Saludos, amigos

Este es un buen mes para recordar a Walt Disney, que nació un 5 de diciembre de 1901 y murió un 15 de diciembre también, pero de 1966. En el especial Magic Kingdom para Bibliotecas para armar, revisaremos el viaje que Disney hizo a Argentina durante la Segunda Guerra Mundial.



Por Laura Ávila


Hollywood y las guerras siempre se llevaron bien. El cine norteamericano se fue sofisticando tanto en las primeras décadas del Siglo XX, que para 1939 ya era un poderoso sistema cultural, un aceitado dispositivo de propaganda. 

El inicio de la Segunda Guerra se encontró con un EEUU en situación neutral, aunque por fuera de los conflictos bélicos, los negocios armamentistas y diplomáticos prosperaban. Norteamérica le temía a los alemanes y buscaba cortar sus proyecciones ideológicas en otros lugares del mundo. Al presidente Roosevelt le preocupaban los países sudamericanos. ¿Acaso no habría simpatizantes nazis en lugares tan lejanos como Brasil y su capital, la ignota Buenos Aires?

Buscando terminar con esa amenaza, en 1941 Roosevelt y su mayor capitalista, Rockefeller, decidieron invertir en propaganda para adoctrinar a los países del Cono Sur. Para eso llamaron a Walt Disney.


¿Y quién era Walt Disney? 

Ante todo, un hombre que sabía dibujar. Nacido en Chicago, cuarto hijo de Flora y Elías, dos inmigrantes que se instalaron en una granja de Kansas, Walt tuvo el don desde muy chico.

Dibujaba en la escuela y en sus ratos libres. En el establo y en la mesa de la cocina. De vez en cuando ligaba algún tortazo del padre, que no podía comprender qué hacía tanto tiempo sentado. Sus garabatos le parecían cosas de amanerado

Cuando don Elías se enfermó y no pudo sostener más la granja, compró la ruta de un reparto de diarios. A Walt le vino bien leer las historietas y hacer versiones de los personajes que salían en las contratapas, aún al costo de quedarse dormido en clase, porque con su hermano mayor arrancaban el reparto a las cuatro de la mañana. 

Estudió historieta y animación por correspondencia. Cada vez se entendía menos con su papá, así que apenas terminó la secundaria se fue de su casa. Se enroló como voluntario en la Primera Guerra. Lo bocharon porque no tenía los 18 cumplidos, pero logró que lo llevaran como ayudante del personal de enfermería.

Cuando terminó la guerra trabajó en una agencia de publicidad, compró un equipo usado y se dedicó a hacer animaciones experimentales. Así nació su primer personaje: el conejo Oswald, que tuvo mucho éxito pero que le robaron sus primeros productores.

Walt se deprimió, pero su hermano mayor le sugirió que cambiara un poco el dibujo y volviera a la carga. Walt le redondeó las orejitas al conejo y así nació Mickey Mouse, en 1928. Ahora los capitalistas eran él y su hermano, nadie iba a meterse con sus ganancias.

Hizo publicidades a manos llenas, cortos que se veían en el cine, proyecciones con consejos para escuelas, material educativo, spots animados para el gobierno. 

En la cabeza tenía la idea de producir un largometraje con dibujos animados, aunque todo el mundo le decía que era imposible, por el trabajo y la cantidad de mano de obra que necesitaría. Un día un animador le contó que en el lejano Cono Sur, en Argentina, habían filmado una película larga así, cuadro por cuadro. 

Disney quedó obsesionado con nuestro país desde entonces. El segundo corto de Mickey, The Gallopin’ Gaucho, sucedía en las pampas, lugares que Walt no conocía más que en su imaginación. El ratón bailaba un tango con Minnie en una  cantina y galopaba sobre un ñandú.

Walt Disney era bueno y efectivo. Fue sumando mesas de trabajo. Para fines de 1940, ya tenía un ejército de animadores  y su primer largo animado estrenado, Blancanieves

Había logrado su sueño y estaba en la cresta de la ola, pero no todo era luminoso. Le debía muchísimas horas extras a sus trabajadores y no los dejaba afiliarse al único sindicato que había por aquel entonces, el Screen Cartoonits Guild, el primero de la industria de la animación.

Disney echó a los que organizaban el reclamo. Los animadores le respondieron con una huelga atroz que paró su nuevo proyecto, Pinocho.   

En ese contexto fue que Roosevelt lo convocó a la Casa Blanca. 

Disney ya había hecho cositas para él, pero no se esperaba lo que le propuso: viajar a Sudamérica en una gira de buena voluntad. La idea era mostrar las bondades del sueño americano en esas tierras salvajes, pero también acopiar información sobre la cultura de los países que visitaran, y sobre todo, de espiarlos en vistas a la infiltración nazi. 

A principios de 1941, entonces, el Departamento de Estado norteamericano comisionó a Disney para lanzar el tour de la buena vecindad. Disney, su mujer, un grupo de animadores carneros, camarógrafos espías y un compositor musical volaron a Brasil.


