La Argentina en pedazos

En marzo de 1993, Ediciones de la Urraca editó La Argentina en Pedazos, para la colección de la revista Fierro. Es una revista/libro, que presenta una selección de textos de la literatura argentina, adaptados e ilustrados en formato de historieta. Los textos fueron elegidos por Ricardo Piglia. Participaron ilustradores como Alberto y Enrique Breccia, El Tomi, Carlos Nine y Solano López, entre otros. El titulo juega con el despedazamiento de los textos, necesaria para adecuarlos al formato elegido, y también a la presencia de la fragmentación nacional y de la violencia, en textos clásicos de la literatura argentina. Compartimos el texto introductorio de Piglia a “La gallina degollada”, de Horacio Quiroga, y algunas imágenes de la historieta, que fue adaptada por Carlos Trillo e ilustrada por Alberto Breccia.





Quiroga y el horror, por Ricardo Piglia.

Los hermanos sean unidos. “La gallina degollada” es una pequeña obra maestra del horror familiar. Una especie de fábula tenebrosa sobre la niñez y el parentesco. En el centro  del relato está la disputa sobre la herencia y la culpa: ¡los desarreglos del abuelo paterno o el pulmón picado de la madre son los responsables de la sucesión alucinante de hijos idiotas?. Consultado, el médico, que es una figura clave en el texto deja abierto el enigma: lo que nadie duda es que la sangre familiar transmite el mal. Toda la sangre que circula en el cuento y que lo cierra con una marea roja remite a los lazos sanguíneos que vincula a los parientes y los ata en un destino trágico. 
Dos historias. Como en todo cuento clásico en “La gallina degollada” se narran dos historias. La historia de la sucesión de hijos idiotas y la historia del asesinato de la hija. El efecto y la sorpresa final se construye produciendo una conexión inesperada entre las dos anécdotas. Esta fórmula, aprendida en Poe y en Maupassant, está en la base del arte de Quiroga. Sus mejores cuentos (“A la deriva”, “La insolación”, “El alambre de puas”) son variaciones sobre la condensación extrema de dos historias en una: Quiroga es un maestro del género y se entiende que Borges lo trate con una condescendencia irritada.

Breves folletines. Por lo demás Quiroga es un gran escritor popular. Una especie de folletinista, como Eduardo Gutiérrez, que escribe miniaturas. Toda su poética efectista y melodramática se liga con lo que podríamos llamar el consumo popular de emociones. En este sentido sus cuentos son una suerte de complemento muy elaborado de las páginas de crímenes que se iban a desarrollar en esos años en Crítica y que encuentran hoy su lugar en el diario Crónica. Sus relatos tienen a menudo la estructura de una noticia sensacionalista: la información directa aparece hábilmente formalizada sin perder su carácter extremo. 
Una revista. De hecho Quiroga no hace sino trasladar a la argentina la gran tradición de un género que evoluciona directamente ligado al periodismo. Todo el desarrollo moderno del cuento se liga a la demanda estricta de la página literaria de los periódicos. En la literatura norteamericana por ejemplo la historia del cuento desde Poe hasta Barthelme pasando por Faulkner y Fitzgerald no se puede desligar de la demanda de revistas como The Saturday evening Post o New Yorker. Quiroga pertenece a esa línea y en esto es casi único en el Río de la Plata. A partir de 1905 publica más de cien relatos en la revista “Caras y Caretas” y va ajustando la forma de sus cuentos a las exigencias estrictas de la página del seminario. Varias veces Quiroga se ha referido a la importancia de Luis Pardo, jefe de redacción de la revista, que llevaba su exigencia de síntesis y condensación “hasta un grado inaudito de severidad”.
El oficio de cuentista. “Todo lo que tenía el cuentista para caracterizar a sus personajes, colocarlos en el ambiente, arrancar al lector de su desgano habitual, interesarlo, impresionarlo y sacudirlo, era una sola y estrecha página de la revista. Mejor aún, 1.250 palabras. El que estas líneas escribe”, escribía Quiroga, “debe a Luis Pardo, el destrozo de muchos cuentos por falta de extensión; pero le debe también en gran parte el mérito de los que han resistido”.
Una selva literaria. El periodismo supone una exigencia formal ce concentración y síntesis pero exige  también una renovación constante de la temática. Durante largos períodos Quiroga publica
hasta tres cuentos por mes en Caras y Caretas. ¿Cómo hacer para no repetirse? En este sentido el gesto mítico por excelencia en la vida de Quiroga, su traslado a Misiones y su retiro de la sociedad, puede ser pensado desde esta óptica. Viaje iniciático, fuga de la civilización, utopía a la Robinson de vida natural, el hecho de que Quiroga se radique en la selva misionera en 1910 debe ser visto también como un modo de renovar su literatura y mantener el interés del mercado. Una forma de experimentar con su vida para buscar nuevos temas y nuevas experiencias que permitan sustentar la fábrica de cuentos. La selva con todo su prestigio literario es un espacio especialmente atractivo para la imaginación de Quiroga.
La novela gótica. El crítico norteamericano Leslie Fiedler ha hecho notar que la selva es el lugar por excelencia de la novela gótica en América… “En Europa la novela gótica es contemporánea de la
ascensión de la burguesía y sus personajes huyen de los símbolos del orden feudal perfectamente resumidos en la imagen del castillo en ruinas. Ahora bien, ese esquema en América no puede ser
traspuesto del mismo modo pues allí evidentemente no hay castillo en ruinas. Lo único antiguo en el Nuevo Mundo es la selva. La novela gótica americana deberá, pues, encontrar imágenes terroríficas en la selva y en sus habitantes”.
La tentación del horror. Desde esta perspectiva habría que releer a Quiroga; sus cuentos renuevan su temática, ofrecen a los lectores de la ciudad la experiencia brutal de la naturaleza primitiva sin perder nunca la fidelidad a esa vertiente melodramática y sensacionalista, gótica digamos, que está en el centro de su concepción de la ficción. De allí que en sus mejores cuentos el gusto por el horror y el exceso lo salven siempre de la tentación monocorde del naturalismo social.


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