Martín Sancia Kawamichi: “Si hay algo que me sirvió en la vida es escribir para chicos”.

En esta segunda parte de la charla con Mario Méndez, Martín Sancia Kawamichi habló de la gestación de Hotaru, de Shunga, de su fascinación por el cine y las tradiciones japonesas (sobre el final nos dio una explicación acerca de qué son las geishas o geikos) y de las obsesiones que marcan su literatura (y que se repiten, con diferente lenguaje) tanto en su obra para niños como en la de adultos.


Mario Méndez: Tu gusto por la literatura y el cine de Japón, ¿nace después de que te enterás de lo de Taru Kawamichi?


Martín Sancia Kawamichi: No. Nace después… pero como diez años después. En realidad, al mismo tiempo que leía a Kawabata vi una película de Takeshi Kitano, Fuego, y me hice fanático del cine de él. Y empecé a leer literatura japonesa y me gustó mucho. Empecé a consumir cine de terror japonés, un cine más delirante. Empecé a leer, además, mucha poesía japonesa, desordenadamente, sin tener mucha idea de las épocas de los autores. Fui leyendo todo lo japonés que caía en mis manos, menos Murakami.


MM: Es el menos japonés de todos…


MSK: Sí, pero más porque eran caros los libros. Más que nada por eso. Yo en esa época compraba libros usados. Ahora no, porque tengo tarjeta de crédito, pero antes, cuando  no tenía…  Sobre todo leí mucha poesía japonesa. Me gustaba mucho. La poesía en el cine, la poesía en el terror, esa manera de mirar que tienen los japoneses. Después compré un libro, El cuerpo en la cultura japonesa, de Tada, y otro La gestualidad japonesa. Son dos libros hermosos. Tada es un antropólogo que trata de explicar un poco por qué el japonés es así. Cuando visitaba familiares japoneses había un montón de cosas que no conocía. Por ejemplo: me daban un té. Yo tomo el té y apoyo la taza, y el primo de mi viejo me mira mal. Entonces la mujer me dijo que si yo apoyaba la taza vacía estaba despreciando la casa. Que siempre tenía que dejar un poquito de té y apoyar la taza, o pedir que me sirvieran un poquito más y apoyarla. Con cada cosa que hacía estaba despreciando la casa. Era muy fácil despreciarle la casa a un japonés. Yo por momentos pensaba: “me quedo quieto acá y no hago nada más”…


MM: Son muy susceptibles…


MSK: Supongo que reemplazan las palabras por ese tipo de gestos. En lugar de decirte que te desprecian, te apoyan la taza de té.


MM: La gestualidad…


MSK: Sí. En la gestualidad japonesa vos te das cuenta de un montón de cosas. A veces, te sonríen para despreciarte. Cuando un japonés te sonríe, puede estar diciéndote que sos un pelotudo. Hay un lenguaje gestual riquísimo en Japón. Hay cosas que te pueden parecer imposibles… por ejemplo, a un japonés le cuesta llorar. No puede llorar, y cuando llora es grotesco. No sé si vieron algún japonés llorando… Llora de una manera trágica, no dramática. Parece exagerado… Ahí te das cuenta de que nuestro modo de llorar es cultural. Cuando estudiás la gestualidad japonesa, cosas que a ellos les parecen naturales, son absolutamente artificiales. La manera de sentarse de los japoneses, no es cómoda para ellos. Les hace mal a las piernas, tienen las piernas chuecas. Pero ellos se sientan así, no tienen explicación. No es que la manera de sentarse es la más cómoda que encontraron… Y esa posición, según Tada, determina la manera de mirar el mundo. Hay un director de cine, Ozu, que ponía la cámara a esta altura, porque decía que el japonés miraba el mundo desde ahí, porque está arrodillado. En sus películas, la cámara siempre está a esa altura. Es otra manera de mirar. Y los diálogos en las películas japonesas, son extraños para nosotros.


MM: Eso de “vivir arrodillado”… ¿es del pueblo japonés? ¿El señor feudal, del que vos hablás en Shunga, por ejemplo, también tiene esa “mirada arrodillada”?


MSK: Sí. Por el tatami en el que se sientan. Adoptaron ya esa posición. Vos vas a una ceremonia del té, por ejemplo. Y es una ceremonia que tiene su lenguaje, hay un montón de cosas que se están diciendo. No es lo mismo la altura desde la que se tira el agua. Hay distintas escuelas para la ceremonia del té, que se diferencian por la manera en la que se dobla una servilleta. Ahí, en esa ceremonia, están hablando. A su vez, son silenciosos, pero se la pasan hablando. Es muy lindo poder entender y captar eso.


MM: ¿Y vos te sentís cerca, con estos libros y con el trato? ¿O todavía estás un poco lejos?


MSK: Cuando voy a la ceremonia del té, me siento cerca. Ahí, sí. Porque es algo que es lo opuesto a mí. Yo no estoy callado nunca. Soy impaciente, por lo general, si tomo café con leche lo vuelco, soy torpe… Me acuerdo de que cuando fui a ver la primera ceremonia del té, fui con mi mujer y le dije que podía quedarme tres horas mirando eso. Tranquilo. Pero no por esa cuestión de la paz y de la armonía. No. Estaba deslumbrado con los sonidos. Yo no relaciono lo japonés ni con la paz ni con la serenidad. Ahí te dabas cuenta por qué las cosas eran de madera. Por qué la cucharita es de determinado material, por qué el agua se tira desde determinada altura, porque el sonido que hace es único. Te abrís. Abrís todo tu cuerpo a eso. Es una ceremonia para todos los sentidos, ahí vas entendiendo. Estás gozando de todo eso, pero hay que llegar a ese nivel…


MM: Y un lego como yo… ¿si voy a una ceremonia del té, entiendo algo?


