Santa Evita (fragmento)


“Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces puntadas en el vientre, y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo ni lugar. Sólo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope.

Aunque los médicos no cesaban de repetirle que la anemia retrocedía y que en un mes o menos recobraría la salud, apenas le quedaban fuerzas para abrir los ojos. No podía levantarse de la cama por más que concentrara sus energías en los codos y en los talones, y hasta el ligero esfuerzo de recostarse sobre un lado u otro para aliviar el dolor la dejaba sin aliento.
NO parecía la misma persona que había llegado a Buenos Aires en 1935 con una mano atrás y otra adelante, y que actuaba en teatros desahuciados por una paga de café con leche. Era entonces nada o menos que nada: un gorrión de lavadero, un caramelo mordido, tan delgadita que daba lástima. Se fue volviendo hermosa con la pasión, con la memoria y con la muerte. Se tejió a sí misma una crisálida de belleza, fue empollándose reina, quién lo hubiera creído. (…)
Una semana atrás, ¿ya una semana?, se le había apagado la respiración por un instante (como les pasaba a todos los enfermos de anemia, o eso le dijeron). Al volver en sí se encontró dentro de una cueva líquida, transparente, con máscaras que le cubrían los ojos y algodones en los oídos. Después de uno o dos intentos, consiguió quitarse los tubos y las sondas. Para su extrañeza, advirtió que en ese cuarto donde las cosas se movían rara vez de lugar, había un cortejo de monjas arrodilladas delante del tocador y lámparas de luz turbia sobre los roperos. Dos enormes balas de oxígeno se alzaban amenazantes junto a la cama. Los frascos de cremas y perfumes habían desaparecido de las repisas. Se oían rezos en las escaleras batiendo las alas como murciélagos.
-¿ A qué se debe ese barullo?- dijo, incorporándose en la cama.
Todos quedaron inmovilizados por la sorpresa. Un médico calvo al que apenas recordaba se le cercó y le dijo al oído:
-Acabamos de hacerle una pequeña operación, señora. Le hemos quitado el nervio que le producía tanto dolor de cabeza. Ya no va a sufrir más.
- Si sabían que era eso no entiendo por qué han tardado tanto- y alzó la voz, con el tono imperioso que ya creía perdido-: A ver, ayúdenme. Tengo ganas de ir al baño. (…)
En uno de sus desvelos hizo llamar a su marido, y le pidió que se quedara un rato con ella. Lo notó más gordo y con unas grandes bolsas carnosas bajo los ojos. Tenía una expresión desconcertada y parecía deseoso de irse. Era natural: hacía casi un año que mo estaban a solas. Evita le tomólas manos y lo sintió estremecerse.
-¿NO te atienden bien, Juan?- le dijo-. Las preocupaciones te han engordado. Dejá de trabajar tanto y vení por las tardes a visitarme.
-¿Cómo hago, Chinita?- se disculpó el marido-. Me paso el día contestando las cartas que te mandan a vos. Son más de tres mil cartas, y en todas te piden algo: una beca para los hijos, ajuares de novia, juegos de dormitorio, trabajos de sereno, qué sé yo. Tenés que levantarte rápido antes de que yo también me enferme.
-NO te hagás el gracioso. Sabés que mañana o pasado me voy a morir. Si te pido que vengas es porque necesito encargarte algunas cosas.
- Pedíme lo que quieras.
-NO abandonés a los pobres, a mis grasitas. Todos estos que andan por ahí lamiéndote los zapatos te van a dar vuelta la cara un día. Pero los pobres no, Juan. Son los únicos que saben ser fieles.- El marido le acarició el pelo. Ella le apartó las manos:- Hay una sola cosa que no te voy a perdonar.
-Que me case de nuevo- trató de bromear él.
- Casáte las veces que quieras. Para mí, mejor. Así vas a darte cuenta de lo que has perdido. Lo que no quiero es que la gente me olvide, Juan. NO dejés que me olviden.
-Quedáte tranquila. Ya está todo arreglado. NO te van a olvidar.
-Claro. Ya está todo arreglado- repitió Evita. “


Fragmento del Capítulo  1, “Mi vida es de ustedes”, Santa Evita, Tomás Eloy Martínez.



Santa Evita
Tomás Eloy Martínez
Planeta, 1996.

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