Réquiem por Azucena, de Armonía Somers

El viernes 1 de marzo se cumplieron treinta años de la muerte de la narradora uruguaya Armonía Somers. En Libro de arena la recordamos con su  relato breve "Réquiem por Azucena" y con una particular nota bio-bibliográfica escrita por Marosa Di Giorgio, escrita con motivo de la edición, en el Uruguay de los Cuentos completos.



Réquiem por Azucena

Yo creo que un relato es siempre parte o continuación de los demás que hemos hecho, vivido, soñado u oído como bellas mentiras, y por eso suelo superponer algún trazo coloquial o algún nombre a fin de no romper la unidad invisible de todo lo narrado. Y también están aquellos sucesos que nos transmitieron como reales, pero se ignora si quien relata ha sido testigo, protagonista o simplemente lector, y en este último caso el suscribirlos sería una apropiación indebida. Entonces el narrador contumaz toma la anécdota y la repite oralmente aquí, allá y quién sabe si de pronto aparezca el que le diga: Pero si eso lo leí en o lo escuché a... De modo que por simple eliminación o por cansancio de que nadie haya acusado hasta hoy el golpe, decidí contar lo de Azucena y Adelaida.

Vita

Azucena era la primera niña que había parido Adelaida, y las dos, hija y madre, se parecieron en algo más que la A inicial de sus nombres: una mancha de color vinoso que la chica heredara en plena mejilla, y que con el tiempo la ya adolescente disimuló mediante una leve caída de cabellera rubia en tal punto crítico. Y ese detalle de coquetería, por estar enamorada en silencio de un muchachuelo del barrio muy parecido en color a un cuadro naif: piel blanca, ojos azules, pelo rojo, pecas herrumbre puro, y al que quizás por tal policromía y brillantez le endilgaran el apodo de El Cometa.

La madre de Azucena, o sea Adelaida, dio a luz siete hijos en su corta vida matrimonial, que habrá durado aproximadamente el producto de esta breve multiplicación, 7 x 9 "= 63 meses, con algo de margen para los puerperios, es claro, menos el séptimo, al que no sobreviviera. Y como la dueña de aquella fecundidad estuviese tan ocupada en hacer esos siete chicos en tan poco tiempo, vino a ser la primogénita Azucena quien, desde que tuvo algunas escasas fuerzas, los acogió en sus brazos durante la época indefensa de cada uno. Es como una madre, se acostumbró a oír decir a la gente, viéndola siempre con niño vivo, nunca con muñecas inertes. O mejor dicho, cargando aquellos muñecos que berreaban, comían, ensuciaban el hábitat, dormían y despertaban para volver a hacerlo todo de nuevo en un interminable ciclo.

Pero algo iba a suceder como un fenómeno muy especial no investigado aún por los relatores: que a medida que nacían, como si se fuera agostando el árbol luego de cada remesa frutal, las criaturas eran cada vez más chicas. Quizás por la rapidez de las hornadas, o por lo que la genética quiera explicar, el asunto continuó así en la línea evolutiva, o en la involución, si se mantiene fidelidad a la palabra. Y con el último niño, es decir el séptimo, la mujer murió. Y Azucena se abrazó a éste como a las anteriores, sintiendo cada vez menos el peso de la carga. De pronto, pasados ya siete años del último vástago, a quien se le pusiera el obvio nombre de Septimio, se cayó en la cuenta de que aquel achicamiento progresivo de las crías había ido en serio: el niño era, y así lo confirmaron los médicos, enano, pero de un enanismo muy particular, ya que nunca pasaría de los cincuenta centímetros de estatura.

Azucena siguió con el enano en brazos mientras caían las hojas del almanaque con el color de las estaciones sucesivas. Los demás hermanos se fueron de la casa cada cual a su destino, como ocurre siempre para que este mundo sea un muestrario de diferencias. Y con el ensañamiento del tiempo al que nadie ha descrito en la exacta medida de su ferocidad, los años se abalanzaron sobre la ya mujer que, con el pequeño pigmeo encima, envejeció hasta llegar a los ochenta..

Por una operación matemática simple, fácil es colegir cuántos años tendría entonces Septimio, nacido durante el décimo de Azucena.

