¡Qué copada la tortuga!
A propósito del centenario de la primera publicación de Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga, en Bibliotecas para
armar dedicaremos textos, encuentros y muchas acciones de promoción de la
lectura durante todo el año para homenajear un libro que es fundamental en la
historia de la literatura para niños de nuestro país. En esta ocasión, Mario
Méndez, docente y escritor, recuerda sus experiencias con este clásico de
clásicos.
Por Mario Méndez
Se cumplen cien años de la
edición de un clásico. Lectores de todas las edades, en la Argentina,
recordamos perfectamente, sin duda alguna, por lo menos dos o tres de los ocho
cuentos que conforman este libro inolvidable. Creo que no hay lector que no
recuerde “Las medias de los flamencos”, “La tortuga gigante” o “La guerra de
los yacarés”. Cuentos que forman parte de la memoria lectora de los argentinos.
Clásicos absolutos: a todos, alguna vez, nos leyeron uno de estos cuentos en la
escuela; o nos compraron el libro cuando éramos chicos o, los que somos
maestros, los leímos, los compartimos, los disfrutamos con nuestros alumnos.
Yo leí estos cuentos en la
primaria, junto con los “Cuentos de amor, de locura y de muerte”, el otro gran
clásico del escritor que –amigos uruguayos, disculparán la apropiación- es por
lo menos tan argentino como oriental. Cuentos que, de puro clásicos,
trascienden absolutamente las vallas de la “corrección”, tan desgraciadamente
en boga, sobre todo en los cuentos que circulan en los libros de textos. A
ninguno de los escritores contemporáneos argentinos, hoy, nos publicarían un
cuento donde un cazador mate a tiros a los yaguares (los tigres, les decía
Quiroga), con la ayuda de sus amigas las rayas, como ocurre en “El paso del
Yabebirí”. Ni aceptarían un relato donde los yacarés (¡y cómo festejamos, de
chicos, ese final!) ven pasar flotando a los hombres que mataron con el
estallido de un torpedo, con la ayuda de un surubí, y “No quisieron comer a
ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo cuando pasó uno que tenía galones
de oro en el traje y que estaba vivo, el viejo yacaré se lanzó de un salto al
agua y ¡tac! en dos golpes de boca se lo comió.” Genial, incorrecto: clásico.
Quiroga es para nosotros como Perrault fue para los niños franceses, o los
Grimm para los alemanes. Trasciende todas las barreras: las patas picoteadas de
los flamencos, la abeja haragana que pasa su noche de terror en la cueva de la
culebra o la gamita que se queda ciega tienen la misma potencia y la
importancia, para nosotros, que Caperucita o Hansel y Gretel.
Como maestro tuve muchas
experiencias de lectura con estos cuentos. Nunca, jamás, me fallaron. En el
grado que fuera. Desde los chicos más chicos hasta los adolescentes e incluso
adultos de los planes de alfabetización: todos los lectores con los que
compartí estos cuentos los disfrutaron. Los cuentos de la selva son infalibles.
Una de las últimas veces en que lo comprobé fue trabajando con chicos en
situación de calle, en el Programa Puentes Escolares. Ese día, en el Taller de
Chacarita, nos visitaba un grupo de adolescentes, varios de ellos ya mayores de
edad, de un hogar cercano, “El armadero”, con el que trabajábamos en red. A la
maestra, María Laura Pérez, se le ocurrió comenzar el encuentro con la lectura
de “La tortuga gigante”. Ella empezó la lectura y los chicos, los locales y los
que nos visitaban, se fueron quedando mudos. Hasta que al final, cuando el
cazador visita a su amiga en el zoológico y se despide de ella, como siempre,
con una palmadita en el lomo, en el aula todavía silenciosa un chico grande, un
muchacho que vivía en la calle, soltó un improvisado homenaje “¡Qué copada la
tortuga!”, exclamó, y creo que a Quiroga le hubiera gustado mucho esa
respuesta, casi cien años después de que nos regalara sus cuentos inolvidables.
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