Los pacientes del Doctor García, de Almudena Grandes.
“Desde el 22 de octubre de
1952, hasta mediados de enero de 1953, estuve un rato con mi hijo Guillermo
todas las tardes. Al salir del trabajo iba a verle, le examinaba y hablaba con
él, al principio poco y solo de su estado, después, cuando empezó a sentirse
mejor, de otras cosas. La primera semana, Amparo estuvo siempre presente, muy
cerca de mí, en un estado de alerta que me resultaba irritante aunque nunca se
lo recriminé, porque me daba miedo de que prohibiera mis visitas. Después, su
vigilancia se fue relajando. Entre las seis y las siete de la tarde casi
siempre tenía algo que hacer, y además descubrió enseguida que el enfermo se
había aficionado tanto a que le leyera en voz alta, que apenas nos quedaba
tiempo para más.
Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo,
diga algunas palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña manera me
llevaron los azares de la vida presenciar la terrible catástrofe de nuestra
marina…
-Si te cansas, o te aburres,
me lo dices, ¿vale?
-Vale, pero ¿por qué has
cogido ese libro?- estaba en su estantería, entre varios de sus compañeros, el
lomo perfecto, las páginas tan tiesas como si ni siquiera lo hubiera abierto
para hojearlo cuando alguien se lo regaló-. ¿A ti te gusta?
-Sí. Lo leí cuando tenía tu
edad y me gustó. Es una novela de aventuras sobre la batalla de Trafalgar, y el
protagonista es un chaval igual que tú.
Al hablar de mi nacimiento, no imitaré a la mayor parte de los que
cuentan hechos de su propia vida, quienes empiezan nombrando su parentela, las
más veces noble, siempre hidalga por lo menos, si no se dicen descendientes del
mismo emperador de Trapisonda…
-¿Quién es el emperador de
Trapisonda?
-Nadie, es una manera de
contar que él es pobre y lo reconoce, mientras que otros habrían dicho que eran
nobles o príncipes. Es como decir que alguien desciende del sobaco de Cristo.
-Eso sí lo he oído. Experta lo
dice mucho.
Yo, en esta parte, no puedo adornar mi libro con sonoros apellidos; y
fuera de mi madre, a quien conocí por poco tiempo, no tengo noticia de ninguno
de mis ascendientes, si no es de Adán, cuyo parentesco me parece indiscutible.
Doy principio, pues, a mi historia como Pablos, el buscón de Segovia:
afortunadamente Dios ha querido que en esto sólo nos parezcamos…
-No entiendo eso.
-¿Lo del buscón? Es un
personaje de otra novela, muy pobre también, que se ganaba la vida engañando,
robando comida…
-Da igual. Sigue, me gusta
mucho oírte.
Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de La Viña, que no es hoy, ni
menos era entonces, academia de buenas costumbres. La memoria no me da luz
alguna sobre mi persona y mis acciones en la niñez, sino desde la edad de seis
años; y si recuerdo esta fecha, es porque la asocio a un suceso naval del que
oí hablar entonces: el combate del cabo de San Vicente, acaecido en 1797…
Todas las tardes le leía unas
cuántas páginas y contestaba a sus preguntas, al principio muchas, después,
cuando se empeñó en que terminara un capítulo entero antes de irme, cada vez
menos. Luego le ponía el termómetro, le auscultaba, le pedía que hiciera
algunos movimientos muy suaves para calcular el grado de inflamación de sus
músculos, anotaba todos los datos en una libreta que guardaba en el cajón de la
mesilla y me iba a mi casa. Nunca pasaba con él más de una hora, porque no
quería cansarle, aunque me conmovían mucho sus intentos por retenerme. Me
conmovió aún más comprobar que volvía a leer por las mañanas lo que yo había
leído para él la tarde anterior, en primer lugar porque era un indicio claro de
mejoría, pero además y sobre todo, porque Trafalgar
representaba una isla desierta que habitábamos los dos solos, el vínculo
íntimo, secreto, que me devolvió a mi hijo perdido con una intensidad más
decisiva que sus fiebres reumáticas, cuando ya no tenía esperanzas de recuperarlo.
Mi destino, que ya me había llevado a Trafalgar, llevome después a
otros escenarios gloriosos o menguados, pero todos dignos de memoria. ¿Queréis
saber mi vida entera? Pues aguardad un poco y os diré algo más en otro libro.
-Ya está- una oscura, lluviosa
tarde de noviembre terminé de leerle la novela-. Se ha terminado. ¿Te ha
gustado?
-Mucho.
-Podemos leer el siguiente.
-No, ya lo he empezado yo-
sacó La corte de Carlos lV de debajo
de la almohada, se echó a reír y lo celebré, porque la risa era un síntoma tan
halagüeño como la lectura-. Pero podríamos hacer otra cosa, jugar a las cartas,
por ejemplo.
-No, se me ocurre algo mejor.
Al día siguiente, enseñé a
José Antonio Urbieta a jugar al ajedrez en el viejo tablero de Don Fermín, que
su madre había guardado en el maletero de su armario como si fuera un trasto
viejo.”
(Fragmento de Madrid,
21 de octubre de 1952 - Págs. 666-668)
Los pacientes del Doctor García
Almudena Grandes
TUSQUETS, 2017.
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