Marcelo Cohen, prodigio de la imaginación y pionero para las nuevas generaciones de escritores
Por Daniel Gigena
En su último diálogo con LA NACION, Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1951), que falleció este sábado a los 71 años en su casa en la ciudad de Buenos Aires, se definió como un “aprendiz vitalicio”. Síntesis del humor, la humildad y el genio paradójico -tres virtudes que cualquiera que haya leído sus novelas, cuentos y ensayos podría atribuirle- esa definición sin embargo ocultaba un aspecto clave del autor de una de las obras más monumentales de la literatura argentina: Cohen fue un pionero para las nuevas generaciones de escritores que, a partir de los años 2000, comenzaron a experimentar con formas narrativas distantes del realismo, en escenarios ruinosos y a la vez futuristas, con personajes rozados por el absurdo, las obsesiones y el dolor. Em julio de este año la Biblioteca Nacional Mariano Moreno le había otorgado el premio La Rosa de Cobre por su trayectoria.
Fue también una “mente traductora”, como lo definió su amigo, el escritor español Jorge Carrión. Cohen dio a conocer versiones impecables de William Burroughs, Raymond Roussel, John M. Harrison, J. G. Ballard, Clarice Lispector, Gene Wolfe, Quim Monzó, Julia Armfield y Al Alvarez, entre tantos otros. “Traducir requiere mucha disciplina -dijo a este diario-. En cierto modo es como un taxista. El día en que no trabaja o trabaja menos lo que se gana por mes es menos. Hay que ser muy disciplinado y yo soy bastante neura, obsesivo”. Tradujo del inglés, el portugués, el italiano, el francés y el catalán. Escribió la letra de una canción, “Falsario”, para el grupo Babasónicos, con su amigo Adrián Dárgelos.
Junto con su pareja, la escritora y profesora Graciela Speranza, dirigía la revista cultural de debates y reseñas de arte, literatura, música, cine y series Otra Parte. Sus primeros libros, de la década de 1970, fueron de cuentos pero la obra con la que inició un recorrido desde entonces siempre sorprendente fue la novela El país de la dama eléctrica (1984), publicada en Barcelona, donde vivió entre 1975 y 1996. Luego siguieron El oído absoluto (1989), los relatos de El fin de lo mismo (1992), El testamento de O’Jaral (1995), Donde yo no estaba (2006), Los acuáticos (cuentos, 2007), Casa de Ottro (2009), Balada (2011), Música prosaica (2014), Algo más (2015), los ensayos de Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas (donde escribió sobre Agota Kristof, Antonio Di Benedetto, Alexander Kluge, Oliver Sacks y Diego Maradona, 2016) y La calle de los cines (2018), entre otros títulos. Este año, la editorial Sigilo publicó Llanto verde, donde el autor proseguía con su ciclo de relatos cinematográficos inaugurados en La calle de los cines.
“Los primeros espacios decadentes y post-industriales, las primeras representaciones literarias de esos espacios que terminó construyendo el capitalismo salvaje, los leí en las novelas y los cuentos largos de Marcelo Cohen -dice la escritora y profesora Elsa Drucaroff a LA NACION-. El primer atisbo de una literatura donde la desconfianza por el avance de la historia producía relatos quietos, relatos donde la sintaxis narrativa estaba quebrada, lo leí en su literatura durante los años 1990″.
La hipótesis de la sintaxis quebrada proviene de una tesis de adscripción de la escritora Adriana Fernández. “Vi esa idea y la retomé porque fue una característica de buena parte de la literatura joven argentina de finales de los años 1990 e inicios de 2000. Marcelo, siendo un escritor de otra generación, la ‘generación de la militancia’ (lo que no significa que haya sido un militante), escribió una literatura que influyó notablemente en las nuevas generaciones, y tomó ese uso de la ciencia ficción para la construcción de espacios decadentes y donde de algún modo las apuestas por la posibilidad del futuro aparecen rotas, donde la historia es que no hay historia. Esto no pasa en todos los relatos de Cohen, pero fue pionero respecto de cosas que empezaban a pasar en la literatura joven”.