Y éste vino a ser el final, un final tan humilde y tan anónimo que quedó sin registrar en ningún The End cinematográfico, en ningún libro de cuentas rendidas con el cielo, en ningún memorial de la tristeza. Porque lo cierto es que una tarde tibia de sol otoñal, parada Azucena en la puerta de su antigua y semiderruida casa –casa de cien años, mujer de ochenta, enano envuelto en ropas de bebé de setenta–, acertó a pasar un anciano decrépito apoyado en su bastón, la miró, descubrió cierta mancha vinosa de su cara, que también había sido la marca de la madre, y le dijo: Hola, doña Adelaida, ¿se acuerda de mí? Soy aquel muchacho pelirrojo del barrio a quien le decían El Cometa. Sabrá ahora que yo estaba enamorado de su hija Azucena, tan bonita y tan maternal, con su rebelde pelo rubio que le cubría un lado de la cara. Pero un día nos cambiamos de zona, yo me estiré, me casé, tuve hijos y nietos, enviudé, y hoy he venido a despedir a un amigo de la infancia que murió en la otra cuadra. Y no sabe cuántos buenos y bullangueros recuerdos me despertó el obituario a pesar de ser lo que era, un toque de silencio... Su voz de tortuga vieja, que deben tenerla como todos los seres comunicantes, quedó flotando en el aire dorado unos segundos mientras el dicente se alejaba siempre renqueando. Y de pronto el hombre que recapacita, se vuelve y pregunta: Pero dígame, doña Adelaida, ¿hasta cuándo piensa usted seguir teniendo niños?

Mortis

Sí: Azucena murió allí mismo de un síncope. El homúnculo envuelto en puntillerías antiguas rodó y se desnucó. Y esto último no lo contaba Gastón, pero hay que ser piadosos aunque a fuerza de la desnuda verdad, pues ¿qué iba a hacer un anciano tan pequeño en este inhóspito mundo?, ¿irse a vivir a una colmena para cuidar a la reina? Gastón sabe lo demás, hasta el nombre de la calle en que ocurrió aquello tan extraño, unos niños que nadan cada vez más pequeños al punto de alcanzar lo absoluto. Yo respondo sólo del final, ya que suelo darme a investigar historias truncas, tengo un banco de datos. No, computadora no, las fichas me caen más humanas. Al manejar la de Azucena creí aspirar un vaho sutil de leche coagulada.


Cuentos de ajustar cuentas
Varios autores
Ediciones Trilce, Montevideo 1990.



Armonía Sommers, la que vivía en sus libros

Por Marosa Di Giorgio


En la vida cotidiana, aparente, y también importante, fue Armonía Etchepare de Henestrosa, educacionista y autora de libros de pedagogía.

En 1950 salta a la notoriedad y al desconcierto público con su relato “La mujer desnuda”. Luego comienzan a aparecer otros cuentos y novelas, que la colocan en un sillón alto y seguro, dentro de nuestras letras y las del mundo.

Muchas veces ha sido estudiada, investigada en países extranjeros, sobre todo, en Francia, en La Sorbona y otras universidades.

En 1996, Ángel Rama, su fervoroso admirador, la ubica en Cien años de raros, con un cuento, “El desvío”, y dice de ella entre otras cosas: sorprende por la audacia de sus temas, el extraño lirismo de su ambiente y la riqueza de la escritura.

Luego, en dos tomos, siempre en Editorial Arca, le publicó Todos los cuentos.

Algunas de sus novelas: De miedo en miedo, La calle del viento norte, Un retrato para Dickens. En Buenos Aires se demoran por razones económicas, editoriales, en la actualidad, en publicarle su larga obra Los elefantes no comen mandrágora. Faltan otros títulos, que, en este instante, escapan a nuestra memoria.

Armonía Sommers habita un apartamento del Palacio Salvo, ese lugar clave de Montevideo, y su ambiente hogareño, es barroco y presidido por un grande y blanco ángel. Ella habita, pues, la casa del ángel. Pero, también, es la casa del demonio y la mandrágora, la manzana del bien y del mal; extiéndese hasta tornarse campo de espejos e inauditos tulipanes y alacranes. Rara vez aparece en público. La oímos decir, ha poco, que cree que un escritor debe guardar su enigma, vivir en los libros, sólo en los libros, para sus lectores.

Tiene otra residencia a la orilla del mar, Villa Sommers, o Somemrsville, que nos dicen es una gran casa misteriosa, que sólo podría ser la casa de Armonía Sommers.