MSK: Tenés que ir como si escucharas una música. No trates de entender. Hay que empezar a escucharlo… ver por qué esta cosa tiene este color... Nada es azaroso. ¿Por qué dobla la servilleta de esa manera? Y de pronto te das cuenta de que es hermoso ver cómo esa mujer dobla la servilleta. Entrás en una especie de éxtasis extraño. Después dicen acá que el mate es una ceremonia… (Risas).


MM: Comparada, es breve… (Risas).


MSK: Yo odio el mate.


MM: No me digas…


MSK: Sí… La ceremonia del té es una cosa bellísima. A  mí me resulta más fácil entender la ceremonia del té que el haiku. Yo, en algún punto, con el haiku me quedo afuera. Me gusta, pero sé que hay algo más que me estoy perdiendo: por no conocer el idioma, por estar leyéndolo en nuestras letras. Creo que me pierdo mucho. En cambio, en la ceremonia del té, no. Creo que es el vínculo más profundo que he tenido con los japoneses hasta ahora, y que recomiendo.


MM: La verdad es que me dan ganas de conocerlo. En Hotaru, esa anécdota que compré como loco, del abuelo que se pierde y que ve a la japonesita con el “quinoto”, ¿tiene algo de realidad o es todo imaginación?


MSK: Sí, en realidad fue un homenaje a mi abuelo materno, Julio Pacheco. Hace muchos años, nosotros íbamos a Derqui a unas fiestas que organizaba el hermano de mi abuelo. Tenía un cine en Derqui, una panadería… tenía muchas cosas y era un personaje. Hacía fiestas, cantaba también, invitaba vecinos, músicos, y eran fiestas tremendas. Yo me acordaba de una vez que mi abuelo se emborrachó tanto que, cuando salimos de la fiesta, desconoció a su propia hermana. Y la hermana estaba tan borracha que lo desconoció a él, y empezaron a pelearse. ¿”Y usted quién es”? Yo no podía creer el grado de locura. Se desconocían. De golpe, en esa fiesta, empecé a ver a toda mi familia borracha. Mi mamá… haciendo un espectáculo tremendo… a mí me impactó porque los únicos sobrios éramos mi abuela y yo. Tías que te habían tejido cosas… casi en pelotas tiradas en el piso. (Risas). Esas fiestas eran como bacanales, eran orgiásticas. Quise rendirles un homenaje a esas fiestas.


MM: ¿Eras un adolescente?


MSK: No, era chiquito. Pero no era que mi vieja fuera alcohólica… estaban de joda. Y esa fiesta en particular fue un delirio. Se quedó gente a dormir porque unos para venir  habían alquilado un colectivo y el chofer no podía manejar. Esa fiesta fue hermosa. En su momento no la disfruté. Me hubiera gustado disfrutarla.


MM: Y ahí se te ocurrió la idea del que sale borracho… Es muy linda. Para los que no leyeron Hotaru, en el Prólogo que le ayudó a ordenar la novela, el abuelo se pierde en Derqui y se encuentra con una japonesa que lanza luces con los dedos, que después sabemos que son las luciérnagas. Y que está con un quinoto


MSK: La manera de hablar de mi abuelo era esa.


MM: En Hotaru hacés una síntesis extraña, que creo que es lo que más funciona, de la Argentina de los setenta y Japón. La idea del pibe enamorado de la chica que se va a Japón, y después vuelve cuando él es un militante montonero. ¿Cómo se te ocurrió eso de los montoneros y los japoneses?


MSK: Mi vieja me tuvo de soltera. Si bien mi papá siempre estuvo presente, no vivía con nosotros. Tenía su mujer. Y cuando yo nací, mi abuelo se enojó con mi mamá y la echó de la casa. Después la aceptó, pero durante los primeros dos años estuvimos vagando por todo Buenos Aires. Y unas de las personas que nos aceptaron, eran unos primos de mi mamá que eran militantes peronistas. Ramón, que era ex cura, y Mirtha, la prima de mi mamá, que era ex monja, y se habían casado. Ellos no solo la aceptaron, sino que la ayudaron un montón. Son dos personas a las que quiero mucho, pese a que no las frecuenté. Han hecho mucho por mí, en un momento en el que lo necesitábamos. Yo quería que ellos estuviesen presentes en algo, de alguna manera. Además, me acordaba de un muchacho de mi barrio que era japonés, y que el hermano era peronista y japonés. Y entonces pensé en una chica japonesa de doce años que está con un chico. La chica se vuelve a Japón, se hace geisha y él se hace montonero… Eso no es posible si no encuentro una manera de contarlo. Pero si la encontraba sí, porque no es ciencia ficción. Me parecía que ese iba a ser un choque fuerte entre dos mundos. Tenía muchísimas posibilidades de fracasar, y de que la novela se fuera a la mierda. Pero yo no quería que fuera una novela delirante. Por eso me parece que el Prólogo la ubica. Si bien en la novela hay mucha alucinación, a mí me parece que no es un delirio, que alguien pueda llegar a reírse o a pensar que le falto el respeto a algo. Creo que mi posición, políticamente, es clara. Si bien no es una  novela política, se sabe dónde estoy parado.


