Marosa Di Giorgio. Veinte años

El 17 de agosto pasado se cumplieron veinte años de la muerte de la poeta uruguaya Marosa Di Giorgio. En Libro de arena la recordamos con el fragmento de una entrevista publicada en No develarás el misterio, un poema de su libro Druida, incluido en Los papeles salvajes, y un fragmento del libro Peregrinaciones profanas, en el que la recuerda su amigo Fernando Noy. El viernes 20 de septiembre además, en el marco de los cuarenta años del Centro Cultural Ricardo Rojas, Noy va a ser parte del homenaje, Marosa 20 kilates, del que participarán también Laura Peralta y Silvia Maldini.






Marosa”, en Peregrinaciones profanas, de Fernando Noy (fragmento).


“Después de descubrirla en la revista literaria Mantrana 7000, donde por suerte coincidimos en publicar nuestros poemas, decidí realizar un viaje relámpago a Montevideo , algo habitual en aquellos tiempos de terrible represión homosexual. (…) 

Para encontrarla simplemente debía pasar por el legendario café Sorocabana que Marosa Di Giorgio usaba como permanente despacho. De paso le llevé algunos ejemplares de Mantrana

No bien llegué a Montevideo, como en trance, me encaminé hacia el lugar.

Marosa estaba sentada en la misma mesa donde después volvimos a reencontranos innumerables veces. El mozo, muy respetuosamente, la señaló como si fuese parte del inventario.

Verla era contemplar un crepúsculo encarnado en su llamarada de cabellos rojizos, anteojos gatunos, ajustada y blanca polera de cuello alto, completamente poseída mientras no paraba de escribir en sus cuadernos. 

(…)

Cuando le pregunté a Marosa si después pasaba todo a máquina, lo negó casi escandalizada. Simplemente copiaba a mano corrigiendo hasta que el manuscrito quedara impecable y luego era entregado a los editores. Incluso así escribió sus últimos libros.

(…)

Después de la merienda, Marosa despidió cariñosamente a madre Clemens, dándole las llaves del cuarto que compartían en la calle Gaboto, dispuesta a aceptar mi propuesta de peregrinar por Montevideo esa misma noche.

Así que me fue paseando por diversos bares y piringundines donde casi todos al verla llegar hablaban con susurros porque sabían de su timidez invulnerable. En una confitería frente al Palacio Salvo, donde después supe que vivía, encontramos a otra mujer muy fascinante que la saludó con gran ternura: Armonía Sommers, una extraordinaria poeta y novelista de la que Marosa me sugirió leyera esa novela descomunal Sólo los elefantes encuentran mandrágora. Hasta que dimos con su amigo Santiago, aquel joven oriundo de Paysandú, que se inmediato nos convidó a visitar su casa. 

Enseguida llegamos. Santiago fumaba marihuana, Marosa no, pero no tampoco le molestaba que nosotros lo hiciéramos. Sólo había aquel delicioso vino rosado  de las botellas heladas que habíamos comprado en un almacén, y suspiraba de placer al escucharme cantar, ya bastante ebrio, los hits recién estrenados por la monumental Elis Regina que le traducía al español.

(…)
Marosa llegó a Buenos Aires pocos meses después

La anunciamos por todos los medios, con afiches y panfletos. El auditorio del Centro Cultural Rojas estaba colmado. Sobre el escenario, cubierto de claveles, rosas y jazmines, que sirvió de alfombra para sus pies descalzos con las uñas pintadas de esmalte rojizo corrido a propósito como si fueran garras, recitó durante más de una hora. Marosa nos llevó hacia la eternidad del placer más insospechado. Al que aplaudir resultaba poco. Uno exclamaba como ante la aparición de esa deidad que, incluso sin saberlo, tanto habíamos esperado. Era una especie de Godot hecho presente.”



Fragmento de la entrevista “Dios es mi poeta preferido”, publicada en Opinar Libros, Montevideo, 4 de diciembre de 1980. Entrevista incluida en No develarás el misterio


“¿Cuánto hace que escribe? ¿Cómo empezó?


Ignoro cómo empecé. Soy nieta de El árbol de los zuecos, hija de los jardines de Salto, que, como se sabe, están unidos. Aquellos pequeños propietarios de Lombardía, de Toscana – en mi caso de Toscana – fundaron las mágicas huertas de Salto en una de las cuales vi la luz en un día de junio, entre naranjas que parecían estrellas y gladiolos caminantes. Estos gladiolos tenían el talle y el rostro de mi madre, Clemen Médici. Los repiten, por siempre, hacia los cuatro rumbos. 


¿Recuerda especialmente alguna otra cosa de la huerta familiar?


Sí, los murciélagos. En el techo. Papá les ofrendaba pequeños cigarrillos plateados; las mujeres poníamos, cerca, clavel y rosa, para que se confundieran de sangre.


Más allá de sus ascendientes italianos, ¿qué ve?