Como preámbulo a “El desvío”, anota: “Se trata de una historia vulgar. Pero yo la narro a toda esta gente que está tirada conmigo sobre la hierba donde se produjo el desvío y nos dejaron abandonados. En realidad, no parecen oír ni desear nada. Yo insisto, sin embargo, porque no puedo concebir que alguien no se levante y grite lo que yo al caer. A pesar de los que me pregun- taron en lugar de responderme. Algo tan brutalmente definitivo como este aterrizaje sin tiempo”.

Se ve un romance, que comenzó en un tiempo más o menos real. Empezaron a mirarse entre los globos de colores que izaba un niño y que ellos ayudaron a izar y así ambos parecían más bellos.

El ferrocarril y el viaje y el amor empiezan a mostrar, enseguida, una condición desconocida. Las palabras siguen siendo fuertes y veraces y parecen estar demostrando lo cotidiano; es distinto todo aquí a la evocación, a la investigación morosa y nostálgica de Felisberto. Sin embargo, la extrañeza toma, a cada instante, más cuerpo, y los pies comienzan a perder contacto con el suelo, y las alas, que, seguramente, se despliegan, van por un aire enrarecido.

Las manzanas hacen de algún modo, el objeto clave, la textura del cuento, en su bíblico significado, pero también podrían ser los frutos de los valles de la muerte, Ávalon, Apple, en las nórdicas mitologías.

Pues, un cuento y canto, mordaz, iluso, de amor y desamor, de gloria y fin, con gusto a manzanas, es “El desvío”.

“Se nos entreveraban ya las cosas a través del vidrio (pájaro con árbol, casa con jardín y gente, cielo con humo y nada). Tuve por breves instantes la impresión de un rapto fuera de lo natural, casi de desprendimiento”.

“Los dejamos a todos boquiabiertos, agarrados al nombre real de las cosas con la cohesión de un banco de ostras. Comer manzanas era para nosotros la significación total del amor, y nos capitalizábamos en su desgaste como si hubiésemos descubierto los trajes del verano.” “No será cuestión de continuar aquí toda la vida. Al pronunciar aquella última palabra sentí algo sospechoso en el plexo solar, pero la seguí repitiendo sordamente –vida, vida– en cierto plan de sospechas sobre la especie de trampa en que pudiera haber caído.”

“No me dejó ni agonizar. Percibí claramente el ruido de cerrojo de la aguja al hacerse el desvío, trasmitido de los rieles a mi corazón como un latido distinto. Y luego, mi caída violenta sobre la maleza.

–¡Eh, dónde está la estación, dónde venden los pasajes de regreso! ¡El número, sí, aquí está en mi memoria, el número de aquella casa demolida! Entonces fue cuando lo oí, a la grupa del convoy que se alejaba de mí.

–¿Qué estación, qué regreso, qué casa...?” 

 Todos los cuentos, dos volúmenes, editados por Arca, cuando era conducida por Ángel Rama, reúne la producción narrativa de Armonía Sommers desde 1953 a 1967, y creemos que la más importante porción de su obra.

Se abre a nuestro conocimiento una planicie insólita y erizada, donde todo crepita, provoca, es cruel, sexual, doloroso y desconocido.

Hay un correrse de velos que dejan a la luz desvíos y torturas, contracciones y abismo insondables del cielo y de la tierra.

El cuento primero del tomo primero se ha hecho célebre. Es “El derrumbamiento”.

El argumento podría ser contado en muy pocas palabras: Un negro mísero, asesino por casualidad, se encuentra con la Virgen, la Inmaculada y se produce una especie de diálogo y sinfonía, un entresueño erótico y doloroso, que se deshace con el fallecimiento del negro y de todos los circunstantes.

El lenguaje es rotundo, diríamos realista, y con él se va haciendo la golpeante historia.

Ya singulariza todo el hecho de que el protagonista masculino sea un negro, un perseguido, frente a la diáfana y segura Niña de los Cielos.

La contraposición y aproximación, a la vez, las dos cosas, corren desde el principio al fin. El negro descubre, esculpe, a la Virgen, con sus alucinadas pupilas y su lenguaje.

Anotamos el poemario que sale de la boca del negro, en porciones, repartido, por todo el tiempo del relato.

Virgencita, rosa blanca del cerco. Mi rosa sola, ayuda al pobre negro que mató a ese bruto blanco, que hizo esa nadita hoy. Mi rosa sola, mi corazón de almendra dulce, rosa clara del huerto. Rosita blanca. Dulce prenda. Virgen blanca. Usté, rosita blanca del cerco. Rosita sola asomada al cerco. Lirito claro.

