80 años del nacimiento de Coetzee

Ayer cumplió 80 años John Maxwell Coetzee, el gran autor sudafricano, ganador del Premio Nobel de Literatura 2003. Celebramos la fecha con una nota de Celina Lobos, y un fragmento del comienzo de la novela Esperando a los bárbaros


Por Celina Lobos *
El 9 de febrero, John Maxwell Coetzee hubiese cumplido 80 años. Resumir su trayectoria literaria, académica y de vida en pocas líneas es una tarea imposible.
Pero más allá de las limitaciones espaciales, podemos aproximarnos a su obra partiendo de lo que ha sido su propia vida, porque, a pesar de las teorías que diferencian a autor y narrador, es innegable que su experiencia vital es la que define su vasta producción.
En este sentido, tal vez el topic que con más insistencia atraviesa su escritura es el de la imposibilidad de neutralizar la violencia nacida y alimentada en los procesos colonialistas, violencia que no puede ser desarraigada, a pesar de los movimientos independentistas, y que en Sudáfrica, su patria de nacimiento, halla su expresión más extrema en las políticas de apartheid, impuestas, de hecho, mucho antes de 1910, cuando la Unión Sudafricana logra su autonomía interna dentro de la Commonwealth británica, y casi contemporáneas al proceso de colonización británica. El apartheid terminará legitimándose en 1959 con la creación de los batunstanes, reservas étnicas destinadas a mantener bajo control del Estado, y aislada de las minorías blancas, a la población negra. Un remedo edulcorado de los guettos nazis.
Si consideramos que estas formas de segregación cayeron recién en 1994, tenemos a un Coetzee que transita más de la mitad de su vida en estado de observación aguda y crítica de una Sudáfrica que no ha logrado extirpar de raíz la discriminación, una Sudáfrica, ahora, con un neocolonialismo aggiornado a las exigencias de estos tiempos.
Coetzee sabe, porque ha sufrido en carne propia los intentos de censura de su obra en su país natal, que con un decreto no se cierran las heridas profundas que ha dejado la violencia del colonialismo, y que esta se enmascara en formas más sutiles, más “políticamente correctas”, más simbólicas. Y la lengua es, para quien se ha criado escindido entre dos culturas, -la anglosajona y la afrikáners, la del opresor y la del oprimido-, el instrumento creador de sentido que sobrevive como herramienta y mecanismo de sumisión. Tal vez en esto resida la razón por la cual decide, en sus últimas producciones, utilizar el español como el idioma en el que se editarán sus obras, aunque luego sean traducidas a otras lenguas, incluido el inglés.
Es una decisión estética, sí, pero también política, que asegura que “nace de mi distanciamiento de la visión del mundo de los anglohablantes y del peligro de que las opiniones que ese idioma tiene sobre el mundo se conviertan en globales, algo en absoluto bueno”.
 En 2003, la Academia Sueca le otorgó el Nobel de Literatura por “la brillantez a la hora de analizar la sociedad sudafricana “.  Pero la obra de Coetzee trasciende las fronteras de Sudáfrica, y no solo porque sea leída con avidez en todo el planeta, sino por la universalidad de sus personajes y ambientes. Ese magistrado de Esperando a los bárbaros, ese “imperio” que tortura y asesina movido solo por el pánico a lo diferente y desconocido, pueden asimilarse a contextos tan diversos como africano, el latinoamericano e incluso el europeo; esos seres sumidos en un maremágnum de tragedias personales, como el profesor de Desgracia, que termina, a fuerza de fracasar en sus intentos de explicarse y justificarse verbalmente,  asumiendo que la lengua, la que él enseña como instrumento privilegiado, no alcanza para comunicar lo que habita en las profundidades de cada ser, es uno y es millones a la vez. ¿Quién no ve en Simón y David, los protagonistas de La infancia de Jesús, a los cientos de miles de desplazados que hoy se amontonan en las fronteras de Europa, a la espera de una nueva vida?
Podríamos seguir así indefinidamente, escribiendo miles de páginas que direccionen al lector a sus textos, apelando a la descripción de su prosa llana y precisa, de sus diálogos descarnados y punzantes, de su estilo limpio y sin veleidades discursivas.  Pero nos basta con esto: ayer Coetzee cumplió 80 años, y sigue escribiendo, sigue creando mundos posibles, sigue haciendo de su obra un llamado desesperado, no carente de belleza, a una humanidad cada vez más deshabitada de amor y de compasión, sigue señalándonos el lugar en el que estamos parados cuando aceptamos al otro con sus diferencias, o cuando nos negamos a reconocer la alteridad. A Coetzee hay que leerlo. Y punto. Es un imperativo ético.
