10 años de la muerte de Martha Mercader



 Hoy se cumplen 10 años de la muerte de Martha Mercader, autora de una obra narrativa que incluye  novelas, cuentos (para adultos y para niños), y en la que la historia siempre tuvo una fuerte presencia. La recordamos publicando su cuento inédito "Mamá", en el que se advierten las resonancias del terrorismo de estado.






Mamá

 A veces la veo. Alta, esbelta, con ese pelo enmarañado que ella se empeñaba en no peinar demasiado. La época no era propicia para hacerle a los jóvenes indicadores sobre su aspecto, pero cuando exageraba su estilo de mujer en la selva, yo le decía: “Es evidente que la revolución empieza por la cabeza”. Y ella se reía. Reía con la boca, con los dientes, su risa le resplandecía por todo el cuerpo. Reía con la alegría de sentir carnalmente su juventud. Era muy bella.
  Ahora tendría la edad que yo tenía en ese entonces.
Otras veces, cuando la veo, no ríe. Dice “es una vecina” mirándome con terror contenido, una mirada clave que yo descifro sin pestañear. Siempre tiene veinte años, los años los tenía en el 78. Lo que intento escribir sucedió en 1978, en La Plata, y no sé cómo contarlo. Nos sucedió a nosotras, pero al pasarlo al papel casi me parece una historia ajena.
Aquella mañana, no sé por qué, tal vez fuera un presentimiento, se me ocurrió ir a casa de Mariana sin motivo alguno, sólo para verla a ella y a la nena, lo que al fin y al cabo, era motivo más que suficiente. Pocas veces iba a su casa; prefería que ella viniera a la mía, y que la trajera a Clarita. No me gustaba que se hubiera mudado tan lejos. Las diferencias en el alquiler no serían tan grandes. Para mí, Tolosa era casi otra ciudad. Yo no sabía en qué andaba Oscar, mi yerno, ni quería enterarme. ¿Por qué no duraba en ningún empleo, siento tan inteligente como era? Todo se complicaba en aquella época.
Tomé un colectivo que me llevó hasta la estación de ferrocarril. Después, decidí caminar. Era lindo sentir el aire de la primavera en las tranquilas veredas del barrio.
  Habían alquilado un departamento en la planta baja de un edificio de dos pisos, el último que se abría a un pasillo largo y estrecho, unos doce o trece metros. Mariana me abrió la puerta sonriendo, como si esperara algo muy bueno de la vida.
¡Sabés mamá, hoy Clarita me dijo “mamá”! ¡Apenas tiene ocho meses! ¡Mi hija es una genia!
Me dio mucha alegría ver de nuevo la alegría de mi hija. Le hacía falta. Ella no solía quejarse, pero la vida con Oscar debía ser difícil. Se casaron tan jóvenes y él sin terminar la carrera, y embarazada, a ella nadie quería emplearla. Después, con la nena, le resultó más difícil. Yo le decía, dejámela a mí, yo me puedo hacer cargo de ella algunas horas, pero era imposible combinar bien los horarios, los míos son irracionales, como los de casi todos los profesores del secundario. Además, Mariana es, era, bastante orgullosa y sospecho que quería demostrar que podía arreglárselas sola.
  – ¿Querés un mate?
Pasamos a la cocina y Mariana encendió la hornalla para calentar la pava.
  – ¿Está despierta?
  – Se quedó pipona de tanto mamar y se durmió con el pezón en la boca.
Fui hasta el dormitorio y la contemplé dormir despatarrada en su cuna con la placidez de lo bienaventurados. Mariana se me acercó y puso su mano en mi hombro. Una oleada de felicidad me invadió. Allí estábamos las tres, unidas por una ternura envolvente como una marea silenciosa. Le di a Clarita un beso en la frente, más simbólico que real, casi sin tocarla., porque no quería perturbar su sueño. Volvimos a la cocina y me senté. Mariana se sentó a mi lado, y se quedó callada, algo extraño en ella, siempre inventando cosas para moverse. Sentí que por fin había llegado el momento de dialogar con mi hija como dos mujeres adultas.
 En el dormitorio, Clarita emitió un sonido como una ramita que se quiebra. Me levanté, como para ir a verla, pero Mariana me dijo: “Tranquila, no es nada”.
  No, no era nada, pero me había sonado como un preludio triste.
  Apenas Mariana me cebó el primer mate, oímos retumbar en el pasillo el taconeo de varias botas machistas. Supe sin lugar a dudas que venían hacia nosotras.
  – ¡Abran! ¡Policía!
    Mariana y yo nos pusimos de pie, mudas, aterradas.
  – ¡Sabemos que Mariana López está ahí! ¡Abran! ¡Cuánto antes, mejor! ¡No nos hagan perder la paciencia!
  Imposible escapar. Imposible resistir.
  – ¡Abran o rompemos la puerta!
  Mariana abrió. Tres soldados, con ropa de fajina, entraron apuntando con armas largas. Detrás, un tipo joven, corte de pelo a la americana, camisa bien planchada y campera de cuero, informó:
  – Orden de llevarnos a Mariana López y a Oscar Marino.
  – Oscar no está -dijo Mariana.
  – ¡Revisen!
  Los uniformados recorrieron todo el departamento, lo que les llevó muy poco tiempo. Mientras tanto, el de civil hurgaba displicentemente los cajones y placares de la cocina.
  – Esperaremos hasta que llegue.
  – ¿Dónde está la orden de allanamiento? -se animó a decir Mariana.
  – No te me insolentes. Ya vas a saber lo que es bueno.
  Su voz sonó como un rugido corto, bajo, pero con mucha fuerza. Parecía recién bañado y olía a perfume inglés. Yo sentí mucha culpa por pensar estas cosas, en semejante trance. ¿Soy una desalmada?, me preguntaba.
  En ese momento sonaron varios ruidos secos en el pasillo. Aunque no quisiera admitirlo, tenía que reconocer que habían sido cinco o seis balazos. Mariana intentó salir corriendo pero los soldados la sujetaron.
  Alguien afuera, informó:
  – Le dimos.
  Mariana gritó:
  – ¡Asesinos!
  El de civil ordenó:
  – Llévensela.
  Actuaban mecánicamente, sin perder ni un segundo.
  – ¿Y a ésta?, preguntó uno de los soldados señalándome a mí. Con dos soldados sujetándola por los brazos, Mariana me envió una mirada trascendente, una mirada en clave, dirigida sólo a mí, que yo descifré sin pestañear. En seguida miró a los hombres y gritó:
  – ¡Es una vecina! ¡Déjenla!
  No sé si le creyeron o qué, lo cierto es que se fueron como si yo fuera una cosa que no importaba.
A Mariana la arrastraron hasta el Ford Falcon verde estacionado a la puerta, según me contó el único vecino que se atrevió más tarde a dirigirme la palabra. A Oscar, malherido o muerto, lo habían tirado en el jeep.
Yo corrí hasta la cuna porque Clarita lloraba a gritos. La alcé y la acuné hasta que se calmó. Entonces recostó su cabecita en mi pecho, como buscando la teta y balbuceó “mamá”.
  Desde ese día fui la mamá de mi nieta.


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