MM: Hay una cosa muy tierna en estos militantes montoneros, porque son como muy perejiles…


MSK: Son perejiles, sí…


MM: Son carne de cañón, hacen las cosas sin saber muy bien por qué las hacen, y terminan de la peor manera…


MSK: Sí. Lo que pasa es que a mi mamá le pasó eso. Nosotros vivíamos en un lugar en el que pusieron una bomba. Mi mamá no tenía mucho conocimiento de política. Ella estaba conmigo tratando de tener un lugar. Y me contaba de otra gente… el padre de un chico amigo que se llamaba Matías, que desapareció… Eran personas muy ingenuas, se exponían demasiado. No se esperaban la brutalidad que se les vino encima. Fue demasiado. Nadie podía esperar eso. Frente a eso, cualquiera es ingenuo. Que te van a torturar, que te van a pasar todas las cosas que nos enteramos que pasaban. Entonces, me gustó porque estoy convencido de que hubo mucha gente así. Que se metió con amor, queriendo un país mejor, realmente, una América distinta, que terminó en manos de algo tan horrendo como esta represión. Yo trataba de mostrar esto. Como algo se les va de las manos y terminan siendo devorado. El final de Hotaru, para mí, no podía ser otro.


MM: El final es durísimo. Es durísima la doble lectura, porque los destrozan, y a la vez el periodismo inventa esa cosa delirante de la juguetería…


MSK: Y que fuera abrupto, además. De golpe, se terminó todo. Como pasaba… Después estuve medio en contra de ese final, porque narrativamente me jodía, tal es así que escribí cuarenta páginas más. Me parecía que un final abrupto no funcionaba. Pero me parece que el mayor gesto político de la novela, es ese. Termina así. Pum. Te deja en ascuas. ¿Qué pasó acá? Y bueno… atá cabos. No sabemos qué pasó. Lo único que sabemos es que están todos muertos y la manera en que los mataron. En ese momento me pareció que esa era la mejor manera, después me arrepentí… Y si saliera una segunda edición no sé qué hacer. Si agregarle las cuarenta páginas o no…


MM: ¿Las escribiste después de ganar el concurso?


MSK: Sí, pero pensaba que tenía tiempo para ponerlas en la novela. Y cuando lo llamé al editor y le dije que acá estaba la novela terminada, me dijo que hacía una semana que la novela estaba en imprenta. Y me enojé, me puse mal, no con el editor… conmigo. Y les pedí a mis amigos que no leyeran la novela porque era una mierda, que estaba incompleta. Y después… hay que hacerse cargo. Yo, en ese momento tomé la decisión  de ponerle ese final que era para mí un gesto político en el que tomo posición. Porque yo quería que se supiera de qué lado estoy. Es una historia muy miserable como para andar tomando distancia a ese nivel. Yo puedo tomar distancia de un montón de cosas, pero de eso, no. Aunque tenga que sacrificar el final de una novela, yo quiero que quede claro. Con el otro final, mi posición no quedaba tan clara.


MM: Eso indicaría que esas cuarenta páginas van a quedar afuera…


MSK: Y…por ahí sí. Es más lindo, es más armónico… termina mal. Pero lo importante es el corte abrupto. La incertidumbre que queda, y el no saber qué pasa.


MM: Recién contabas algo muy simpático, sobre la emoción que te daba la edición de Breves historias de animales… Cuando te avisan que ganaste el segundo premio de acá y el segundo premio de Sigmar, ¿cómo fue tu sensación?


MSK: Eso fue una locura. Parecía algo soñado para mí, que ya estaba completamente desahuciado. Hasta parecía joda… Lo de Sigmar me puso contento, porque yo apostaba, tenía fe en esa novela. Si no, no la hubiera mandado. Fue muy grato y me sorprendió porque yo pensaba que el Premio Sigmar estaba arreglado, como pasa con mucho concurso que uno no gana. Entonces uno dice que está todo arreglado. Igual que el Premio Nobel y todo eso. (Risas). Hasta que lo gana uno. Me sorprendió eso, que me trataran como un escritor en la editorial Sigmar. Silvia Portorrico me llenó de elogios. Eso me emocionó mucho. Pero lo de Hotaru fue inesperado. Y yo me entero de que gano ese premio el mismo día que me entregaban el premio por Sigmar. Estaba preparándome para ir a la Feria del Libro, me llaman por teléfono y fue genial Carlos, el editor, porque me preguntó si yo era Martín Sancia y si había mandado una novela que se llamaba Las luciérnagas al concurso de Extremo Negro. Y cuando le digo que sí, me dice: “Bueno, lo ganaste, macho”. (Risas). Yo pensé que era joda, y él me repitió que lo había ganado. Ahí me puse a llorar, y a decirle que esas era cosas que no podían pasarme a mí… y mientras hablaba (yo estaba en el laburo), me llevé por delante una silla y me caí. Me preguntó si estaba bien. Estaba pálido… un compañero de laburo también me preguntó si estaba bien. Creo que es una de las cosas más emocionantes que me han pasado en la vida. Ni siquiera cuando gané el Premio Sigmar este año me emocioné tanto. Era otra cosa. Acá se abrían las puertas para mi obra para adultos. Yo hacía veinte años que escribía. Tengo un montón de cosas escritas, un montón de obra inédita. Que de golpe me pasara eso me volvió loco, y creo que esa felicidad me sigue durando. Desde ese momento hasta ahora, soy una persona que está contenta la mayor parte del tiempo. Al margen de que me miro al espejo y soy horrible (Risas), estoy muy contento de que me haya pasado, y de tener llegada a los lectores. Eso me emociona mucho.



