Julio Cortázar: ese símbolo
Por Mario Méndez
Hace pocos días la
compañera Belén Leuzzi, en este mismo Blog,
nos hablaba de lo autorreferencial en el recuerdo de Cortázar, eso de la propia
memoria que parece estar en muchos de los que lo hemos leído, querido,
admirado. También por estos días, en la contratapa de Página 12, Mempo
Giardinelli escribió “El
amigo Julio”, nota en la que recuerda a Cortázar desde su experiencia
personal, curiosamente casi un desencuentro. Y se despide con un dejo de
tristeza, con una evocación y un lamento: “cuánto me hubiera gustado ser su
amigo”, confiesa Mempo, y uno querría decir lo mismo.
No es casual, en
absoluto, que haya tantas referencias personales cuando se recuerda a Julio
Cortázar. Es que este escritor fue, para varias generaciones de lectores
argentinos, un símbolo. Desde distintos contextos, en épocas diferentes,
Cortázar representó algo más (como si todo lo que sigue hubiera sido poco) que
la figura de un grandísimo escritor, el protagonista argentino dentro del grupo
de elite que constituyó el irrepetible boom de la literatura latinoamericana;
el autor de Rayuela, la
novela que más marca ha dejado en los lectores del siglo XX; el autor de El perseguidor esa nouvelle que inició a tanta gente,
desde la literatura, en la música de vanguardia que era el jazz; el autor de Libro de Manuel, esa cachetada
a la historia más convulsa de los 70, a la vez solidaria y crítica, compañera.
Para los que entramos a la adultez, tímidamente, cuando se terminaba el nefasto
Proceso, Cortázar fue todo lo anterior y también un grito de libertad. A mis 17
años, en el emblemático 1983, cuando terminaba la secundaria, Cortázar, como
Mercedes Sosa y quizás nadie más, representaba el regreso profundo de la
cultura y la libertad que nos habían arrebatado. Andar por las calles con Rayuela bajo el brazo era como llevar una
bandera. Leer “Reunión” era juntarse con Fidel y el Che en la Sierra maestra, y
“La noche boca arriba” era el deslumbramiento literario, puro y simple,
profundo. Cortázar era un símbolo, como el Che, como ciertos himnos, como
algunas pintadas en los paredones.
El día que murió, en
el verano de 1984, mi vieja, que no lo leyó nunca, me llamó a la casa de una
vecina, vereda de por medio: “Marito, hijo, vení, vení, están diciendo que se
murió ese escritor que te gusta a vos”, me gritó. Y yo corrí, me paré frente al
televisor y cuando no me veían dejé que se me cayeran las lágrimas. Como las de
ahora, igual de admiradas. Y muy agradecidas, también. Porque Cortázar se
murió, pero el símbolo sigue vivo.
Hermoso relato Mario, me siento muy identificada. Me sigue impresionando que todos tengamos recuerdos tan personales, tan íntimos con la lectura de Cortázar, como si hubiera sido un amigo, distinto en cada uno, pero un amigo del alma.
ResponderBorrarMuchas gracias, Silvina. Un abrazo.
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