Las escritoras Ema Wolf y Graciela Montes recibieron en Madrid el Premio Alfaguara

En el año 2005, el Premio Alfaguara fue para El turno del escriba, la novela escrita "a dúo", entre Graciela Montes y Ema Wolf. En su momento, la crítica periodística destacó como un hecho notable que dos autoras conocidas de la LIJ argentina, hubieran trabajado durante años en una novela pensada para público adulto. En el marco del mes en el que trabajamos el tópico de las "sociedades creativas" compartimos la entrevista que Silvina Friera les hizo a las autoras, cuando la novela resultó premiada, y que se publicó en Pagina 12.

Por Silvina Friera


Dos mujeres se animaron a compartir un viaje agotador e imprevisible, pero llegaron a buen puerto. La empresa no era menor en el mundo solitario de la escritura. El viaje alude a la manera en que Graciela Montes y Ema Wolf concibieron la novela El turno del escriba, ganadora del Premio Alfaguara, que recibieron ayer, miércoles 13 de abril, en España. Durante cinco años, las dos autoras alternaron la escritura de cada capítulo sobre la historia del encuentro entre un amanuense pisano, Rustichello, con aspiraciones de ser escritor, y el viajero Marco Polo, que coincidieron en la cárcel de Génova del siglo XIII, por entonces una de las ciudades más fuertes del Mediterráneo. Poco a poco, fueron trazando las coordenadas de la narración: después de catorce años de encierro, las esperanzas del viejo pisano se hundían en las cuatro paredes de su calabozo; nadie estaba interesado en el futuro de este rehén de guerra, y él no sabía cómo complacer a sus antiguos empleadores para conseguir que lo liberaran. Pero la llegada de Marco Polo cambiará esas cartas que parecían marcadas: pronto dejará de ser un pobre diablo y se sentirá un predestinado que encontrará en los relatos del afamado viajero la materia prima de un plan, la escritura de un libro que le permitirá conquistar el favor de los príncipes, y su libertad.
Montes y Wolf también conquistaron el favor de los jurados del premio. Ellas bromean sobre la cantidad de materiales que dejaron afuera de la historia. “Podríamos escribir la segunda parte de El turno del escriba”, dice Montes. Lo que se percibe al sumergirse en la lectura de la novela es una estructura aceitada que parece diseñada y escrita por una sola persona. “Aunque no teníamos el final claro, sabíamos en qué dirección íbamos –explica Wolf–. La escritura fue el resultado de decisiones conjuntas, sobre todo en los primeros capítulos. Después, como ya había habido una apropiación recíproca de recursos, era más fácil, había menos cosas que emparejar. Lo que importaba era priorizar el resultado y no nuestros estilos.” No es un tema menor dejar de lado los yeites de un oficio que parece cotizar más en la vidriera de la individualidad y que se cree que rara vez puede ser realizado de a dos o más.
–¿Por qué este ejercicio de escribir de a dos, de consensuar la estructura y el lenguaje, no es habitual en la literatura?
Ema Wolf: –Es una hipótesis, pero supongo que todavía hay una visión muy individualista del escritor, que perduran restos significativos de la filosofía romántica de la inspiración, de la personalidad, de lo expresivo como explosión de la subjetividad. Y, seguramente, una buena dosis de narcisismo.
Graciela Montes: –Cuando uno tiene a otro al lado, y está escribiendo con ese otro, tiene que exponer su escritura, y a veces es un poco inquietante para el ego o para la vanidad. No es tan común escribir de a dos porque es inquietante exponer lo propio en cuanto acabás de sacarlo, sin el amparo de un libro o del aparato crítico.
–En la novela, Rustichello escribe para liberarse. ¿De qué cosas se liberaron ustedes mientras escribían?
G.M.: –Me liberé del exceso de vanidad y de la circunscripción de géneros. Para mí fue una experiencia que amplió mi panorama.
E.W.: –Creo que de los tics, de esas cosas a las que echás mano muy naturalmente y te parecen perfectas y se te ocurrieron una vez hace quince años... y después te das cuenta de que ya está gastado, que tus recursos hay que oxigenarlos permanentemente.
G.M.: –Además, nos permitimos contar una historia tan alejada en el espacio y en el tiempo, lo que también es un acto de libertad porque llevamos nuestra escritura por donde se nos antojó.
–A propósito de la libertad, resulta interesante reflexionar cómo se puede escribir, como lo hace Rustichello, estando preso.
G.M.: –Es cierto, pero además hay que pensar que Rustichello no es un escritor en el sentido pleno, sino que está aprendiendo, que es un artesano. Pero para él, en las condiciones en que se encuentra, escribir ese libro es un salto extraordinario.