MM: Los lectores “especializados”, por las reseñas que he leído, han sido muy elogiosos con Hotaru. Ha gustado mucho.


MSK: Sí, sí.


MM: ¿Y con Shunga cómo vamos?


MSK: Shunga me gusta más. Shunga es otra cosa.


MM: Ahí te metés con Japón y con el medioevo japonés.


MSK: Sí. Y creo que tiene más repercusión Shunga. Es otro laburo. Quizá es lo más demente que he escrito hasta ahora, junto con Los poseídos de Luna Picante.  Creo que ahí hay un paralelismo. Esas son mis dos obras que más me gustan. Shunga fue hermoso escribirla. Me pasa algo que está mal contar…


MM: Después lo editamos.


MSK: No me bañé mientras escribía Shunga. Mi mujer se había ido a Salto, ella es de ahí, a visitar a la familia. Se fue a pasar una semana. Yo me quedé solo, y la primera versión de Shunga la hice en una semana, pero sin parar de escribir. Llegué a estar dieciséis horas escribiendo. Me despertaba, me sentaba y podía seguir escribiendo. Una cosa rara. No tenía que pensar.


MM: La verdad es que nunca tuve esa experiencia. Después de tres o cuatro horas de escribir, ¿te sentías igual de lúcido?


MSK: Sí, sí. Estaba alucinando. Hasta me olvidé de comer. Ni cuando murió mi abuela, que era lo que más quería en el mundo, dejé de comer. Pero ese día sí. Y estaba con una urgencia… como si fuera necesario que la terminara. No podía parar. Cuando llegó mi mujer, le dije que no se acercara y me metí en la ducha. (Risas). Estaba casi mimetizado con los gatos, comiendo en el piso, fue una cosa asquerosa. Con Shunga y con Todas las sombras son mías, la otra novela de Sigmar me pasó lo mismo. No poder parar de escribir. Con todo lo demás, no. Lo demás me costó. Si bien escribo rápido, es un proceso largo. Esto de escribir y terminar en una semana la primera versión es genial, es hermoso. Después, esa primera versión la laburás, pero te brota sin pensarlo, es rarísimo. En un momento te preguntás qué pasó. Creo que Shunga y Todas las sombras son mías son dos novelas que hace mucho que estaba escribiendo. Las tenía en la cabeza. La historia, de Shunga, en la que la premisa era que a un tipo se le muere la mujer, no llora, no puede llorar, y contrata cuatro mujeres para que estén llorando por toda la casa, todo el tiempo hasta el día en el que él se muera. Eso lo tenía hace mucho, pero no podía darle un marco, hasta que de pronto se me ocurre lo del árbol.


MM: Eso del árbol, ¿de dónde creés que viene? Contales un poco, por si no leyeron Shunga. ¿Qué es lo que pasa en ese árbol?


MSK: En Shunga hay un señor, Kazuma, que es una especie de usurero, que cuando alguien no puede pagarle una deuda, le pide a cambio que le dé a su hija para trabajar en la casa de él. Lo que el tipo hace, en realidad, es obligarlas a subir a un árbol, y les impide bajar. En ese árbol tiene secuestradas a cuatro o cinco mujeres, y el nexo con ellas son unos monos (que existen y son buenísimos, yo los hice malos), que les dan de comer y las bañan. Si alguna se muere, queda el cadáver arriba del árbol. Contado así, suelto, es bastante impactante.


MM: Sí, parece una pesadilla.


MSK: Pero es onírica. No es realista.


MM: Él las pinta, ¿no?


MSK: Las pinta, sí.


Álvar Torales: En Hotaru hay algo parecido…


MSK: Sí, al final. En el final de Hotaru la chica sueña que está secuestrada, y eso es lo que me da el punto de partida…


AT: En ese árbol no hay monos…


MSK: Monos no, pero sí otras mujeres.


AT: ¿Y quiénes se comen a la mujer? Ese brazo que se cae…


MSK: En Hotaru me parece que eran perros. Pero en Shunga, no. Lo que pasa es que en Shunga, la mitad de la novela transcurre arriba de un árbol. En Hotaru es un sueño mínimo, pero me gustó trabajar esa situación. Vi un montón de películas de terror. Nunca había visto una película de terror arriba de un árbol. Y yo quería que fuera así. No quería que fuese una novela tortuosa o sanguinaria. Quería que fuera una novela de terror. Pero no me salía. Pobre, a mi vieja le costó leerla.


MM: Además, el erotismo es bastante subido de tono.


MSK: No es erótica, es pornográfica. Tengo un problema con el erotismo, porque es más un drama. Los shunga son grabados eróticos, pero para la mirada de Occidente son pornográficos. Porque se muestran penetraciones y escenas tremendas. Aberrantes, incluso. Para nosotros, no es erotismo. Y me parecía que por alguna razón, yo vinculaba lo erótico con el drama, con el artificio. Y vinculaba lo pornográfico con la tragedia. Yo no quería embellecer las escenas de sexo. Quería ponerlas en toda su brutalidad. Eso fue algo que me guió; tenía que ser pornográfica, no erótica. Sin embargo, dicen que es erótico. Yo no lo encaré de esa manera.