Drucaroff destaca que Cohen fue un notable constructor de espacios, paisajes y ciudades. “Tenía una imaginación prodigiosa y una capacidad técnica para darle verosimilitud y materialidad y consistencia que he visto en muy pocos escritores en el país -dice-. Tal vez Liliana Bodoc, que hacía una literatura muy diferente. Por último, quiero decir que pocas veces vi narrar la música como era capaz de narrarla Marcelo Cohen”.
“En 2019 Marcelo estuvo dos meses en la Universidad de Cornell, acompañando a su esposa, Graciela, que era profesora visitante -recuerda el escritor boliviano residente en Estados Unidos Edmundo Paz Soldán-. Lo conocimos e invitamos a dar un taller de ficción weird o extraña; fue muy amable con los estudiantes del doctorado y su taller resultó bastante idiosincrásico, porque más que hablar de taxonomías críticas hizo un recorrido por los libros que lo habían marcado, una especie de canon de la ficción extraña. Recuerdo que en especial le encantaba contar las tramas de los cuentos o novelas que lo habían impactado, con detalles, diálogos y frases que se había memorizado. Muchas veces, cuando explicamos literatura nos concentramos en los temas menos que en las formas y con él fue al revés. Nos pareció fascinante”.
Como era habitual en él, les recomendó lecturas. “Hablamos de Brian Eversson, un autor que lo entusiasmaba y que acababa de descubrir y quería traducir -agrega Paz Soldán-. Me aocnsejó que leyera El bosque infinito, de Brian Catling, que le parecía lo mejor de la literatura fantástica actual y que es una novela de culto aún poco citada en el mundo hispanoamericano. Es una gran pena su pérdida y ojalá que se lo siga leyendo y descubriendo. Estoy muy entusiasmado con la última parte de La calle de los cines, que resume su trabajo con el redescubrimiento de una zona de lo fantástico”.
“Marcelo es (su soplo seguirá demasiado presente como para considerar cualquier otro tiempo verbal) un autor imprescindible que nunca escribió dos veces el mismo libro -dice a LA NACION el crítico Juan F. Comperatore-. Renovador incansable del horizonte de posibilidades de la literatura y, por tanto, acérrimo contrincante tanto de sus formas gastadas como del uso servil y protocolar de la lengua, nunca cejó en su afán de limar las fronteras que dividen el realismo y lo fantástico en obras de rigor imaginativo y destreza argumental. Porque su experiencia le dictaba que lo real no se agota en la variación de un puñado de temas, ensayó distintos ángulos de aproximación. Es probable que Donde yo no estaba, novela en la que un aburguesado comerciante de lencería femenina se embarca en un proceso de disolución de la personalidad, sea su obra más ambiciosa. Pero difícil soslayar los relatos de El fin de lo mismo o los artículos incluidos en ¡Realmente fantástico! Hay un Cohen para cada ocasión y el momento es siempre ahora. Con el tiempo, los espacios sincréticos que abundan en sus primeras ficciones fueron asentándose en un archipiélago imaginario llamado Delta Panorámico. Un mundo que se distingue, sobre todo, por la invención de una lengua impar, que puede traer resonancias del mundo conocido o de otro por conocer, pero lo principal es que se deja oír”.
Para Comperatore, que dirige junto con Tomás Villegas la revista digital El Diletante y colabora en la revista Otra Parte, “Cohen no concibe la ruptura si no se ofrece a la vez como lugar de intercambio: nada hay en su obra de solipsismo hermético, de chiste entre iniciados”.
“Por eso no es de extrañar que la memoria guarde cariño a muchos de sus personajes: la escurridiza Olga Palapot, el inasible O’Jaral, el rústico Yonder -destaca-. A contramano de época, y antes de que el feminismo hiciera roncha, desacomodó las categorías literarias con la creación de inolvidables personajes femeninos. Cohen siempre fue un escritor inquieto, un entusiasta del diálogo entre la literatura y aquello que la excede, y un convencido de que, si se trata de mantener viva y ampliar el alcance de la llama de la literatura, es necesario interpelar el tiempo que a uno le ha tocado en suerte. Como buen cultor de la ciencia ficción no dejó de regar con hipótesis la llanura de su época: se adelantó a las consecuencias del neoliberalismo, a los vaivenes de una memoria oficial coagulada y, últimamente, a los peligros del cambio climático y de una sociedad hiperconectada”.
