De colección: The glass menagerie

Cuando la obra habla, a través de sus fragmentos, del autor, de su vida, de sus puntos de vista multiplica el interés. Hoy se cumplen 70 años del estreno neoyorquino de una de las obras fundamentales de la dramaturgia norteamericana: El zoológico de cristal (The glass menagerie). Entre callejones de dudosa ambigüedad, penumbras, rescoldos de melancolía y fracciones de memoria, en la obra se  reconstruye un momento  de la vida del legendario Thomas Lanier Williams, más conocido por el seudónimo de Tennessee Williams.


Por Ernesto Hollmann.


Es la única obra en la que  se refleja parcialmente lo autobiográfico, en una teatralidad no realista y  que incluye como personajes a  su hermana y a su madre. La imagen de  Laura es una visión casi onírica sobre esa hermana mitad real y mitad imaginada, que había sido materia e intuición de un breve cuento llamado “Portrait of a girl in glass”. En él,  describía el hábitat y los síntomas enfermizos y dramáticos de un  ser que paradójicamente sería la parte femenina más liberadora de sus “damas sureñas” y no se ajustaba a las clásicas criaturas femeninas atormentadas por los códigos morales y puritanos bajo los que habían sido educadas.
En la obra, Laura es una muchacha extremadamente tímida y vergonzante (rasgo que acompañaría a Tennessee a lo largo de toda su vida e influiría en toda su obra dramática),  con una leve discapacidad motriz. Esas son las dos características que determinan el nudo central de la obra. Amanda, la madre, es una mujer del sur norteamericano; parangón absoluto de arquetipos en decadencia como Blanche Du Bois, la protagonista de Un tranvía llamado deseo o la madre prepotente y despiadada de El último verano. Mujeres criadas como puritanas pero de corazones frágiles, sólo educadas para ser bellas y etéreas, a  la búsqueda del ideal del hombre inalcanzable. Las mismas que terminan sus días abandonadas por sus maridos, frustradas o, en el mejor de los casos, recordando con nostalgia aquella juventud que se quedó enredada en los pliegues de los vestidos vaporosos de los primeros bailes y en las hojas amarillentas de los carnets.
Tom –el alter ego de Williams- es el presentador de la historia, una especie de “oficiante religioso” que nos relata esta historia que transcurre en los años ‘30. Narra en primera persona su desasosiego con el mundo sórdido y decadente que le ha tocado en suerte. Su vida familiar, la hermana que lo agobia en su carácter de víctima constante, y esa madre posesiva y extremadamente retrógrada en su concepción del mundo. En un diálogo exasperante, Amanda le reprocha a su hijo (que está leyendo a D.H. Lawrence, autor que la ofende profundamente y al que considera un demente), que su oscuro trabajo  como dependiente  en una zapatería le impide expresarse. Tom se fuga para escribir. Se esconde en los retretes y compone versos. Su amigo, que aparece en la obra como el Candidato lo llama “mi pequeño Shakespeare”. Lo único que desea es partir, cómo lo ha hecho su padre. Relata sus deseos de viajar –que no son otra historia que su propia incapacidad de enfrentar el presente-, se encierra para escribir poemas que hablan sutilmente de escapadas nocturnas por bares y  cines;  de encuentros furtivos. En un momento, se abre la caja de los recuerdos y evoca entre bambalinas de marinero a  su hermana Laura, una joven que pone discos viejos y colecciona una selva de animalitos de cristal; tan introvertida y enfermiza que es incapaz de afrontar las cosas más elementales de la vida; recuerda también a su madre, autoritaria y egoísta, que vive sus últimos años añorando un pasado de esplendor que sólo pervive en su imaginación, pero que también es capaz de hacer lo imposible para que su hija no quede encerrada para siempre entre las cuatro paredes de esa decadente casa. ¿Será feliz? ¿O recorrerá  pausada e inexorablemente el camino de la soledad, el abandono  y la desdicha de sus  otras heroínas? El otro protagonista, y quien desencadena la trama de la obra, es el guapo y robusto irlandés Jim, compañero de trabajo  de Tom, a quién Amanda, en su desesperación por encontrar un candidato para su hija invita a cenar, sin saber que es el amor secreto de Laura desde el colegio.
Aquí vale hacer un paréntesis para analizar levemente y componer la imagen masculina que Williams tiene de los prototipos del “macho”. Tom es el clásico hombre dependiente de la virilidad trashumante (su personaje es un marino que lee a D. H. Lawrence, autor que se deleita durante páginas enteras describiendo a bronceados y desnudos mexicanos en La serpiente emplumada  o relatando el movimiento de los culos masculinos y las luchas heroicas de los protagonistas desnudos en Mujeres enamoradas). El deseo primitivo reboza sexo en Kowalski en Un tranvía llamado deseo. El protagonista de Orfeo desciende avasalla en un gallinero… La mayoría de sus personajes masculinos representan fuerzas arcaicas que deleitaban ya en Whitman y que son la contraposición de sus personajes femeninos.  Jim, ese hombrón irlandés y católico,  un poco bruto, bonachón y muy buen mozo, es el perfecto ideal de hombre surgido del sueño de su madre que es el sueño apaciguado del mismo Tom por las mujeres.  