MM: Quizá el lenguaje poético que utilizás, y ese extrañamiento que nos produce a los occidentales el Japón. Por ahí, esto mismo, con ese árbol, pero contado en el Tercer Reich, nos da pornográfico. Pero contado en el Japón, con esa distancia, con la poesía, con el tipo que las pinta, lo baja un poco hacia lo erótico.


MSK: Sí. Igual, en Shunga nadie tiene una relación normal.


MM: No. Ni siquiera sabemos cómo era la del señor feudal y su mujer muerta. Hay indicios de que tampoco se trataba de una relación normal.


MSK: En ningún momento le creí a este tipo que estuviera tan enamorado de su mujer. Me parecía que era un ser perverso. Alguien que les paga a mujeres para que lloren permanentemente la muerte de su mujer, no me parecía un buen tipo.


MM: El otro es un monstruo, el padre que entrega a la hija…Y aparece un cruce con el personaje de la durmiente, ¿no? De Veinticinco tarántulas. Es lindo ese personaje. ¿Es de alguna tradición japonesa?  


MSK: No. ES un personaje que me gustaría que en algún momento protagonice algo. A mí me gusta cruzar las cosas. MI sueño es contar la misma historia para chicos y para adultos. Hasta ahora no pude lograrlo. Lo que sí pude, fue mezclar elementos. Personajes que están en un cuento para chicos, aparecen en un cuento para adultos, como la durmiente. La escena de árbol aparece además en Todas las otras hormigas, con otro enfoque completamente distinto. Yo quiero eso, porque para mí las dos literaturas (infantil y para adultos), van de la mano. No puedo hacer una diferencia. Y trabajo con las mismas obsesiones. No es que cuando escribo para chicos vaya por otro lado.


MM: ¿Podés escribir a la vez, estar en un proyecto de algo infantil y algo para adultos a la vez?


MSK: Sí, y me gusta.


MM: ¿Sos de los que tiene varios textos abiertos?


MSK: Sí. Si laburo cuentos, estoy al mismo tiempo con todo. Si son novelas, en algún momento me dedico más a una, hasta que la termino, pero si hay algo que me sirvió en la vida es escribir para chicos. Me sacó un montón de vicios que tenía en la escritura para adultos. Tenía cierta tendencia a la autobiografía, a contar historias mías, mis historias amorosas, o mi tránsito por determinados vicios. Y cuando empecé a escribir para chicos, todo eso se me fue de foco. Ya no tuve ganas de hablar de mí. Si bien las obras hablan de mí, me aparté, tomé una distancia que me parece que está buena, y que enriqueció mi obra para adultos. No quiere decir que mi obra para adultos sea buena, pero sí es mejor que antes de que escribiera para chicos. Me parece que ese ejercicio está bueno para la gente que escribe, tanto para chicos como para adultos. Probar lo otro. Va a enriquecer las dos cosas. A mí me parece que no están tan lejos. Yo no veo que Shunga esté tan lejos de Los poseídos de la Luna Picante. Es parte de lo mismo, y yo quiero seguir escribiendo literatura infantil desde ese lugar. NO quiero escribir una literatura en la que mis obsesiones queden afuera. Yo tengo tres o cuatro obsesiones, como la mayoría de los autores, que no tenemos más que dos o tres. Pero si escribo para chicos, quiero que estén. Me parece que es lo más verdadero que puedo darle a un chico. Y en un lenguaje con el que apuesto a que el chico se divierta.  No quiero cagarle la vida. Yo tengo una obsesión con la muerte, que no voy a pasarle a ese chico, hay cosas con las que no jodo, porque tengo límites. Pero sí lo que me preocupa. Si le llega mi preocupación por la muerte, es para que entienda que hay gente a la que eso le preocupa. Y hay límites que no estoy dispuesto a cruzar. Por ejemplo, mi límite en la literatura infantil son las abuelas. Jamás voy a hacer que una abuela muera de una enfermedad. No le encuentro el beneficio literario a eso. Sí puedo hacer que una abuela estalle en mil pedazos. Pero no quiero que un chico que tiene a la abuela enferma esté leyendo un texto en donde una abuela enferma se muere. Cuando yo era chico, había un dibujo animado en el que la abuela del personaje se moría. Empezaba a toser durante todo el capítulo, y al final moría. A mí me hizo mal. Después, cada vez que mi abuela tosía me ponía como loco, pensando que se estaba muriendo… No me dejó nada bueno ese dibujo animado, no me sirvió para nada... Tirar esos elementos para un chico y después no poder hacer nada con eso, es jodido. Dale cosas que le permitan imaginar, que le permitan ir a otro lugar. Pero no que el chico saque la conclusión de que la vida es una mierda. Por más que lo sea (y no me cabe ninguna duda de que lo es), pero no quiero dejarle eso a un chico, porque la vida es una mierda y es un montón de cosas más, por suerte. Y está bueno vivirla. Si bien no lo voy a tratar como un tonto, tampoco me voy a comportar como un hijo de puta con un chico.


MM: Muy bien. Hay una reflexión profunda, sobre todo con la literatura ¿te surge ahora, después de haber escrito tres o cuatro libros para chicos?


