110 años del nacimiento de Marguerite Duras

Hoy se cumplen 110 años del nacimiento de la narradora, periodista y guionista Marguerite Duras, en Saigón, cuando Vietnam era parte de la Indochina Francesa. Se instaló en París en 1932 y estudió Derecho, Matemáticas y Ciencias Políticas. Empezó a escribir novelas en la década del '40. En 1984 recibió el Premio Goncourt por su novela El amante, (quizá la más conocida), llevada posteriormente al cine por Jean Jacques Annaud.

En Libro de arena la recordamos con dos artículos publicados en Observateur, a fines de la década del '50 e incluidos en Outside, una recopilación de artículos periodísticos editada por Plaza & Janés en 1986. 



Las flores del argelino

Es domingo por la mañana, las diez, en el cruce de las calles Jacob y Bonaparte, en el barrio de Saint-Germain-des-Prés, hace diez días. Un joven que viene del mercado de Buci avanza hacia este cruce. Tiene veinte años, viste miserablemente, y empuja una carretilla llena de flores: es un joven argelino, que vende flores a escondidas, como vive. Avanza hacia el cruce Jacob-Bonaparte, menos vigilado que el mercado, y se detiene allí, aunque bastante inquieto.

Tiene razón. No hace aún diez minutos que está allí –no ha tenido tiempo de vender ni un solo ramo- cuando dos señores “de civil” se le acercan. Vienen de la calle Bonaparte. Van a la caza. Nariz al viento, husmeando el aire de este hermoso domingo soleado, prometedor de irregularidades, como otras especies, el perdigón, van directo hacia la presa.

¿Papeles?

No tiene papeles de autorización para entregarse al comercio de flores.

Así, pues, uno de los dos señores se acerca a la carretilla, desliza debajo su puño cerrado y –eh!, ¡qué fuerte es!- de un solo puñetazo vuelca todo el contenido. El cruce se inunda de las primeras flores de la primavera (argelina).

Ni Eisenstein, ni nadie, están ahí, para captar la imagen de las flores por el suelo que mira el joven argelino de veinte años, escoltado a uno y otro lado por los representantes del orden francés. Los primeros coches que transitan por allí, y esto no puede impedirse, evitan destrozar las flores, esquivándolas instintivamente mediante un rodeo.

Nadie en la calle, excepto, sí, una mujer, una sola:

-¡Bravo!, señores –exclama-. Ven ustedes, si se hiciera eso cada vez, nos libraríamos pronto de esta chusma. ¡Bravo!

Pero viene del mercado otra mujer, que iba tras ella, Mira, tanto las flores como al joven criminal que las vendía, y a la mujer jubilada, ya a los dos señores. Y sin decir palabra, se inclina, recoge unas flores, se acerca al joven argelino, y le paga. Después de ella, llega otra mujer, recoge y paga. Después de ésta, llegan otras cuatro mujeres, se inclinan, recogen y pagan. Quince mujeres. Siempre es silencio. Aquellos señores patalean. Pero ¿qué hacer? Esas flores están en venta y no se puede impedir que se quiera comprarlas.

Apenas han pasado diez minutos. No queda ni una sola flor por el suelo.

Después de esto, los citados señores pudieron llevarse al joven argelino al puesto de policía. 

(Marguerite Duras – France-Observateur 1957)


 La reina Bardot

Aunque quisieran ignorarla, no lo lograrían. Desde el cardenal Spellmam al general De Gaulle, todos la conocen y la reconocen al primer vistazo. Se  puede hablar con ella casi cada día. Inútil buscar la ocasión en la actualidad. Es la actualidad misma. La actualidad francesa incluso para toda una población mundial cuyas aspiraciones sentimentales incluso dependen del cine.
Veinticuatro años. La mayor celebridad cinematográfica del mundo entero. Cien millones actualmente por una película. Resulta que es francesa. Tiene que ser de alguna parte. Es así para ella: es francesa.

Francesa, pues, desciende a los corazones y a los cuerpos, tan pronto con la cara de un admirable golfo de Belleville, como con los ojos de miel de la Turena. Y esto, hasta el Japón. (En realidad ¿qué es de ella en las democracias populares?) Y del Japón o Nueva York, y viceversa, representa  la aspiración  inconfesada del ser humano, del sexo masculino, su infidelidad virtual de un orden harto particular: el que la inclinaría hacia lo contrario de su esposa, hacia la “mujer-de-cera” que podría modelar, hacer y deshacer a voluntad, hasta la muerte incluso.

La llamaremos por su verdadero nombre: La reina Bardot.

A muchas mujeres no les gusta. No la miran de cara.

La miran de través con un movimiento de marcha atrás asustado. Me excuso de tener que decir esto de mis compañeras, pero es un poco la razón de ser de este artículo. Ven en ella a la mujer convertida en calamidad,  que se abate sobre el hombre como el viento. Calamidad tanto más temible en cuanto que es natural, y a la cual ellas, ellas no se pueden comparar, en la medida que se consideran legendariamente beneficiosas para sus hombres.