E.W.: –Era interesante trabajar esta idea de que el libro que plantea uno de los relatos más dilatados del mundo, de un Marco Polo que estuvo viajando durante años por Asia, se pudo haber concebido en los cuatro muros de una prisión. Buscábamos señalar mucho esta oposición, incluso en los capítulos. Si terminábamos con un capítulo cerrado, puertas adentro, en el tramo siguiente lo abríamos para que entrara la luz.
–¿Y cómo harían ustedes si tuvieran que escribir privadas de la libertad?
E.W.: –No, yo no podría haber escrito como lo hizo Rustichello, encerrada durante 14 años... no, me muero de desesperación (risas). Yo no puedo escribir si estoy mal, no me sale; estar mal más bien me anula porque no encuentro el paliativo en la escritura.
–Mientras ustedes dejaron de lado las vanidades, en El turno del escriba hay un autor que se afirma desde su voluntad, un yo fuerte y autoconsciente de su papel.
G.M.: –Rustichello, como recién llegado a la escritura, tiene todas las inseguridades propias del iniciado, quiere ser famoso rápidamente y quiere salvarse. Y tiene más problemas con los lectores, piensa mucho si los estará complaciendo con lo que escribe.
E.W.: –Además, no es el dueño de la información porque está escribiendo bajo cuerdas, mientras el otro le cuenta. Y eso le da mucho miedo porque no tiene alternativas y tampoco tiene libros adonde ir a buscar información.
–¿Responde a la época o es una invención de ustedes esta conciencia del personaje respecto de sus lectores?
G.M.: –Es propio de la época: las dedicatorias eran muy importantes como también a quién se apelaba, o la elección de los temas.
E.W.: –No te olvides de que los libros circulaban de forma manuscrita, que había amanuenses que copiaban por orden del rey o del príncipe que quería quedar bien con Fulano o Mengano. El contenido de los libros estaba muy controlado.
G.M.: –Si se escribía un libro nuevo, se lo hacía desde una tradición –la de los viajes o la crónica palaciega–; no había una idea de originalidad como la que apareció después.
–¿Y qué importancia tiene para ustedes el lector? ¿Piensan en él como Rustichello?
G.M.: –Nunca se escribe en el vacío, siempre hay un mundo de lecturas al que pertenecés. De manera más o menos inconsciente, hay una incorporación de quién es el público.
–Es frecuente que los escritores digan que no piensan en sus lectores, que escriben para sí mismos. ¿Por qué se produce ese rechazo hacia la figura del lector?
G.M.: –Son lugares comunes. El texto siempre tiene un lector deseado. Algunos son tan narcisistas que creen que solamente escriben para ser leídos por sí mismos (risas). Y aun así, por lo menos hay un lector.
E.W.: –No podés ignorar que hay un emisor, un texto y un receptor. Lo que pasa es que cuando alguien dice que no piensa en el lector, en realidad lo que está queriendo decir, quizás, es que no lo concibe en términos comerciales, que no le importa a qué lector le va a vender el libro.
G.M.: –Aun en obras que en su momento fueron de gran ruptura, como el Ulises, de Joyce, probablemente no encontraron fácilmente sus lectores porque eran demasiado experimentales y el lector estaba esperando otra cosa. Pero eso no quiere decir que el Ulises no tuviera el lector que el libro deseaba; lo encontraría en partes y sería frustrante para el escritor. Pero siempre hay un lector.
–La primera pregunta que se plantea el escriba es cómo atrapar al lector. ¿Cómo lo hacen ustedes?
G.M.: –No tengo muchos recursos. Pero escribiendo para los chicos aprendí a mantener muy tensas las cuerdas narrativas, a no soltarlas, que no se pierda o diluya lo narrado. Para mí la regla de oro es mantener las cuerdas narrativas.
–En el libro, y por el contexto, se defiende la idea de la escritura como un oficio artesanal. ¿Cómo la conciben ustedes: como un oficio o como una profesión?
E.W.: –Para mí la escritura es profesional, pero tiene de artesanal lo minucioso. Quizás en el 1300, la presencia de pliegos de vaca o las plumas le daban algo más artesanal de lo que es ahora con la computadora.
G.M.: –Confieso que tengo un fetichismo con el objeto libro. Sé que en el mundo profesional yo escribo el libro y que cuando entra en la máquina editorial ya no me pertenece, pero sigo ligada al objeto, me cuesta desprenderme.
–Es significativo que hasta ahora sólo se mencionó a Rustichello y muy poco a Marco Polo. ¿Hubo una decisión de restarle protagonismo al viajero?
G.M.: –Sí, elegimos despojarlo, quitarle la palabra. Y lo corrimos hacia ese sitio porque era la dialéctica que se había entablado entre él y Rustichello. En una de esas, Marco Polo en su casa era dicharachero, no se sabe (risas).
E.W.: –El que tiene el poder de discriminar lo que es interesante o no de las historias que le va contando Marco Polo, es Rusti...
–Hablan de “Rusti” como si fuera un miembro de la familia...
G.M.: –Y, son cinco años... no sé si tenemos que contar estas intimidades en la entrevista. ¿Te imaginás? Hasta dormíamos con él (risas).

Fuente: Página/12

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