MSK: Es algo que yo tenía. Este dibujito animado, creo que a la larga me sirvió para poner límites.  Me parece que yo fui un chico muy sensible, por toda la situación que me tocó vivir. Yo tuve una preocupación por la muerte a los nueve años. No podía entender que alguien se muriera. Miraba a mi mamá, y le decía que ella se iba a morir en algún momento. Ella me decía que no, que ella estaba sana. Y yo les contestaba que en ese momento estaba sana, pero que en algún momento yo iba a verla en un cajón. Eso me amargaba y me angustiaba. Me pasé toda la infancia sin saber qué hacer con eso. Hasta que empecé a leer, y no encontraba respuesta, pero me sentía acompañado. Empecé a leer a Dolina, por ejemplo, que habla de la muerte, pero no de una manera que me hiciera mal. Estaba preocupado por esto. Y Dolina me dijo que no es una preocupación de él o mía, sino que todos se preocupan por lo mismo. Schopenhauer y Unamuno también se preocuparon por eso. Y me sentí acompañado, y me parece que ese es un buen lugar para un autor. Acompañarlo al chico, no batirle una justa que no tenés. Decirle que lo que a él le preocupa, a mí también, y que escribí esto para ver si podemos entendernos un poco o, al menos, acompañarnos. Hay algunos padres a los que les molesta la manera que tengo de tocar determinados temas, o el terror, pero creo que eso no es traumático. Si bien pongo mucho terror y muchas escenas agretas, la idea es que vamos a reírnos de la sangre, vamos a reírnos de este cuerpo tan finito que tenemos. Vamos a reírnos de todo esto, y hagamos una fiesta, porque si no, no nos queda mucho más.


MM: Para los chicos, está bueno.


MSK: Claro. Y tampoco ir y decirles que las preocupaciones que tienen son tontas. Un chico de diez o doce años puede estar preocupado por la muerte. Y quizá los padres hagan como mis viejos,  que me decían: “No, pero si vos estás bien”. A mí me llevaron a la iglesia a ver a un cura que me dijo: “Si un escultor hace una estatua, ¿tiene sentido que después la rompa”? “No”. “¿Y si Dios te da la vida, tiene sentido que después te la quite?” “No”. Y yo le dije entonces que mi problema era que estaba seguro de que nada tenía sentido. (Risas). No hay que tomar por tonto a un pibe de nueve años y subestimar lo que puede pensar realmente. “Yo voy a estar millones de años muerto. Y voy a vivir nada más que setenta, o cincuenta”. Ahí, yo sé que puedo tener un lugar. Para esos chicos escribo. Por eso escribo sobre la muerte, para acompañarlos, no para perturbarlos. Y si alguna vez alguien se trauma dejo de escribir, porque no es mi idea. Por eso no escribo sobre enfermedades, ni sobre cosas que puedan pasar. Cuando hablo de la muerte me exijo al extremo, para no caer en las vulgaridades con las que se presenta la muerte habitualmente.


MM: Ya es casi la hora. La charla ha sido a la vez entretenida y profunda, Martín. Antes de irnos, ¿querés leernos algo?


MSK: Sí.


MM: Y antes de que Martín lea, ¿alguien quiere hacer alguna pregunta?


Asistente: Yo comparto que los libros de Martín no angustian a los chicos, pero ponen en un brete a los grandes. Los libros para adultos no los leí. Y estoy segura de que los chicos disfrutan los libros. En realidad me pasó solo con Los poseídos de la Luna Picante, que es tremendo. (Risas). Cuando lo hacía circular entre la gente del grupo de lectura donde yo trabajo, se quedaban impactados. Y después era motivo de debate si lo iban a llevar a las escuelas para ser leído. Algunos se animaban, y otros no. Yo los animaba a hacer la prueba, porque tenían que leerlo en voz alta. Y me decían que por ahí era una experiencia para que el chico lo leyera… uno a uno. Pero creo que el tema es el adulto.


MSK: Sí, claro. Pero si vos lo pensás, en Los poseídos de la Luna Picante la muerte no existe. Hay un personaje al que descuartizan en veinticinco pedazos, y cada pedazo sigue vivo. Y lo que hace cada pedazo es poseer a una persona. Porque, ¿qué es lo que quieren todos esos pedazos? Unirse y volver. La manera en la que se descuartiza al personaje no es tampoco sangrienta, porque lo descuartiza un mago. Yo traté de que fuera gracioso. En realidad empieza a echar a las partes del cuerpo. Le dice a la nariz: “¡Andate nariz, andate!” Y la nariz se va. Así se va descuartizando al protagonista. Hay una idea acerca de la muerte, pero si yo de chico hubiera leído eso, me tranquilizaba…


Asistente: Por eso, yo creo que es el adulto el que se pone duro ahí.


MSK: Claro. Pero, por ejemplo, cuando uno ve Tom & Jerry, que lo agarraba con un hacha y lo partía en cinco mil pedazos que volvían a juntarse… a mí me parecía hermoso que ocurriera eso. Pero esos dibujitos como Heidi, donde la gente moría o estaba enferma, a mí me amargaban la existencia. Heidi era terrible. Nunca me quedó claro cuál era la gracia de ver eso. Me parece que es hablarle a un pibe desde el lugar más tonto, que es del adulto que viene a explicarle el mundo al pibe. Vos no vas a explicarle ningún mundo. ¿Qué sabés vos del mundo por ser adulto?


MM: Es verdad… como si uno lo tuviera claro.


