Cuando la música deja de sonar

Además de reivindicar el justo reclamo de soberanía territorial argentina sobre las Islas Malvinas, el 2 de abril es el Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas. Se recuerda a los soldados que combatieron allí, hace cuarenta y dos años. Muchos no volvieron. Otros regresaron y se encontraron con una sociedad que les daba la espalda. Parecía negarse a entender que más allá de su juventud, del espanto que habían tenido que vivir, sin siquiera una preparación militar adecuada, esos jóvenes eran combatientes de la última guerra anticolonial del siglo XX.
La literatura argentina recorrió y recorre Malvinas. En Libro de arena releemos fragmentos de Rodolfo Fogwill, Sandra Comino y Pablo de Santis.




Por María Pía Chiesino 

 

En abril de 1982, las radios de nuestro país dejaron de pasar música en inglés. La Guerra de Malvinas significó un momento de dolor para el pueblo argentino, en el que, paradójicamente, empezaron de difundirse temas del rock nacional, que habían estado prohibidos desde la llegada de la dictadura en 1976. Empezaba de a poco, y con la sangre de los soldados en el medio, el lento camino a la recuperación de la democracia. De la misma manera que la música, la literatura también acompañó ese camino. El mismo año de la guerra se publicó la enorme, Los pichiciegos, de Fogwill, que la escribió en pocos días, atravesado por el dolor y la locura de lo que se estaba viviendo. 

Después vinieron otras publicaciones de novelas, de obras de teatro o de cuentos que también hablan de Malvinas. Mucho se escribió, y seguramente mucho queda por escribirse. En las Islas quedaron muchos soldados, a los que sus familiares pueden visitar muy de vez en cuando. Al día de hoy, la cantidad de muertos en el continente, se acerca a la de quienes dejaron su vida y sus sueños en el sur. Hay que seguir hablando de Malvinas. Hay que seguir escribiendo acerca de Malvinas. Es nuestra deuda con esos chicos. No olvidarlos, y reconocer su enorme, inmensa, conmovedora valentía. 

 

 

 

 

 

“…con tantas historias de brujería que se dijeron de ellas y todo lo que se agrandaban esas historias y las de los pichis, nadie los iba a buscar más, porque los chicos se pensaban que los pichis también eran aparecidos y los comandantes –si alguien decía que lo rondaba un pichi- creían que era una superstición de la tropa que se inventaba historias poder ilusionarse con algo, a falta de comida. 

Esto se puede confirmar preguntando a cualquiera de los salvados: se hablaba de británicos y de quejas, después se hablaba de las aparecidas y después de los pichis, que según ellos eran muertos que vivían debajo de la tierra, cosa que a fin de cuentas era medio verdad. 

¿O no era verdad que vivían abajo de la tierra?” 

 

Los pichiciegos (fragmento), de Rodolfo Enrique Fogwill 

 

 

 

“…siempre había sido un buen veterinario, que había llegado a entender a los animales a través de señales invisibles para otros. Estudiaba el pelaje, pero también sus huellas, las marcas en el pasto, los árboles cercanos. Sentía que con cada animal enfermaba un pedazo del mundo, y que a él le tocaba la tarea de restaurar la armonía. Así lo había hecho por años y por eso los ganaderos de la zona confiaban en él. Después las cosas cambiaron. A su hijo le tocó primero la marina, luego una base naval en el sur, y finalmente la guerra. Él lo esperó sin optimismo y sin miedo hasta que una mañana un Falcon blanco de la marina con una banderita en la antena se detuvo frente a su casa. Él lo vio llegar desde la ventana. Del auto bajó un joven oficial que caminó con lentitud hacia la puerta, como esperando que en el camino le ocurriera algún incidente que lo hiciera desistir de su misión. Se notaba que nunca había hecho lo que ahora le tocaba hacer, y después de pronunciar un vago saludo le tendió con torpeza una carta con los colores patrios en una esquina, cruzados por una cinta negra. La mano del joven oficial temblaba al sostener la carta donde decía que el hijo del doctor Vidal había sido tragado por el mar, por el mar que nunca antes había visto. 

 

La marca del ganado (fragmento), de Pablo De Santis 

 

 

 

"Una noche nos dimos cuenta de que el enemigo estaba cerca y comenzamos a tirar. Todos observábamos cómo caían. Los agarramos desprevenidos y retrocedieron. Cargaban a los heridos. Ese día, Vetún me dijo que si le pasaba algo, nunca se lo contara a nadie. Me cubría, de rodillas tiraba como si hubiera sido entrenado. En Malvinas éramos casi todos desconocidos, pero nos hermanaba la situación. Otra noche empezó a nevar. El frío era terrible. Combatíamos cuerpo a cuerpo. Cuando estás tirando no te das cuenta, tirás y no pasa nada, estás tieso, pero después, cuando se hace un silencio, allí empezás a tiritar, no sabés si de frío o de miedo. Creo que sentí mucho miedo. Cuando habíamos recibido la orden de avanzar hacia el norte de Darwin, eran más o menos 90 kilómetros de Puerto Argentino, nos alistamos en una cola, tan larga como la que hacíamos para entrar a la cancha. Me llené de recuerdos e hice de cuenta que hacía la cola para entrar a la canchita el domingo y cuando empezamos a avanzar paso a paso en la oscuridad, rezaba.” 

 

Nadar de pie (fragmento), de Sandra Comino 
 

 

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