La 32 y la 38: dos visitas especiales
Los recorridos urbanos nos llevan a lugares que a veces aunque conocidos por todos o de acceso público se muestran diferentes a partir de la mirada singular de quien ha vivido en ellos experiencias únicas. Mario Méndez escribe un relato enternecedor y lleno de humor de un viaje próximo y lejano a la vez, una crónica
de viajes y recuerdos. El relato surge a propósito de una evocación que despertó en él la parodia que otro escritor, Ricardo Mariño, hace a través de uno de sus personajes, Cintia Scoch, sobre la dinámica de las presentaciones escolares.
Por Mario Méndez
Lloré
de risa con el relato que hace Cintia Scoch de la visita de un autor a la
escuela. Con mucho tomado de sus propias experiencias de visitas, RicardoMariño se ríe, a través de sus irreverentes personajes (especialmente Friki
Paper, compañera mordaz e inteligentísima de Cintia) de sí mismo, de las
maestras y directoras, y de toda la pompa que suele rodear la visita del autor.
Le hace decir a Cintia (que lo cuenta con inocencia) que el día de la visita todas
las maestras se han pintado los labios y se han venido de tacos altos; que la seño
les ha explicado en privado, a los más grandes, que los chicos de primero se
quedarán solo diez minutos, porque después de eso empiezan a preguntar
tonterías, “como locos o borrachos” y luego cuenta que a los cinco minutos ya
los habían sacado del patio, porque de las primeras seis preguntas, cinco
habían sido “cómo te llamás”. También cuenta Cintia que los chicos se ríen de
lo poco ingenioso que es el autor a la hora de contar sus travesuras de
infancia, y que al final una avalancha descontrolada da por el piso con el invitado,
el vaso de agua, el escritorio y la bibliotecaria. Desopilante. A mí, como a
todos los autores a los que nos invitan a las escuelas, me han pasado cosas parecidas,
además de cosas raras, a veces muy raras. Es más, cuando nos juntamos,
escritores y escritoras solemos rivalizar
en una competencia singular, y divertida: a ver quién cuenta la cosa más
loca, más bizarra o más tierna de nuestras experiencias de autores invitados.
Insisto, me reí mucho con la parodia de Ricardo, y me sentí identificado con su
cómico relato en muchos aspectos. Pero debo decir, para ser honesto, que en
general disfruto de las visitas. Es verdad que no pocas veces me da fiaca el
viaje, tanto como dedicar la mañana (que
es mi tiempo favorito de escritura) o a veces el día entero a recorrer
escuelas, y también es cierto que le pongo mucha onda a las entrevistas para
que no se note que algunas preguntas se han repetido veinte veces (y en la
misma entrevista, claro). Pero, en general, las visitas me gustan. Vuelvo a mi
casa lleno de papeles y papelitos, y con la sensación de que, por un rato, fui
tratado como si fuera Maradona. Si el viaje y las visitas son al interior, y
duran un par de días, vuelvo a mi casa con la sensación de que soy Maradona,
Messi y Mascherano, los tres juntos: hasta me niego a lavar los platos, convencido
de que soy una estrella.
Esta
larga introducción me sirve como pie para contar dos visitas muy especiales que
hice a Mar del Plata. Las dos tienen en común algo muy particular: fueron un
regreso a mis viejas escuelas, las escuelas en las que fui alumno. En 2013 me
invitaron de la escuela 32, la escuela donde hice primer y segundo grado. Y un
año después (hace unas semanas), me invitaron a la 38, donde estuve de tercero
a sexto. En la primera me esperaban para inaugurar un mural, a propósito de mi novela
Pedro y los lobos. Corté la cinta, frente
a todo el alumnado, padres y madres invitados y hasta un policía que, con su
moto, cortó el tránsito de la calle Chacabuco. Escuché, anonadado y algo
incómodo, que la directora decía que el hecho de que les diera un rato de mi
tiempo era “un gran honor”, una suerte de homenaje que yo le hacía a la
escuela. No es fácil encajar esas cariñosas exageraciones. Luego del corte de
cinta, entré a mi vieja segunda casa bastante emocionado. Les comenté a los
chicos que en una de las escaleras por donde estábamos pasando, en segundo
grado, me rompí la cabeza, y les mostré la cicatriz que todavía tengo un poco
más arriba de la sien, donde nunca me volvieron a crecer los rulos. Y recordé,
frente al paredón correspondiente, la foto que mi mamá todavía tiene en uno de
sus álbumes, con la seño de primero, cuyo nombre he olvidado. Estamos los dos
muy sonrientes, radiantes en nuestros blancos delantales, delante de una
pintada de Montoneros (en la 32, por la noche, funcionaba la facultad de
Humanidades, que transité una década después). Me fui de la 32 muy feliz: la
visita, esta vez, me había permitido un regreso emocionante.
Hace unas semanas, repetí, parecida
pero distinta, otra experiencia de regreso. Esta vez me tocó visitar la 38, la
escuelita de Moreno y 180, que ha crecido mucho en estos últimos treinta y pico
de años. A ella entré en tercero, tras una mudanza. Me esperaba un patio que ya
no era mi patio, techado como está, convertido prácticamente en un gimnasio. Y
un primer piso (donde me recibieron los chicos de cuarto, sentados en el piso
del pasillo) que no existía cuando yo era el gordito algo molesto y charlatán
que nunca fue abanderado, precisamente por inquieto y por charleta. Conocí a
una portera que entró a la escuela dos años después de que yo me fuera, y que
todavía dura en un curioso puesto doble: es la portera, pero también la
vicepresidenta de la Cooperadora. Todos los años, me contó, ella y otros
voluntarios pintan la escuela de punta a punta, con la pintura que compran a
pulmón, que nadie les dona. Me saqué una foto abrazado a esta señora, orgulloso
de que haya gente así y que esa gente esté en mi vieja escuela. Y ella, me lo
dijo, también se sentía orgullosa de que yo hubiera sido uno de sus chicos,
aunque no me hubiera visto nunca en la escuela. Me dijo que, en septiembre u
octubre, cuando vuelva (lo prometí, me quedó pendiente visitar el turno
mañana), me tendría preparado el registro donde figura mi nombre, tal vez mis
notas. Y estoy seguro de que cumplirá, como cumple cuando se dedica a pintar, a
cocinar o a coser vestidos para las fiestas escolares.
Me fui de la 38 tan contento como
cuando dejé la 32. Me gustan estas visitas en general, ya lo dije. Ni qué decir
cuánto me gustan cuando son tan especiales.
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