Fragmento de “Cinismo”, de Sergio Bizzio



Continúa el ciclo "La literatura argentina en el cine del siglo XXI" a cargo de Mario Méndez. En este segundo encuentro se comentará  la obra de Sergio Bizzio y en particular, su cuento "Cinismo" del libro Chicos. Libro de Arena comparte un fragmento de dicho relato.

“Muhabid Jasan es un tipo “interesante”. Su esposa Érika es una mujer “con inquietudes”. Tienen un hijo, Álvaro (15 años, pálido y alto), que representa a una categoría es­pecial: el sensible espontáneo. La gente con inquietudes y la gente interesante puede mezclarse y confundirse; el sen­sible espontáneo es algo único, recortado. Tiene rasgos del tipo con inquietudes, pero nunca resulta interesante. Lo suyo más bien es repugnar. En un extremo está el ge­nio, aquél capaz de convertirse en una industria de produ­cir historia personal, y en algunos casos obra. El sensible espontáneo está en el extremo opuesto.
Álvaro era capaz de hacerte caer desde lo alto de un puente por alzar un brazo hacia la puesta de sol. Mente siempre dispuesta, curiosidad indiscriminada, lágrima fácil, estas son algunas de las características positivas del sensible espontáneo. Las negativas son mucho peores todavía: tor­peza, espíritu poético, carácter de mercurio, hiperadaptable, y algún que otro rapto de impostación maldita. El sensible espontáneo está siempre lleno de buenas intenciones.
Érika, la madre de Álvaro, era economista, pero le in­teresaban también la política, la botánica, la literatura, el sumié, la decoración de interiores, la grafología, los viajes espaciales, el folklore andino, la música, la energía, la mo­da, los lugares exóticos, el budismo zen, el tema OVNI, la pigmentación de telas, la antropología, la psicología, la alimentación sana, y -quizá para sentirse más cerca de su hijo- la informática. El padre de Álvaro era músico de ci­ne. Había compuesto las bandas sonoras de muchos films argentinos y europeos y últimamente estaba ganando mu­cho dinero. Un estudio de Los Ángeles acababa de contra­tarlo para trabajar a partir de marzo en la música de un film exquisitamente perverso, exquisitamente comercial, así que, antes de irse para arriba, se fue a la derecha, a la casa de veraneo de unos amigos en Punta del Este.
Los amigos eran Suli y Néstor Kraken. Suli era homeó­pata y Néstor Kraken sociólogo. Los dos pertenecían a la categoría “interesante”. Eran cultos, eruditos. Por momen­tos incluso inteligentes. Tenían una hija llamada Rocío, de 12 años, con un defecto físico general, muy perturbador si uno está sobrio cuando la mira: es hermosa por partes y horrible en su conjunto. Se diría que da la impresión de haber sido barajada más que concebida. Observarla es meterse de lleno en un vértigo aritmético, de dolorosas combinaciones. Sus ojos, por ejemplo. Un millón de muje­res (y de hombres) querrían tener ojos como los ojos de Rocío, pero ninguno los aceptaría si la condición fuera que vinieran acompañados por la nariz, que a la vez es perfecta (sola). Y así en todas direcciones hasta el final.
Lo perturbador del aspecto de Rocío tenía sin embar­go un atenuante, que era casi una bendición: no encajaba con su carácter. “Si fuese igual por adentro que por afue­ra sería esquizofrénica”, le comentó Muhabid a Érika du­rante el viaje en Ferry, en un momento en el que ambos creyeron que Álvaro dormía. Muhabid estaba preocupado porque iban a pasar dos semanas en la casa de los Kraken, y Álvaro se aburriría como una ostra en compañía de Rocío. Érika no dijo nada; sabía que en realidad la preocupación de Muhabid pasaba por otro lado… Muhabid sospechaba que Álvaro era gay. Y Rocío no le permitía hacerse ningu­na ilusión de sexo para su hijo. Ni se le cruzaba por la ca­beza que Álvaro pudiera sentirse atraído por ella. Era una lástima, una oportunidad perdida.
Pero Muhabid tenía razón; Rocío era una chica total­mente normal (todavía virgen y caprichosa) aunque con una particularidad: era la chica más cínica que había co­nocido. Hasta sus propios padres habían aceptado en al­guna ocasión que Rocío era “un poco agria”.
Durante esa semana, Muhabid, Suli y Néstor bebieron dos botellas de whisky por día y mantuvieron largas con­versaciones muy interesantes que abarcaban el arco com­pleto de las principales actividades humanas. Saltaban de la política al arte con una facilidad de gimnastas, dispa­rando allá y aquí nombres como Hitler, Warhol, Buda, Welles, en los momentos amables -cuando el alcohol o la marihuana les bajaban las defensas y podían permitirse ci­tas y referentes simples-, y pulseando de tanto en tanto con sus erudiciones de la manó de algún Altieri o algún Morovsky, en los momentos en que todos sentían que dos semanas en la misma casa iba a ser demasiado. Érika sólo tomaba agua mineral.
El primer encuentro a solas entre Álvaro y Rocío fue en la playa, al atardecer del segundo día. Hasta ese momen­to Álvaro se había limitado a miraría con temor, y Rocío con desconfianza, A ella le molestaba la actitud de Álvaro, que seguía la conversación de los padres con el ceño fruncido, prestando muchísima atención, como si todo el tiempo es­tuviera aprendiendo cosas nuevas. Era ridículo. De tanto en tanto, incluso, se atrevía a decir algo, pero Rocío se da­ba cuenta de que no eran opiniones sino meras “colabora­ciones” con la charla, y se reía por lo bajo con un gesto de desprecio. Esa tarde, cuando se encontraron por primera vez a solas, lo primero que hizo Rocío fue preguntarle si venía de hacerse la paja.
-¿Por? -dijo Álvaro.
Nunca le habían hecho una pregunta así. Es verdad que Álvaro vivía haciéndose la paja, y que enseguida se sintió descubierto, pero el azar de una coincidencia entre los he­chos reales y una pregunta cualquiera hizo que se sintiera poco menos que violado. Así que no le quedó más reme­dio que ser sincero:
-¿Cómo sabes?
-Se te nota en la cara -le contestó Rocío y lo miró de arriba abajo, como diciendo que también se le notaba en el cuerpo.”


Chicos
Sergio Bizzio
2012, Ed. Interzona.

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