Lo que queda huérfano

¿Qué pasa cuando las cosas se quedan huérfanas?¿Adónde va a parar su dominio, su interés, su sentido? Las cosas no son más que eso: cosas. Pero el valor con que las recubrimos les infunde una suerte de ánima, de vitalidad, las hace parecidas a quienes las poseen o poseyeron. Libro de arena publica una nota referida a lo que deja la muerte tras de sí, los objetos que siguen habitando la vida de quienes despiden a sus seres queridos y se enfrentan con sus cosas.


Por Adriana Márquez*

“A veces pienso en mi viejo. O es un barco que parte o esa gente vagabunda que trae el verano o simplemente una luz en el río. Entonces me siento en la costa y pienso en mi viejo.” Así empieza “Todos los veranos”, uno de mis cuentos favoritos de Haroldo Conti. Así empieza a narrar el recuerdo del padre muerto. Y de ese mismo hilo del recuerdo han nacido infinidad de relatos. Es que el tema traspasa la literatura. La atraviesa. Los vivos narran a sus muertos y así los mantienen cerca: la palabra permanece.
Es que toda muerte deja huérfanos, me digo. Vienen nombres, títulos, frases, imágenes. Un poema de Miguel Hernández que leí en la escuela secundaria y cuyo comienzo me quedó grabado: “En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería.” Tan contundente, tan encierro de pena y de cariño. Tan inesperado ese “con”, cuando uno espera la seguridad de un “a” (a quien tanto quería). Pero no. El poeta señala el dolor de no tener ya más a un compañero con quien se quería. Y pienso que eso es literatura. Esa preposición inesperada es literatura. Ese decir inesperado es literatura. Esa muerte que dicha así se vuelve única, universal, recordable. 
Es que toda muerte deja huérfanos, me repito, y pienso también en los silenciosos, los sin voz: los objetos, las prendas de vestir, los libros, las anotaciones. Los sin voz que nos acompañan durante toda la vida. Cuando no estamos, quedan solos. Y se muestra la verdadera naturaleza de las cosas que nos rodean: nunca fueron nuestras. Se trata de una pertenencia corta, momentánea, efímera, casi una ilusión. En realidad, configuran una maqueta de nuestra existencia que, a veces, es deseada por otros, como en “La larga y dolorosa muerte”, cuento de Claire Keegan en el que la casa del escritor muerto Heinrich Böll es anhelada al punto de ser el motivo de disputa entre una joven escritora que la ha alquilado y un visitante inesperado que no pudo hacerlo. La casa del escritor muerto (con la “famosa ventana” de su estudio, desde la que se ve el mar) se vuelve un amuleto que enmarca el anhelo de un sitio donde el arte pueda suceder, donde pintar, escribir, componer estén casi garantizados. Sólo por haber pertenecido a un artista. Como si un halo quedara flotando entre sus cosas y pudiera ser aprehendido, casi inhalado si se permanece cerca.
Lo que siempre dejan los muertos son recuerdos. Mientras trata de decidir qué hacer con los objetos de su padre, la narradora de El lugar del padre (novela de Ángela Pradelli) tiene que lidiar con los recuerdos ligados a ellos. Así, un pañuelo de seda que ha empezado a ser comido por las polillas, un sobretodo con el que ella ahora se calienta por las noches, una pila de diarios viejos, bolsas de alpiste, libros del ferrocarril, un diccionario, remedios se vuelven acompañantes en el duelo pero también reclaman, en silencio: ¿qué será de nosotros? ¿qué harás con nosotros? Y la protagonista se pregunta: ¿debo hacer algo con ellos? En ese caso, ¿qué?
Resolver sobre las pertenencias de los muertos es tomar decisiones por ellos. Así, la trágica muerte de su novia pone al protagonista de la novela Plaza Irlanda, de Eduardo Muslip, en situación de tener que decidir sobre la ropa ya sin dueña. Muslip describe sutilmente las distintas emociones que surgen del acto mínimo y a la vez profundo y conmovedor de encontrarles nueva dueña: irritación, disgusto, rechazo. Aceptación, por fin: la aceptación de que las prendas huérfanas en realidad tendrán un futuro más amable: “Por el contrario, es como que llegará para la ropa de Helena un momento de liberación. Es que nunca recibió un buen trato. (…) Un guardiacárcel miraría a los presos con más simpatía.”
En la orfandad de las cosas se advierte el hueco, la ausencia. Narrar su nuevo presente es preguntarse por la muerte, siempre dura, siempre golpe fatal, pero también parece ser un indagar en el futuro. Un nuevo futuro. Eso advierte el protagonista de Plaza Irlanda: “Sus objetos son como planetas cuyo sol desaparece y no pueden girar más a su alrededor. Supongo que morirse puede verse así, no poseer más la facultad para hacer que personas y objetos giren alrededor de uno. Todo lo que nos rodea se dispersa y pasará a formar parte de otros sistemas. La ropa irá hacia otros cuerpos, los amigos descubrirán nuevas afinidades.”


*Adriana Márquez: es Licenciada en Letras, docente del Taller de lectura y escritura en la materia Semiología (CBC - UBA). Publicó el libro de relatos De paso (2013, Editorial Simurg). Dicta talleres literarios. 

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