Compartimos un fragmento del comienzo de Esperando a los bárbaros:
—No tenemos instalaciones para los prisioneros —aclaro—. Aquí no se cometen muchos delitos y las penas se limitan a multas o trabajos forzados. Como puede ver, esta barraca no es más que un almacén anexo al granero—.
Dentro la atmósfera es sofocante y maloliente. No hay ventanas. Los dos prisioneros están atados en el suelo. El mal olor proviene de ellos, un olor de orina de varios días. Hago venir al centinela—: Haz que estos hombres se laven, y date prisa, por favor.
Conduzco a mi acompañante a la fresca penumbra del granero.
—Esperamos obtener tres mil brazadas del terreno comunal este año. Sólo sembramos una vez. Hemos tenido mucha suerte con el tiempo —hablamos de las ratas de cómo controlar su número. Cuando volvemos a la barraca huele  aceniza húmeda y los prisioneros esperan de rodillas un rincón. Uno es un anciano, el otro un muchacho—. Los apresaron hace unos días —le digo—. Hubo una escaramuza a doce kilómetros escasos de aquí. Es raro. Normalmente se mantienen alejados del fuerte. A estos dos los detuvieron después. Dicen no tener nada que ver con el ataque. No lo sé. Puede que digan la verdad. Si quiere a hablar con ellos, naturalmente, puedo ayudarle a traducir.
El muchacho tiene la cara hinchada y magullada y un ojo cerrado por la hinchazón. Me agacho delante de él y le doy una palmadita en la mejilla.
—Escucha, muchacho —le digo en la lengua de la frontera—, queremos hablar contigo.
No responde.
—Está fingiendo —replica el centinela—. Entiende todo.
—¿Quién le ha pegado? —pregunto.
—Yo no fui —responde—. Estaba así cuando llegó.
—¿Quién te ha pegado? —le pregunto al muchacho. No me escucha. Mira
fijamente por encima de mi hombro no al centinela sino al Coronel Joll, que está
su lado.
Me vuelvo hacia Joll.
—Probablemente nunca ha visto nada parecido —hago un ademán—. Me refiero a las gafas. Debe de creer que usted es ciego —pero Joll no me devuelve la sonrisa. Delante de los prisioneros hay que mantener un comportamiento determinado.
Me agacho delante del anciano.
—Abuelo, escúcheme. Les hemos traído aquí porque les detuvimos después de un robo de ganado. Usted sabe que se trata de un asunto serio, que les pueden castigar por ello.
Saca la lengua para humedecerse los labios. Tiene el rostro pálido y agotado.
—Abuelo, ¿ve a este caballero? Ha venido de la capital. Recorre todos los fuertes de la frontera. Su cometido es descubrir la verdad. Es lo único que hace. Descubrir la verdad. Si no habla conmigo tendrá que hablar con él. ¿Me comprende?
—Excelencia —me dice. Emite un sonido ronco y carraspea—. Excelencia, no sabemos nada de los robos. Los soldados nos detuvieron y nos ataron. Sin razón. Veníamos hacia aquí para visitar al médico. Este es el hijo de mi hermana. Tiene una herida que no sana. No somos ladrones. Enseña tu herida a su excelencia.
Ágilmente, con los dientes y una mano, el muchacho empieza a desliar los harapos que vendan su antebrazo. Las últimas vueltas, apelmazadas por la sangre y el pus, están pegadas a la piel, pero, no obstante, levanta los extremos para mostrarme el cerco rojo e inflamado de la herida.
—Miren —dice el anciano—, no se cura con nada. Le traía al médico cuando los soldados nos detuvieron. Eso es todo.
Regreso con mi acompañante a través de la plaza. Tres mujeres que vuelven de la alberca con baldes llenos de colada sobre la cabeza se cruzan con nosotros. Nos miran con curiosidad manteniendo el cuello erguido. El sol abrasa.
—Son nuestros únicos prisioneros desde hace mucho tiempo —le digo—.
Una casualidad: en cualquier otra ocasión no hubiéramos podido mostrarle ningún bárbaro. Esto que llaman pillaje no es muy grave. Roban algunas ovejas, o bestias de carga de las caravanas. A veces realizamos redadas como escarmiento. Se trata sobre todo de parias de las tribus con pequeñísimos rebaños propios que viven a orillas del río. Esto se convierte en su forma de vida. El anciano dice que venían para ver al médico. Puede que sea verdad. Nadie hubiera admitido a un anciano y a un muchacho enfermo en una cuadrilla de ladrones.
Me doy cuenta de que estoy defendiéndoles.”


*Celina Lobos es vive en Chubut. Es  Licenciada en Letras de la U.B.A, y trabaja como editora, correctora de estilo y traductora literaria con editoriales argentinas y del exterior.






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