Yo le inventé un canto dulce, robaré a las cañas todo lo que ellas dicen y lloran. Niña clara. Niña de los pies de cera.

¡Vuélvase al plinto! Vuélvase, rosa dulce, vuélvase al sitio de la rosa clara!

–¿Y cómo he de hacer yo, lirito dulce, para fundir la cera?

Dulce perla sola.

Pies de gardenias. Dos gardenias vivas. Piernas de fina rosa.

Varas de la santa flor. Varas de jacinto tierno.

Muslos suaves, blandos como lagarto bajo un sol de invierno. Narciso de oro, huerto cerrado.

Pero el acontecer es terrible. Él es un misérrimo ser con el alma inocente, en medio de una noche de demonios, huyendo de él mismo, entra en la casa de los desposeídos, donde hay un resto de gasa sucia, “movediza y obsesionante”, se dice que parece encarnar al viento, y a la locura.

Descubre a la Niña del Cielo, que es en el principio una estatuilla dulce, hecha de loza y rositas, y luego, va tomando estatura, movimiento y voz, y hace su descendimiento como una lágrima y como una mujer y hace como una ofrenda de sí misma, a lo más triste y desposeído de la tierra. Sólo que está tejido en forma atroz y perfumada romanza. En lacerante contrapunto.

El negro no llegará a invadir el capullo de oro, porque lo que está viviendo es ya el ensueño de la muerte, del fin.

Antes del aniquilamiento de él y de todo lo que le rodea, la Virgen desaparece:

Porque ella es fina y clara como media luna, apenas si necesita una pequeña abertura para su fuga. Un viento triste y lacio se la llevó en la noche: El episodio de “La inmigrante”, que también podríamos denominar “Violeta de Parma”, destaca un tema hasta ha poco prohibido, por lo menos en los ambientes sudamericanos coloniales. Está ejecutado con gran fineza y halo poético. Hay un ir y venir de cartas de madre a hijo, joven madre, apenas cuarenta años, donde el segundo llega a enterase, a destejer una trama apasionada y nostálgica de la vida de la primera.

El amor del hijo hacia la madre, con el complejo edípico, se traza en la arena, en forma de oval línea que él dibuja en torno de su espléndida y sensitiva progenitora, como diciendo: NADIE PASARÁ.

Adentrado en el pretérito drama de amor de ella por una niña veinteañera perfumada con Violeta de Parma, y luego llamada así, el adolescente se impacta, sube y luego odia y desprecia a quien se atreviera a marginar sentimentalmente a su madre, eligiendo la vulgaridad del casamiento.

Ese es el argumento que, creemos, movió a escándalo al lector montevideano de la década del cincuenta. Ahora, el cine, el teatro, libros, tratados de psicosexología han puesto casi en claro los hilos más íntimos de muchos enigmas.

Pero, como siempre, la anécdota es cosa secundaria. Armonía Sommers logra bellas páginas; es un cuento algo más largo de lo común en ella, y el estilo mantiene su elegancia, una gracia algo oblicua, un perfume de... Violeta de Parma.

Por ejemplo:

Quisiera verle una vez más. Pero fuera de esta ciudad, lejos de aquí, en un weekend del otro mundo. ¿Dónde, dónde?

“Veníamos desde un mundo viejo y achatado por añadidura. En cambio de esa sordidez, a ella le hubiera sido sólo preciso un pequeño cesto en la cadera para que aquel cuartucho miserable floreciese como un campo sembrado de tulipanes. La alfombra desgastada como la misma tierra que nos mecía la fue trayendo lentamente. Yo miraba los pies de hueso largo, esos que parecen suelo como si danzaran a cada paso. Pero aquellos pies eran el tallo que sostenía la flor entera.

Una especie de sol anfibio empezó finalmente a colarse por las rendijas. Sin duda había cesado de llover, pero yo oía caer agua, siempre más agua. Entreabrí apenas la puerta que daba al exterior y la vi. Se desplomaba del molino desbordado en una especie de cabellera líquida. Violeta, del color de su nombre, dormía boca arriba entre la realidad de cuarto adentro y mis ojos sonámbulos que la levantaban hasta el molino.


En Otras Vidas de Marosa Di Giorgio- Adriana Hidalgo.

 

Otras vidas
Marosa Di Diorgio
Adriana Hidalgo, 2017.



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