Pero, negada, echada por las mujeres de sus hogares, la reina Bardot vuelve a la galope a  estos mismos hogares, como si fuera natural…Y, en lo tocante a Francia, sobretodo, donde ella amenaza más de cerca, no hay un salón -sea de Dijon, de París- donde no haya sido puesta en tela de juicio una o varias veces. Incluso a título de esa calamidad natural, como una inundación o una tormenta.

Estas mujeres –a las que no gusta- hasta las últimas semanas tenían recursos contra ella.

Desde En cas de malheur, éstas han quedado enormemente restringidas ennúmeroLo peor ha sucedido: la reina Bardot  representa un papel como nadie podría hacerlo en su lugar, con la perfección de la coincidencia milagrosa. Entones, se dice, como si ella estuviera en la calle. Por supuesto. Es verdad. Se trata de Bardot que llegando directa de la Plaza del Ayuntamiento de Saint-Tropez, ha subido a la pantalla. O, que  si se quiere ha bajado con nosotros a la misma  calle. En Le bijoutiers du clair de lune, se aburría de sí misma.

En En cas de malheur, es feliz de ser Bardot -como una gata con sus pequeños- espléndida, llena, sintiéndo-se al final coincidir con su fama.

Lo siento por aquellos a los que no les ha gustado En cas de malheur.Pero a mí,esta película me ha encantado, me ha encantado que exista la reina Bardot, y su victoria sobre mí, porque hasta ahora, desconfiaba de ella como de una plaga que no hubiera sido tal, falsa, mentirosa y de sociedad. ¡Qué contenta he estado de que sea verdad esa plaga!

De la “ola” que la traía -a ella y a sus compañeros a los que se ha visto históricamente asociada-sólo ha salido ella. Rebasa a partir de ahora todos los condicionamientos y coordenadas de pertenencia a esta ola. Cuando Françoise Sagan en una de sus espléndidas entrevistas, decía de su generación que era más inteligente que la había precedido (maligna me hubiera parecido ser más adecuado, pero quizá me adelanto demasiado), podría parecer que la reina Bardot quedara en realidad excluida de esta ola o de otra cualquiera. Que tiene los pies secos. Las otras avanzan, en su ola, con los méritos reconocibles, más o menos grandes. Ella va sola, como una locomotora de la historia de la mujer o del cine, como se quiera. Ella desafía los méritos y los acuerdos. Más que esto, ella los aplasta. Porque los otros pueden siempre pensar o decir que cambiarán, con la ayuda del tiempo, en tal o cual sentido. Ella no permite expectativa en cuanto a su fuerza, esta permanece estacionaria en el apogeo de crecida ¿Qué será de ella dentro de cinco años? ¿Qué puede importar?

Se tiene que haberla visto andar, bajar del Metro con un tacón roto En cas de malheur, para darse cuenta de que un día tenía que pasarle esta historia.

Debió ponerse sus primeros zapatos de tacón alto -dieciséis años- salir de su casa y andar cien metros: en la primera vuelta, debió suceder. Qué además se pase al mérito, que se niegue de este modo toda la infraestructura moral del mundo, hace mirar  a veces con ojos sucios. Es el caso de la reina Bardot. Las personas piensan que no es culpa de la princesa Margarita ser hija del rey de Inglaterra, no hay motivo para que ella sea tan célebre como la princesa Margarita.

Desde hace mil novecientos cincuenta y ocho años, una mentira orgánica se ha instalado en toda la cristiandad, es sabido. Hombres y mujeres no se atreven a mirar de cara a los espectáculos que los arrojarían a la concupiscencia y al deseo. He oído a algunos hombres decir de la reina Bardot: “Yo no la querría, ni por todo el oro del mundo”. Sí, no hay peligro en emitir este tipo de frase. Además, la esposa mira a su marido, satisfecha. Como la reina Bardot es la encarnación de la amenaza que pesa sobre la institución marital, ¿a qué hombre no le hubiera tentado hacer como Gabin?, atreverse a mirar a ésa en la cara, sería dar pruebas de un valor censurable, horrible. Y, además, tiene mal carácter, añaden.

Mientras Ava Gardner y Rita Hayworth despertaban la tentación de la pasión trágica y mortal (por ser agotadora, no la utilizo, voluntariamente, refiriéndome a ellas), la reina Bardot despierta la del amor adúltero, de ganga. Hace creer que cualquiera puede encontrar a su Reina Bardot. No tiene la  belleza fatal, sino amable Es hermosa como una mujer, pero prensible como un niño. Tiene la mirada sencilla y directa. Se dirige, en el hombre, ante todo, al amor narcisista de sí mismo. Si se me diera una mujer como esta, piensa el hombre, la haría a mi modo hasta la locura. Sería dependiente de mí como nadie, y podría, finalmente por medio de ella, ejercer toda mi voluntad de someter. Pues una mujer perfecta ofrece siempre al hombre, de manera más o menos clara, la nostalgia de la mujer perfectible al infinito, por sus cuidados, una materia sobre la que ejercer, hasta la barbarie, su omnipotencia. La reina Bardot se halla precisamente, donde puede acabar la moral, y a partir de donde se puede abrir la jungla de la amoralidad amorosa. Un país donde el aburrimiento cristiano ha sido desterrado.

(Marguerite Duras – France-Observateur 1958)


Outside
Marguerite Duras
Plaza y Janés, 1989.

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