Versos de la mañana

El misterio de una música, de un nombre, de la palabra poética aparecen en una escritura que comunica lo inexplicable del sentir, del saber, de la percepción. Libro de arena publica un fragmento de la novela Delmira, de Omar Prego Gadea, que habla de la relación de la ficción con la escritura y la lectura.


¿Te das cuenta? El viejo reblandecido escribió eso que después se convertiría en el prólogo del primer libro de aquella niña hecha de carne y sangre de rosas. Claro, sí escribía casi todo el mundo en aquellos tiempos, incluso yo, por supuesto, pero no me negarás que al viejo se le fue la mano. Hay mucho más, déjame que te lea este pasaje y te perdono el resto: “Era una carne que había transformado por una milagrosa metamorfosis de la materia milagrosa, los ingenuos, los gemantes, los inverosímiles cuentos azules de Las mil y una noches, en visiones si tan magníficas y suntuosas, de más sentido humano y más humano soñar. Sus manos de azucena de cinco pétalos tocaban por igual la tierra como el cielo, para buscar los gloriosos atributos con qué recamar sus versos esplendentes: el Azul y el dios cristiano con su corte de soles y de estrellas y sus jardines de nubes; el suelo con sus olas, sus alas, sus flores, sus oros, sus mariposas y sus piedras preciosas. Era una pequeña maga que hacía su reino y su encantamiento con los tesoros inacabables de todas las magias”. Se echa a reír, repone el libro en la biblioteca, fuma, plácido. “¿Qué te parece? ¿Te animarías a escribir de esa manera? Se necesitaría un coraje loco, sin contar el festín que se darían los muchachos de Marcha, en “La mar en coche”.  La tal niña era realmente una belleza impresionante. Yo tenía que salir a hacerle una entrevista a un poeta de cuyo nombre prefiero no acordarme, pero me quedé dando vueltas por la sala de redacción, me puse a pasar en limpio unos apuntes, a ordenar papeles, cualquier cosa que me permitiera verla de nuevo y con la esperanza de que sus ojos  se detuvieran un instante en los míos, uno o dos segundos, nada más, para verla caminar, avanzar con ímpetu, como si tuviera que vencer la resistencia del aire con todo el empuje del cuerpo, cortarlo, abrirse camino a través de  esa voluptuosa resistencia. ¿Ves? Me acuerdo de ese día, de alguna manera vuelvo a él y ya estoy hablando como el Director”, dice, y se me hace difícil imaginarlo joven y empezando a enamorarse de esa muchacha que acababa de conocer. “Pero ni siquiera  me volví cuando escuché el ruido de la puerta y luego los pasos y la voz infatuada del Director. La suya también, que pareció dirigirse hacia donde yo fingía estar muy ocupado con mis papeles, acaso porque en ese momento me estaba mirando, hasta que oí cerrarse la puerta de salida y los pasos perentorios del Director de regreso a su despacho, del que surgió calzándose el sombrero, porque era la hora del aperitivo en El Brasilero. Desde el balcón lo vi atravesar la plaza con su andar hamacado, echado hacia atrás como correspondía a su prosapia. Dos o tres veces lo vi quitarse ceremoniosamente el sombrero al paso de unas señoras, quienes le respondieron con circunspectas inclinaciones de cabeza, casi imperceptibles. No me costó trabajo ubicar el manuscrito encima de su escritorio. En realidad era un cuaderno voluminoso y manoseado. En la tapa, en gruesos caracteres había cuatro palabras, “Versos de la mañana”. Me senté y empecé a leer un poco al azar: Ven oye, yo te evoco/extraño amado de mi musa extraña,/ ven, tú, el que meces los enigmas/ en el vibrar de las pupilas cálidas./El que ahondas los cauces de amatista/de las ojeras cárdenas…/ Ven, oye, yo te evoco,/ ¡extraño amado de mi musa! Seguí leyendo, atrapado ya por aquella música misteriosa, envolvente, asombrado, hasta el final de aquel poema: Ven, acércate a mí que en mis pupilas/ se hundan las tuyas en tenaz mirada,/ vislumbre en ellas el sublime enigma/del más allá que espanta…/ Ven… acércate más…clava en mis labios/ tus fríos labios de ámbar./ ¡Guste yo de ellos el sabor ignoto,/ de la esencia enervante de tu alma!/ Ven, oye, yo te evoco,/ ¡extraño amado de mi musa extraña!
Me dice que leyó todo el cuaderno de un tirón sin poder detenerse: Le resultaba imposible asociar esos versos en los que se podía ya rastrear algunos de los temas nocturnos que la perseguirían hasta la muerte, (el amor, la pasión, el sexo incluso, ardiente, omnipresente, apenas velado) con aquella jovencita que acababa de irse. No la niña etérea, evanescente, imaginada por Medina, pero tampoco la mujer de carne y hueso, de sangre tempestuosa que surgía de aquel cuaderno. Me dice también que tiempo después, cuando leyó un juicio del filósofo Carlos Vaz Ferreirra, se quedó deslumbrado por su pasmosa intuición. Vaz Ferreira, quien no era un poeta, le escribió que él no la juzgaba con criterio relativo: “Si tuviera que apreciarla con ese criterio, teniendo en cuenta su edad, su sexo, los paralelos que puede haber oído entre Los Pocitos y la Playa Ramírez y, en las grandes ocasiones, entre la Manón de Puccini y la se Massenet, entonces diría que su libro es simplemente un milagro. Si usted tuviera algún respeto por las leyes de la psicología, ciencia muy seria que yo enseño, no debería ser capaz, no precisamente de escribir, sino de entender su libro. Cómo ha llegado usted, sea a saber, sea a sentir lo que ha puesto en ciertas poesías suyas es algo completamente inexplicable.


Delmira
Omar Prego Gadea
Alfaguara


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