Respecto de su labor como traductor, Comperatore sostiene que Cohen estuvo atento a las diferentes variantes de la lengua hispanoamericana “No siempre se destaca que esas traducciones, que respondían menos a un interés por cincelar las condiciones de lectura de su propia obra que a encendidos y generosos arrebatos, ampliaron la biblioteca del fantástico rioplatense. Más allá de su propio peso específico, figuras de la talla de Alasdair Gray, Gene Wolfe, Steven Millhauser o M. John Harrison tienen cabida hoy entre nosotros gracias a Cohen y sus versiones de infinita riqueza. En una reseña sobre una novela de Harrison, Marcelo había escrito: ‘Se intuye que la muerte es un tránsito pero perder lo querido sigue siendo insufrible’”. Como un eco del porvenir, la literatura de Cohen espera a nuevos lectores.
“El pan de la noche”, por Ariel Dilon
Quien dio a conocer la noticia de la muerte de Cohen este sábado en su cuenta de Facebook fue el escritor y traductor Ariel Dilon, que compartió con LA NACION el siguiente texto.
Doy vueltas por la casa, son las dos de la mañana y no encuentro el modo de empezar. Con la humildad de siempre, Marcelo trata de acomodar en vano la inmensidad del tipo que fue a la estrechez de mi retórica. Voy a la cocina. Pienso que me va a hacer bien ocuparme en una acción física mientras transcurre la noche que ya doy por no dormida, porque a mi modo lo estoy velando, y mientras trajino con harinas y utensilios, tardo un rato en advertir la coincidencia casi estúpidamente obvia: me he puesto a hacer un pan –cosa que casi nunca– mientras pienso en el personaje de su relato “La gran cadena de los panaderos” [publicado en La solución parcial], un prodigio de la sensibilidad. Es el paso tumultuoso del mundo a través del ojo de aguja de un instante. Y me digo: eso es Marcelo Cohen para mí, además del miglior fabbro de la prosa, del “hombre amable” (que en él implica una categoría política), del hombre generoso, del traductor admirable, del entrevistado pródigo, del discreto maestro y del amigo queridísimo: su radical honestidad consiste en estar a la escucha del susurro del tiempo, a la serena y compasiva escucha del caos. Un mundo lleno a reventar de sentidos que pugnan por ordenarse, y la paciencia del discurso –su panadero, en cambio, no sabe explicar su “visión”– para hacerle cabida a esa batahola gigantesca, con fe en que una belleza palpita en el corazón de todo y que vale la pena, todas las penas, tantas, oír y prestarle voz a ese latido.
Inventar para eso una lengua propia, disponible para que en sus intersticios prendan sentidos impensados. Y el horizonte que abre su narrativa como territorio de todos los posibles. No me interesan los géneros, qué me importa que Marcelo Cohen haya revolucionado el género fantástico o la ciencia ficción: nadie como él entendió que lo real es estrictamente fantástico. La ficción era su ciencia experimental, su laboratorio absoluto. En cada frase una bomba de retardación, flor que se abre dentro de otra flor dentro de otra flor, como un telescopio filosófico, y el hilo del funámbulo tendido entre el control del lenguaje y su perfecta libertad. Dar la bienvenida a la incertidumbre. Empezar por evitar que las palabras presuman de saber y salgan a descubrirlo que hay. Escribir como en trance, con la sonrisa tan cálida como ligeramente escéptica que era su modo de la hospitalidad. Marcelo Cohen fue el gran invocador, austero chamán en letras, el perfecto ejemplo a seguir: por la intransigencia artística triunfal y la lealtad completa a lo mejor de las propias fuerzas; por la lucidez de abordar, como diría Michaux, el conocimiento por los abismos. Marcelo Cohen no nos cabrá nunca en la retórica. Y yo sé que estoy, estamos, desde ahora, infinitamente más solos que ayer.
Fuente: La Nación
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