Una honda raíz celta. Estoy segura de haber sido una muchacha druida, en el norte itálico de las Galias, en Irlanda. En el cruce de las dos culturas, celta y cristiana, participé en la confección del Libro de Kells. Y, tal vez, descienda también del Hombre Lobo.


¿Reconoce alguna influencia en su formación y expresión?


La gran enseñanza de Dios. Su despliegue de criaturas, a la vez mortales e inmortales.”




“10”, de Druida, (1959), incluido en Los papeles salvajes.


10 


“Tuvo la casa su edad feliz; antes de la lluvia y cuando las flores; cuando el laurel rosa y el laurel blanco y la magnolia que, para diciembre, fabricaba docenas de tazas de porcelana, y el ceibo con sus orquídeas duras, sus langostas rojas y preciosas, el ceibo como el árbol de una Navidad de héroes, de una Navidad sólo para héroes, y el romero de aroma morado, fuerte, secreto, como un bloque de aroma, y la tenue violeta de los Alpes, y sobre todo las yucas, rodeando todo el olivar y toda la heredad, de grandes y potentes candelabros. 

Cuando mi padre tornaba a la noche con el primer rocío en las sienes, y él venía al lado de mi padre, las astas largas y secas, plateadas también de rocío.

Pero, después llegó la lluvia y. se fueron las flores, y el viento se posó sobre los olivos y entre la lluvia, y como un viejo salmista decía 76 himnos terribles, historias sin principio ni fin, anunciaba ruinas y exterminios, y nosotros corríamos desesperadamente debajo de los árboles, tratando de hallar algo que llevarnos a la boca; y alguna vez me detuve junto a la tumba de Norma, la pobre niña, muerta tantos años atrás¡ pero ahora todas las tumbas y todas las cruces parecían haberse multiplicado; y nosotros íbamos de aquí para allá, tratando de hallar algún hueso, alguna seta que aún no hubiese echado corona de veneno, alguna pobre serpiente. 

Aquel día sólo encontré un huevo; lo llevé hacia el umbral de la casa; pero, mi ansiedad pudo más, y lo partí. Dentro, tres gotas de neblina y una de sangré; nada. 

Los caracoles lo minaban todo; lo ablandaban todo; amanecían hasta en las frágiles ramas del espejo, como rosas negras, como mitades de manzanas negras y sequísimas; abrían, no obstante, a veces, libidinosos, sacando el interior de jalea gris. 

Pensé en mi padre, en el horrible pensamiento que se le había parado sobre las cejas, y en el otro, de seguro, detenido allí a dos, o tres pasos, impasible, triste. Oh, no, no, mi padre no podía matarlo, no podía matarlo, a él no; había trabajado siempre, había labrado la tierra, había traído madera del pueblo, había velado a Norma, durante la larga agonía di Norma, había traído madera del pueblo para enterrar a Norma, había cavado la tierra y ha bía enterrado a Norma, había dormido afuera cuando los abuelos todavía ocupaban un lugar en la casa -cuántas veces a través de la frágil pared le oí la respiración entrecortada por el frío- había ocupado luego un pequeño lugar en la casa; había trabajado siempre y me había amado siempre, sobre todo eso, me había amado siempre, aunque sin rozarme nunca ni siquiera las trenzas. 

En puntas de pie fui hacia el hogar, hacia la pobre llamarada; él estaba allí sentado, el gran cuerpo cubierto de vello negro, los ojos desviados, las astas largas y secas. A través del fuerte pecho su corazón me latió lo mismo y siempre lo mismo: -Te quiero y te quiero. 

Corrí por las habitaciones, pobres, alineadas en línea recta; los aparadores aún guardaban restos de antiguas meriendas -cáscaras de huevos y violetas- porque nadie tenía voluntad para hacer nada. 

En lo hondo vi a mi padre y a mi madre, frente a frente; calzaban rotos velos y rotas sandalias; amarillos ya, parecían dos santos que se hubiesen encontrado al final de una larga travesía por el desierto. Me les arrodillé: -Padre, oh, mi pad;e, -Él mé miró, la negra idea sobre las cejas-. Tú no puedes matarlo, a él no. Mátame! si tienen hambre; a él no. Me quiere y lo quiero. 

Mi padre, la negra idea sobre las cejas: 

-¿Deliras? 

Y me tendió sobre el lecho, y yo ya no tenía fuerzas, se me desmayaron los brazos. Y el mediodía pasó leve arriba de los árboles sin que nadie lo notara. Y lejos en la tarde, lejos, cerca, en algún lugar de la casa, oí un grito horrible; pero, seguí dormida. Después soñé que habían florecido todas las yucas, que se les encendían las velas, los candelabros, como para una gran capilla ardiente.”



Peregrinaciones profanas
Fernando Noy
Sudamericana, 2018.
































Los papeles salvajes
Marosa Di Giorgio,
Adriana Hidalgo editora, 2008.




























No develarás el misterio
Marosa Di Giorgio,
El cuenco de plata, 2010.

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