Un sueño no es un sueño

Hoy se cumplen 60 años de la trágica muerte de Albert Camus en un accidente automovilístico. En la última parte de Devoción, publicado en 2018, la cantante y escritora estadounidense Patti Smith, relata sus sentimientos frente a la experiencia que vivió, ante la mesa de trabajo y frente al último manuscrito del gran autor argelino. Compartimos un fragmento de ese capítulo. 




La luz baña un escritorio en el que hay un cenicero, una pluma y un taco de folios. El escritor se inclina sobre la mesa y coge la pluma, y con ese gesto deja el mundo que fluye al otro lado de la pesada puerta de madera, con dos grifos gemelos tallados que mantienen en equilibrio una corona flotante. La habitación está en silencio y, sin embargo, el ambiente está cargado, la sensación de unos cuernos que entrechocan.

Fuera, una niña se acuclilla debajo del aprensivo presagio del heraldo, que parece emitir un suave resplandor rojizo. Se imagina que oye el rasgueo de la pluma de su padre. Espera furtivamente hasta que la pluma deja de rasgar, porque sabe que entonces él abrirá la puerta, la cogerá de la mano, bajará con ella las escaleras para prepararle un chocolate.

¿Por qué se siente alguien llamado a escribir? Para apartarse, protegerse en la crisálida, disfrutar del rapto de soledad a pesar de los deseos de los demás. Virginia Woolf tenía su habitación propia. Proust, sus ventanas cerradas. Marguerite Duras, su casa silenciosa. Dylan Thomas, su modesto cobertizo. Todos buscaban un vacío que empapar de palabras. Las palabras que penetrarán un territorio virgen, probarán combinaciones imposibles, articularán el infinito. Las palabras que formaron Lolita, El amante, Santa María de las Flores.

Hay pilas de cuadernos que delatan años de esfuerzos baldíos, euforia desinflada, un incesante paseo por los tablones del suelo. Debemos escribir, embarcándonos en una miríada de esfuerzos, como si domásemos un potrillo obstinado. Debemos escribir, pero con esfuerzos constantes y una pizca de sacrificio: para canalizar el futuro, para revivir la infancia y pata poner las riendas a los disparates y los horrores de la imaginación con el fin de ofrecérselos a unos palpitantes lectores. 

Cuando todavía estaba en París, recibí una invitación de la hija de Albert Camus, Catherine, para que fuese a visitar la casa familiar del escritor en Lourmarin. Pocas veces voy a casa de gente, pues, a pesar de la hospitalidad ofrecida, suelo experimentar una sensación de enclaustramiento de presión imaginaria. Casi siempre prefiero el cómodo anonimato de un hotel. Pero en este caso acepté; era todo un  honor para mí. (…)

El antiguo caserío, en el que en tiempos criaban gusanos de seda, había sido adquirido con el dinero del Premio Nobel de Camus, para que les sirviera de segunda residencia, fuera de París. Llevaron mi pequeña maleta a la habitación que en origen pertenecía al propio Camus. En cuanto miré por la ventana, me resultó fácil saber qué lo había llevado hasta allí. El sol desnudo, el olivar, los retazos, de tierra seca moteados por grupitos de flores silvestres amarillas, todo era similar al entorno natural de su Argelia natal.

Su habitación era su santuario. Allí era donde había trabajado en su obra maestra inacabada, El primer hombre, para desenterrar a sus ancestros, reclamar su génesis personal. Escribía sin interrupciones, detrás de la pesada puerta de madera, con la silla de dos grifos gemelos que sujetan una corona. No me costaba imaginarme a una joven Catherine repasando las alas de los grifos con el dedo, deseando con fervor que su padre le abriera.

Yo tenía catorce años cuando Camus perdió la vida en un nefasto accidente de coche. En las noticias posteriores salieron imágenes de sus hijos y una descripción de su maleta, que encontraron en un campo bajo la lluvia junto a la escena y que contenía su último manuscrito. Ocupar, aunque fuese por poco tiempo, la habitación en la que había escrito esa obra era una lección de humildad.

Amueblada con modestia, presentaba varias estanterías abarrotadas con una selección de sus libros. Un pack en tres volúmenes de Diarios de Eugéne Delacroix, Cartas de Gauguin, La vida de Mahoma, Le viol des foules, la escalofriante opinión de Serguéi Chajotin sobre el abuso de las masas a través de la propaganda política. Antes de bajar las escaleras, regresé a la ventana. Al otro lado del campo, en algún lugar pasados los cipreses, podía accederse a un cementerio donde Camus descansa en paz junto a su esposa, con el nombre algo erosionado, como si la naturaleza hubiese escrito su propia historia. (…)

La hija de Camus entró y colocó el manuscrito de El primer hombre en el escritorio, ante mí. Luego fue a sentarse en una silla con el fin de dejar la distancia suficiente para que yo pudiera sentirme a solas con el documento. Durante la siguiente hora tuve el privilegio de examinar el manuscrito completo página por página. Estaba escrito de su puño y letra, cada una de las páginas daba la sensación de unidad inquebrantable con el tema. Era imposible no dar las gracias a los dioses por proporcionar a Camus una pluma sincera y sensata.

Pasaba las páginas con sumo cuidado, maravillándome ante la belleza estética de cada una de las hojas. Las primeras cien páginas con marcas de agua tenían el nombre de Albert Camus grabado en el lateral izquierdo; las restantes no estaban personalizadas, como si se hubiese cansado de ver su propio nombre. Había marcado algunas páginas con su segura forma de señalar, había revisado a conciencia ciertas líneas y algunos fragmentos estaban tachados por completo. Se percibía una concentración extrema en la tarea y el corazón acelerado que había animado las últimas palabras del párrafo final, el último que escribiría.”

Devoción
Patti Smith
Lumen, 2018.

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