La mano en la trampa, de Beatriz Guido


Mañana comienza el segundo ciclo de Literatura y Cine 2019, a cargo  como siempre, de Mario Méndez. En esta oportunidad se proyectará la obra de Leopoldo Torre Nilsson. Compartimos el fragmento inicial de la novela La mano en la trampa, de Beatriz Guido sobre la que se trabajará en el encuentro de mañana.  La proyección de la película homónima será el martes de la semana próxima.


“Miguel era bajo, de cuello corto y grueso; los cabellos rapados por encima de las sienes; las cejas escondían los ojos que atisbaban inquietos; detrás de una maraña sombría.
-¿No es cierto que me parezco al opa que tienen ustedes arriba?- me decía cada vez que se acercaba para besarme.
Me obligaba a elegir: rechazo o aceptación. Como si me dijera: “¿Y te atreves todavía, viéndome  desde tan cerca?
Y yo me atrevía. ¿Qué otra cosa podía hacer? Miguel era para mí la única comunicación con la calle, con el pueblo, con los demás, en las vacaciones.
Por pura casualidad al lotear los fondos de la quinta, él y su madre ciega, habían ido a vivir a la antigua caballeriza de mis abuelos, que quedaba a dos cuadras de la casa; la vecindad más cercana.
Su fealdad quizá, su rugiente motoneta, su agresividad de mono, lo hacían insospechado ante mi madre y Lisa.
Ellas se pasaban todo el día bordando en la planta alta de la casa, donde Miguel decía que teníamos al opa. Al pedal de la máquina de bordar lo escuchaba hasta altas horas de la noche. Solamente en la siesta era reemplazado por el vaivén de un sillón de hamaca porque mi madre y Liza dormían en la galería de enfrente oen el invernadero. Dormían sentadas sobre sillones de esterilla, con la cabeza caída a un costado, la boca abierta, y las manos sobre el vientre.
En otras vacaciones, cuando aún me resistía a la compañía de Miguel, caminaba por la ciudad, en esa hora en que los cuerpos no tienen sombra, como si se la hubieran tragado, o como si permaneciera erguida en ellos, como un íncubo antes de salir de su creador.
Atravesaba San Nicolás; así se llama este pueblo y ciudad, que fundaron los padres de mis abuelos. También la llaman Ciudad del Acuerdo. Un acuerdo entre porteños y provincianos, el que veo repetirse en un cuadro de Pueyrredón, en las horas de las comidas, y en la Historia de Grosso; también en el Petit Larousse.
Decía que atravesaba la ciudad porque mi casa-antiguo resto de casco de estancia-es la última del pueblo. Pero hasta ahí llegan, de todas partes de la República, las novias de los estancieros. Ellas, mi madre y Lisa, se encerraron en el viejo casco, hasta que el pueblo llegó a ellas. Lo del bordado vino después del casamiento de Inés, la menor; vive en Estados Unidos. Lo único que sé de su existencia es que el cartero me pide la estampilla de sus cartas. Y dice:
-Lástima que con tantos sitios hermosos su tía viva en Alcatraz: como es tan hermosa, el marido la tendrá encerrada.
Las fotografías de ella, que he visto en la sala de la calle, son las del apogeo familiar. Dicen las visitas -que no son visitas sino clientes, pero me está prohibido usar esa palabra-, que era demasiado hermosa para una ciudad de provincia. Y agregan: “Demasiado ambiciosa…”
Los clientes…,  bueno, las visitas, son las mujeres más feas de la tierra: comienzan por renegar del nylon; otra palabra que me está prohibido pronunciar. Son tantas cosas que a veces pienso: “desearía que fuese igual que el opa que tienen encerrado arriba…”
Pero no han podido conmigo, ni creo que podrán. Desde los siete años me tienen pupilas con las Auxiliadoras. NO tengo amigas porque me vigila todo el tiempo la hermana plácida, que es prima de ellas. Pero no me importa. Algún día desapareceré yo también como mi tía Inés, Inés Lavigne, y me iré a los Estados Unidos, o a otro país; pero no buscaré una ciudad con una cárcel.
Alguien en la casa está peor que yo: el opa de arriba. Nunca me dejaron verlo y yo tampoco lo deseo.
Durante las vacaciones puedo leer todos los libros que me regala Miguel. Ese es el precio de mis libertades. Es el precio que cobro por dejarme besar y acariciar. Si alguna vez me entrego totalmente, será por una biblioteca, aunque me conformaría con el Diccionario Espasa para saberlo todo, todo; y también con las obras completas de alguien que hubiese escrito sobre el amor, nada más: desde la primera página hasta la última. Algo así como una novela que leía el verano pasado, y se llama Adiós a las armas. Quién puede pensar que con ese título no se hable más que de amor. NO sé cuántas veces la he leído, lo mismo que Mayorazgo de Labráz, y algunos cuentos de Chaucer. La casa está llena de libros, pero en la planta alta. Como si el “hombrecito” leyera. Prefiero llamarlo así. NO me gusta la palabra opa. No me gusta escribirla. Además, no figura en mi diccionario. La aprendí de Miguel. La pronuncia lentamente, para hacerme más daño; tampoco se esfuerza en nada por agradarme; sabe que soy la única que saca ventaja de nuestra relación.”


La mano en la trampa
Beatriz Guido
Losada, 1961.

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