Buscón de un destino
En las ficciones se elucubran los
destinos de los personajes y de sus vidas, como en los sueños los de los
hombres. Libro de arena comparte un fragmento de “Vida de un buscón”, de
Eduardo Galeano.
El río refleja al hombre que lo
interroga
-¿Adónde envío al truhán? ¿He de
mandarlo a la muerte?
Bailan sobre el Guadalquivir, desde el
muelle de piedra, las botas chuecas. Este hombre tiene la costumbre de agitar
los pies mientras piensa.
-Yo decido. Fui yo quien lo hizo nacer
hijo de barbero y bruja y sobrino de verdugo. Yo lo coroné príncipe de la vida
buscona en el reino de los piojos, los mendigos y los ahorcados.
Fulguran los lentes en las aguas
verdosas, clavados en las profundidades, preguntando, preguntones:
-¿Qué hago? Yo le enseñé a robar pollos
y a implorar limosnas por las llagas de Cristo. De mi aprendió maestrías en
dados y naipes y lances de estoque. Con artes mías fue galán de monjas y cómico
de la legua.
Francisco de Quevedo frunce la nariz
para acomodar los lentes.
-Yo decido. ¡Qué más remedio
queda! No se ha visto novela en la historia de las letras que no
tenga capítulo final.
Estira el pescuezo ante los galeones que
vienen, arreando velas hacia los muelles.
-Nadie lo ha sufrido como yo. ¿No hice
mías sus hambres cuando le gruñían las tripas y ni los exploradores le
encontraban los ojos en la cara? Si don Pablos ha de morir, matarlo debo. Él es
ceniza, como yo, que sobró a la llama.
Desde lejos, un niño andrajoso mira al
caballero que se rasca la cabeza inclinado sobre el río. “Una lechuza”, piensa
el niño. Y piensa: “La lechuza está loca. Quiere pescar sin anzuelo".
Y Quevedo piensa:
-¿Matarlo? ¿No es fama acaso que trae
mala suerte romper espejos? ¿Y si se tomara el crimen como justo castigo a
su mal vivir? ¡Menuda alegría para inquisidores y censores! De sólo imaginarles
la dicha se me revuelven las tripas.
Estalla, entonces, un vuelerío de
gaviotas. Un navío de América está echando anclas. De un salto, Quevedo se echa
a caminar. El niño lo persigue, imitándole el andar patizambo.
Resplandece la cara del escritor. En los
muelles ha encontrado el destino que su personaje merece. Enviará a Don Pablos,
el buscón, a las Indias. ¿Dónde, sino en América, podía terminar sus días? Ya
tiene desembocadura su novela y Quevedo se hunde, alucinado, en esta ciudad de
Sevilla donde sueñan los hombres con navegaciones, y las mujeres con regresos.
Fragmento de:
"Vida del Buscón" en Memoria del
fuego I - Los nacimientos
Eduardo Galeano
Buenos Aires, Siglo XXI
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