MSK: Claro… vas y le explicás que con esfuerzo, que con esto o con lo otro… Yo no sé si con esfuerzo puede logarse algo en la vida o no. A veces, actuar de determinada manera te lleva a un buen lugar y a veces no. La vida es tan difícil y tan compleja… sobre todo para un escritor, que es alguien que no puede dar consejos acerca de nada. ¿Qué le voy a dar a un pibe? Entonces, vamos a divertirnos sobre las cosas que nos preocupan. Pero toco cosas que a mí me preocupan en serio. Por ejemplo, un tema que a mí de chico me preocupaba mucho era el insomnio. Tengo insomnio desde los nueve años. Generalmente, mis personajes infantiles no duermen. Eso es un espanto. Ahora es distinto, porque tenés tele las veinticuatro horas, pero antes era apagar la luz y quedarte “así” hasta las tres de la mañana. Vos creés que sos la única persona en el mundo que está despierta. Era un horror. Cuando me preguntan por qué escribo cosas de terror, les responde que para un chico el terror es natural. El chico convive con eso. Despertarte de chico a las cuatro de la mañana a hacer pis, era atravesar un lapso de la muerte. Igual, a mí me parece que para un pibe siempre es mejor el terror que no tiene explicación que el terror que se explica. Cuando algo se explica, me parece que entra en algo jodido. Lo de la muerte de la abuela se explica. Por qué todos esos pedazos vuelven a juntarse no tiene explicación. Y el chico, eso lo va a rellenar como quiera. Cuando explicás algo ya me parece que el terror se vuelve jodido. “Le pasa esto, porque hizo tal cosa”… A ese tipo de terror, le escapo. Trato de ir para otro lado.


MM: Álvar, ¿querías hacer una pregunta?


AT: En realidad no es una pregunta, sino un comentario superfluo sobre Hotaru. Ya que decidiste no agregar esas cuarenta páginas en la segunda edición, debieras incluir un glosario. Usás vocablos con los que el lector queda medio en el aire y sin entender bien de qué se trata.  Hay algunas explicaciones, pero quizá no las suficientes dentro del texto. En un glosario sería más explícito qué quiere decir determinada palabra, determinado juego. Por ejemplo “geisha”, al comienzo del libro. El texto aclara que no es una prostituta. Pero no dice qué es. ¿Qué es una geisha? Yo sigo sin saber qué es.


MSK: Son artistas. Claro, sí… el tema de agregar dos hojas para un editor es un quilombo. Ojalá se pudiera agregar un glosario. Ojalá se pudiera agregar más texto, pero te sacan carpiendo. Yo puedo pedirlo… Ojalá. Y le pregunté cómo hacíamos con esas palabras, y él me dijo que se entendía todo. Cuando  entregué la novela tenía un glosario atrás. Y lo sacó. Dos páginas le suben mucho el costo…


MM: Sí, depende de si da la caja o no.


MSK: Lo que pasa es que con algunas cosas hay que hacer una explicación. Explicar qué es una geisha es bastante raro. Para empezar… para mí no es el ideal de belleza femenina. No me parece bella. De hecho, en un primer momento las “geiko” eran hombres. Por eso tienen ese maquillaje tan cargado, que era para disimular la barba. Después empezaron a ser mujeres… Pero yo veo una geisha, y me parece un hombre. No creo que sea un ideal de belleza.


MM: ¿Y el concepto cuál es? ¿Trabajadora del arte?


MSK: Es una artista. No sé si vieron la película “El imperio de los sentidos”. El hombre está con una prostituta y las geishas están en un costado tocando el shamisen. No tienen participación en el acto sexual. Lo que pasa es que se las confundía con las “oirán”, que eran también mujeres muy bien preparadas, que hablaban, que tocaban instrumentos, y tenían la misma formación de una geisha, pero además eran expertas en temas sexuales. Lo que pasó, fue que en la época de mayor pobreza del Japón, las prostitutas y las cortesanas se hacían pasar por geishas para que los turistas extranjeros les pagaran. Entonces, se armó toda una confusión, por la que se cree que las geishas eran las prostitutas. Ni siquiera eran mujeres bellas. Eran mujeres preparadas, expertas en la ceremonia del té, y en el arte de la conversación. En “El imperio de  los sentidos”, el protagonista está casado. Y en un momento, la mujer lo llama y le pregunta con quién está, y él le dice que está con una geisha. “Ah, bueno”, dice la mujer, tranquila, pero en realidad él está con una prostituta. Hubo una película que se llamó “Memorias de una geisha”, en la que estaba todo tergiversado, y aparece como una prostituta.



MM: Ahora lo aprendimos. Bueno, ¿qué nos vas a leer?


AT: Hay muchas palabras más…


MSK: Sí; algunas cosas son guisos, comidas…


MM: Álvar es insistente. ¿Qué nos vas a leer?


MSK: Había traído dos cuentos, pero me parece que los dejé en el laburo, arriba del escritorio de mi jefa…


MM: Ah, se va a poner contenta… ¿”En qué trabaja”?, me preguntan acá. Quieren saber tu vida secreta.


MSK: Empleado administrativo.


MM: Todavía no gana fortunas como escritor, así que trabaja de empleado administrativo... Che, no sabía que este año ganaste otra vez el Sigmar.


MSK: Claro, sí. Con Todas las sombras son mías.


MM: ¡Mirá qué bien! ¿Quién fue jurado?


MSK: Horacio Convertini y Eduardo Abel Gimenez. Grosos los dos.


MM: Felicitaciones.


MSK: Aparte me dieron buenos consejos para laburar algunas cosas de la obra. Fueron muy generosos.


MM: Y esto es novela. ¿Nos vas a leer el principio?