Lo enorme del país y la cálida recepción carioca aturdió a la comitiva. Se relajaron ante lo mucho que lo querían los brasileños y pudieron espiar a gusto mientras bebían tragos tropicales, filmaban a los lugareños como si fueran seres de otra especie,  copiaban loros del natural y se robaban partituras enteras de música popular. 

De allí se fueron a la tranquila Montevideo, pero no se imaginaban lo que los esperaba al cruzar el charco: Buenos Aires les había organizado una bienvenida con tango, música folklórica, suelta de palomas, niños de las escuelas traídos engañados, pensando que iban a ver a Mickey en vivo, y lo que más fascinó a Disney:  dibujantes de la revista de don Ramón Columba, discípulos de Dante Quinterno y los animadores de El Apóstol, aquel misterioso largo argentino animado de Quirino Cristiani. 

Con todos se entrevistó Walt, perplejo de que le hablaran de igual a igual y le mostraran sus bocetos en buen papel, trabajos profesionales que sintetizaban más de medio siglo de práctica.


Walt Disney izquierda y Dante Quinterno derecha en el Alvear Palace Hotel.

Disney y su grupo se instalaron en el Alvear Palace Hotel. Se quedaron diez días, siete más de lo pensado. Mientras los espías levantaban sus informes para el gobierno norteamericano, Disney recibía visitas ilustres, robaba ideas, comía empanadas, bailaba chacareras y firmaba dibujitos del ratón a mano alzada. Se le despertó el empresario calculador. ¿Y si instalaba aquí una filial de su compañía? Ilustradores no le faltarían. Más baratos y más dóciles que los hostiles huelguistas que lo esperaban en Estados Unidos.  

Le mostró su corto del Mickey gaucho a Ramón Columba. Y el viejo le dijo que había un hombre que dibujaba a los gauchos como nadie, Molina Campos.

Disney quiso verlo en su estancia, pero Molina Campos no estaba en el país. Su esposa lo recibió igual, hicieron un súper asado con cuero, de esos verticales, y los camarógrafos espías filmaron una doma de caballos. 

Disney se llevó unos calendarios de Alpargatas y se prometió conocer a Molina Campos, algún día.

De allí fueron a Mendoza, después a Chile, a Bolivia y a Perú.

Regresaron a Estados Unidos con horas de material crudo filmado, esbozos de animaciones, personajes a medias inventados y a medias robados en el camino. 

Los espías le dieron material clasificado al Departamento de Estado, que por supuesto encontró filo nazis por todos lados. 

El gobierno norteamericano ayudó a Disney a desactivar la huelga y lo alentó a editar y animar las películas de ese tour


Disney en Agentina, 1941.


De allí salieron dos proyectos que mezclaron animación con imagen en vivo: Saludos amigos y Los tres caballeros. Fueron, en realidad, un conjunto de cortometrajes un poco paternalistas, que instaban a la amistad continental y presumían las bondades del sueño americano, pero eso sí, animados con todo lo que tenían. Hay muchos personajes argentinos: un gauchito que domaba a un burro volador, un Goofy gaucho y un avioncito que cruzaba la cordillera de Los Andes.

Walt Disney le pagó viaje y alojamiento a Molina Campos para que trabajara con él en su estudio, pero cuenta la leyenda que nunca se entendieron del todo. 

Roosevelt planeaba estrenar las películas en simultáneo en toda Latinoamérica, como parte de su propaganda, cuando la guerra les estalló en el patio de su casa, en Pearl Harbor. 


Walt Disney y Molina Campos.

Para 1942, cuando las cintas  estuvieron listas, Argentina ya simpatizaba con el Eje. No le interesaba ese estreno. Walt ya no necesitaba descubrir más nazis, porque aparecían al natural, por todo el globo.

Entre 1942 y 1946 la compañía de Disney realizó 80 cortos destinados al entrenamiento militar y a la cooptación de voluntarios. Su cortometraje Der Fuhre´s Face ganó un Oscar  por ridiculizar a Hitler.

La vida siguió su curso, pero siempre quedaron cenizas de ese romance que Disney tuvo con nosotros.

Algunos exageran que hizo su Magic Kingdom copiando la Ciudad de los niños, un anacronismo imposible y peronista. Pero es verdad que el doblaje de Pinocho se hizo en un estudio argentino. Molina Campos fue el único de toda esa ristra de artistas plagiados durante la gira de la buena vecindad que apareció acreditado en los títulos de una película. Los argentinos le mostraron sus dibujos de igual a igual, colegas, sin que los camarógrafos espías los filmaran como si fueran un supuesto pueblo primitivo.

De este lado, su visita también nos dejó huellas. Dante Quinterno le robó algunas cosas para terminar su corto Upa en apuros. Y con el tiempo, su técnica de animación produjo el bizarro y legendario estudio de García Ferré.

El resto es historia conocida: Walt Disney se hizo billonario, produjo la imperdonable Bambi y la racista Canción del Sur, vendió una identidad capitalista de posguerra a todo el mundo y nunca más fuimos amigos.

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