En el segundo acto se desarrolla una de las escenas más bellas, poéticas y crueles del teatro contemporáneo. Acontece el encuentro entre Laura y Jim y se asiste a ese  diálogo exquisito pleno de matices en el que  ella le comenta los horrores pasados cuando iba al colegio y  la atormentaba el ruido que hacia su zapato ortopédico. Evoca cómo se sentía observada escuchando en su cabeza el tronar que producía ese pesado y deformante pie anatómico. Pensando que él –su secreto amor- también era parte de eso. Ahí es cuando  Jim le expone la importancia y el valor  que para él tienen quienes pueden manejarse  con  cualidades especiales, frente a un mundo mercantilizado y carente de sensibilidad, para comprender al prójimo.
En determinado momento la muchacha le muestra una de las más queridas piezas de su colección, un diminuto unicornio de cristal; ese unicornio es el símbolo de lo “diferente”, el cristal es frágil y transparente y  deja pasar la luz por el corazón límpido de Laura. Es en ese momento  cuando Jim comenta lo sólo y triste que debe sentirse junto a los otros caballitos. En un momento de torpeza, el joven  rompe el cuerno del unicornio,  que ya no estará más sólo y  será como los otros. Un caballito más. Jim parte. Le ha confesado  a Laura que está por casarse y siendo un hombre de ley debe ir a buscar a su novia. Antes de que se vaya, ella le regala ese caballito que es su joya predilecta, para que lo conserve como una preciada reliquia. Y a partir de esta decisión, Laura puede intentar ser, por fin una mujer que enfrente su propio lugar en el mundo y la locura agobiante de su madre o, mantenerse como antes y, ya sin salida, volver a ocupar el lugar del unicornio que ya no es tal. La poética envolverá el espíritu de la joven y entre ajados tules las velas de Laura se apagarán para siempre.
Tom también se va para no volver y deja en suspenso el corazón y el alma de su hermana. Recuerda su rostro con remordimiento cuando cree verlo en los cristales de una farmacia; se le hace presente, único e inexorable. Está ahí, perdido en un zoológico de cristal.
Sin duda, la dramaturgia norteamericana ha dado grandes obras entre las décadas del ‘40 y ‘60 del siglo pasado. Recordamos  a Eugene O’Neill y su tragedia familiar de Largo viaje de un día hacía la noche, a Cliford Oddets con The big knife,  a Lilian Hellman y su memorable La mentira infame, al mismo  Arthur Miller y el drama social en  Panorama desde el puente y un largo etcétera. Pero El zoológico de cristal  de Tennessee Williams queda  como una obra imperecedera e inmortal en tres aspectos esenciales: su infinito caudal poético y humano, con diálogos maravillosos que se perfilan en la segunda parte; la confesión individual y colectiva de ambos personajes (Laura y Jim) y la presencia distante de un fantasma que evoca su propia tragedia (Amanda) mientras Tom es casi un muerto que regresa al calvario de su vida donde el derrotero será su propio desamor. Williams hace un acercamiento doloroso sobre su propio pasado,  mostrando durezas propias y delicadezas ajenas en la transversalidad con que encara el personaje de su hermana para que amemos aquello que él mismo no pudo soportar.
¿En que consiste la teatralidad de Tennessee  Williams? Quizá en la propia visión fragmentada de sus sueños,  los recuerdos que se entrecruzan con la poesía pura de la creación. Pese a los otros autores y a  muchos más que  podrían agregarse a esa lista, nadie nunca compuso un teatro de escenas, que muchas veces venían descontextualizadas hasta ser incoherentes en el nudo dramático, (pero con un peso descomunal en sí mismas), como Tennessee Williams. Nadie nunca antes se atrevió a trabajar las tensiones entre la simpleza, la dureza, la tragedia y una honda emotividad. Este es el tema central de toda la maravilla taumatúrgica que es El zoológico de cristal.


* Ernesto Hollmann: nacido en Buenos Aires el 23 de septiembre de 1947. Hizo crítica de cine para las revistas Siete Días, Biógrafo y El Porteño. Ha publicado Hierofanía de Samael (poemas), editado por Faro en 1992.  Fue integrante del FLH en los años '70, participó en el año 2008 de la película "Rosa Patria", de Santiago Loza, dedicada a la vida y la poesía de Néstor Perlongher. Se han publicado, además 12 poemas suyos en la antología Poesía Gay de Buenos Aires-Homenaje a Miguel Ángel Lens, de Acercándonos Ediciones.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El crimen casi perfecto, de Roberto Arlt, Ilustrado por Decur

“Esa mujer”, de Rodolfo Walsh, por Ricardo Piglia

“Cordero asado”, un cuentazo de Roald Dahl