron. Y llegaron los invitados con claveles y volados.


Carmela y los cinco gatos les entregaron el perchero.


—¡Qué útil! — dijo Lucianita, que era muy cumplida.


—Útil y fuerte —les aseguró Carmela—. Les va a durar mil años.


Y dicho y hecho, porque aunque ninguno pudo nunca comprobarlo el perchero ése enseguida tomó aires de llegar hasta 2957 sin dificultades.


Después le tocó a Pato, el gato blanquinegro, colalarga, bigotudo y bueno. A Pato le encantaban las aceitunas, eso era muy cierto. Pero no era para tanto.


Cuando Macedonio llegó de visita a lo de Carmela con dos bufandas, guantes rojos y un frasco de aceitunas, Carmela levantó la tapa, lo llamó al gato Pato y dijo, de puro buena:


— ¿Sabe, don Mace? Cuando ve una aceituna se le hace agua la boca.


Dicho y hecho, pobre Pato. Empezó a chorrear agua por la boca y después llegaron los pececitos y las ranas y el patio se convirtió en una laguna y Pato, muy asustado y subido a un árbol, parecía una estatua de estanque municipal. Menos mal que Macedonio se fue enseguida con el frasco de las aceitunas.


—Siempre me olvido, Patito. ¿Qué le voy a hacer? — decía Carmela mientras empujaba el agua con el haragán—. Lo dije sin darme cuenta.


--¡Ufa!—murmuró Pato tratando de secarse las orejas contra un trapo. Y así todo.


Lo malo es que cada vez había más testigos. Y cuando el incendio en la verdulería del Beto, la Gorda se acordó de que esa misma mañana Carmela le había dicho que el 'Beto echaba chispas porque se le habían estropeado dos cajones de tomates.


Lo mismo cuando apareció la rosca gigante en Warnes y la vía porque Carmela había venido gritando que se había armado una después del choque entre el taxi y el 102.


O cuando le preguntó al chico del almacén si estaba en las nubes que no oía lo que le decían y hubo que bajarlo con la ayuda de un barrilete.


Para no hablar del pobre Macedonio que, según Carmela, estaba flaco como un papel y se fue volando hasta Coghlan un día de mucho viento, ni de Catalina, la mujer del zapatero, que además de enojada quedó con los pelos de punta nomás y tuvo que ir a la peluquería a hacerse una permanente de urgencia.


Muchas calamidades. Líos. Desorden. Palabras que se volvían cosas. Gente que se volvía otra gente.


Todos estuvieron de acuerdo en que algo había que hacer. No es que no se la quisiese a Carmela Bermúdez. Era buenaza, simpática y ayudona, además de alta, gorda y colorada. Los gatos también eran tipos de confianza. Lo único malo era el problema.


—Así no se puede seguir —decían todos.


Pero la veían pasar a Carmela con su sonrisa grande y la bolsa de hacer las compras y dejaban pasarlos días.


Pero la cosa se iba poniendo negra (por suerte eso lo digo yo y no Carmela), y un viernes a la tarde ; fueron todos a Warnes y Lavalle a aclararla. —Vea, Carmela, usted va a tener que irse... Este era un barrio tranquilo.


—Tranquilo, sí. Tranquilo como ag... -—empezó Carmela.


—-Shhhhhhh —dijeron todos a coro, y por suerte atajaron el “...ua de pozo” antes de mojarse.


—-¿No ve, Carmela? Usted es un lío... Bueno, usted no, el problema.


— ¡Sí, que se vaya! —gritó la mujer del zapatero que le guardaba rencor porque no le gustaba como le quedaba la permanente.


—¡Y si no se quiere ir, llamemos a la policía!


—¡Sí, eso, a la policía!


—¡Está prohibido hacer esas cosas!


—¡Más prohibido que comer sandía con vino! Todos gritaban, resoplaban, rezongaban y gruñían.


Carmela los miró y empezó a ponerse triste. Y la gata Negra, que era muy concienzuda, pensó:


“¡Mudamos otra vez! ¡Con lo mal que me caen las mudanzas!”


—Pero esta es mi casa —protestó Carmela—. Ustedes son mi barrio. Ya estoy vieja para viajar tanto en tren. Quiero echar raíces.


Dicho y hecho. Los pies de Carmela Bermúdez empezaron a echar unas raíces gordas que, después de romperle las zapatillas, se hundieron en la tierra.


Todos la vieron tan sola a Carmela allí plantada en medio del jardincito que pensaron que qué se le iba hacer y que, al fin de cuentas, ella no tenía la culpa de su problema.


—Y bueno. Parece que se queda, nomás —dijo la Gorda aplaudiendo con los ojos.


—Sí, mejor que se quede. Si no nos vamos a poner a llorar a mares y se nos van a inundar las calles.


—¡Que se quede! ¡Que se quede!


Carmela sonrió contenta como un árbol de quinotos con toda la fruta.


—Eso sí. Hable poco, Carmela. Es lo mejor —le dijo el Beto, que todavía estaba un poco chamuscado.


—Claro, claro —dijo Carmela sin darse cuenta.


A las diez de la noche, cuando Carmela pudo librarse de sus raíces, todavía brillaba el sol (claro), pero los vecinos igual comían milanesas a la napolitana y pastel de papa, porque ya se habían ido acostumbrando al problema de Carmela.


Los gatos tenían hambre, de leche tibia y de hígado bien cortado, así que empezaron a refregar el lomo, contra los zoquetes agujereados de Carmela.


—Ya voy, michungos. Voy volando —les dijo Carmela arrancándose la última raíz de la zapatilla.


Y ninguno de los cinco gatos se sorprendió mucho cuando la vio a Carmela Bermúdez haciendo la palomita sobre el techo.



En Amadeo y otra gente extraordinaria, de Graciela Montes.



Amadeo y otra gente extraordinaria
Graciela Montes
Alfaguara, 2021.

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