MSK: Sí. Capitulo 1, primera parte. Empieza hablando el protagonista:


—Me llamo Alexis y, en el horóscopo occidental, que es el que seguro conocen ustedes, soy leonino con ascendente en Tauro. Mejor combinación imposible, ¿no? En el horóscopo alquímico, por si les interesa, aunque por sus caras supongo que no deben tener la menor idea de a qué me refiero, mi signo es el Hierro.  Y, en el horóscopo maya, que me parece una idiotez, soy Jaguar Galáctico o Espectral, no recuerdo bien ni me interesa demasiado.  
    Así fue que se presentó. Y si bien era medio friki que un chico de nuestra edad le diera tanta importancia al tema de los horóscopos, los signos y sus ascendentes como para mencionarlos de entrada, a nadie se le ocurrió burlarse. Era flaquito, mediano, pero sus ojos verdes —tan  intensos que parecían garras— intimidaban. No estábamos acostumbrados a unos ojos así.
    Alexis continuó:
    —¿Quién de los varones es el que mejor pelea?
    Lo dijo mirando a Flavio Sales. La Roca Sales. Y seguramente todos se preguntaron lo mismo que yo: ¿cómo lo sabía? ¿Cómo había adivinado que La Roca Sales era el que mejor peleaba? Me podrán decir: por el tamaño. Pero no, porque, si bien era alto, la Roca no era el más alto de nosotros. Yo, por ejemplo, le llevaba media cabeza.
    —¿Para qué querés saberlo?—le dijo Francina, que solía ser siempre muy reacia a  “los nuevos” o “las nuevas”.
    Alexis sonrió:
    —Para informarle que, a partir de ahora, ya no será el que mejor pelea.
    —¿Ah no?—Francina ya estaba furiosa. —¿Qué, el que mejor pelea ahora sos vos?
    —Por supuesto—Alexis caminó hasta La Roca. —¿Vos qué decís?
    Evidentemente, el nuevo carecía de humildad. No estaba dispuesto a pagar el “derecho de piso” que suele tener que pagar todo alumno nuevo que ingresa a un grado. Venía con los talones de punta, dispuesto a llevarse todo por delante.
    La Roca le contestó:
    —¿Querés pelear conmigo?
    Alexis volvió a sonreír:
    —No, para nada –Y, acto seguido, le escupió a la cara de La Roca el chicle negro que estaba masticando. —Uy, perdón, Piedrita.
    En ese momento sonó el timbre y tuvimos que formarnos para cantarle la canción a la bandera.
    —¿Quién se cree que es el tarado este?—me dijo Francina.
    —No sé, pero mirá cómo está La Roca.
    Era cierto. Resultaba extraño ver a La Roca comportándose como un miedoso. Hasta ese momento, lo creíamos tan inmune al temor como a la derrota. No se achicaba con nada ni con nadie. Y nada, ni nadie, podía con él. No solo le pegaba a los de su edad; también cobraban  los más grandes (en cuarto grado molió a golpes a uno de sexto; en quinto, a uno de séptimo; en sexto, a un gigante de diecisiete que pasó por la puerta de la escuela y osó llevárselo por delante). Jamás lo habíamos visto esforzarse para ganar una pelea. No necesitaba enojarse ni hacer demasiado despliegue. Todo lo resolvía con dos, tres o, a lo sumo, cuatro trompadas. La primera en el estómago, y las otras, directamente, a la cara.
    —Sí—dije. —Está muerto de miedo.  
    Durante las dos primeras horas de clase, Mariana, la Princesa Colo (le decíamos así porque era muy linda, muy delicada, y tenía el pelo rojo como una llaga), lo miró embobada. Ella moría por los rubios y por los valientes, así que era entendible que Alexis, tan rubio y valiente, la perdiera.  
    Más tarde, apenas empezó el recreo, Alexis se acercó a La Roca Sales y le dijo:
    —¿Y? ¿Peleamos o arrugás?
    Sales de pronto fue poseído por un ataque de tartamudez:
    —No te-ten… No te-ten-g-go Mie-mie-mie-mie-mie…
    —¿Mie qué?
    —D-d-d-do…
    —Qué bueno. Entonces peleemos.
    —Notén Notén Goga Goga Goganas depe le-le-le-le-le-ar.
    Alexis sacó del bolsillo un chicle de color negro, se lo metió en la boca, lo masticó seis veces y se lo escupió a Sales con tanta puntería que le dio en el ojo izquierdo.
    —¿Y ahora? ¿Tenés ganas?
    Sales negó varias veces, como si también tartamudeara con la cabeza.
    —Bueno, yo sí.
    Y le dio un zurdazo en el pómulo derecho. Como La Roca no reaccionaba, repitió el golpe. Entonces pasó lo que nunca hubiéramos esperado: Sales cayó de rodillas al piso y, convertido en una catarata de lágrimas y gemidos, le dijo:
    —B-ba-bas-ta. Nomepe Nomepe Nomepe-g-g-g-gues más.
    Alexis sonrió.
    —Una sola cosa. ¿Quién es el que mejor pelea en el grado? Si me lo decís, no te pego más.
    La Roca no se demoró:
    —V-v-v-vos.
    Desde ese día, el primero de Alexis en el Séptimo A de la escuela Juan José Paso, a Sales empezamos a decirle Piedrita. Solo Francina, que estaba enamorada de él, le seguía diciendo La Roca, y cuando Alexis no la escuchaba, porque si no, por pedido de Sales, también le decía Piedrita como los demás.


(APLAUSOS)


MM: Bueno, Martín, muchas gracias. Ha sido un placer.


MSK: Muchas gracias a ustedes.


(Aplauso final).

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