Fragmento del capítulo “Hojas caídas”, de Colores de Otoño, de Henry David Thoreau


“Cuando voy al río al día siguiente de la gran caída de hojas, el dieciséis, me encuentro con mi barca toda cubierta, fondo y asientos incluidos, por las hojas del sauce dorado bajo el que está amarrada, y zarpo con una carga que cruje bajo mis pies. Si la vacío, mañana volverá a estar llena. No las considero desperdicios que haya que tirar, sino que las acepto como paja o una esterilla apropiada para el fondo de mi carruaje. Cuando entro en la embocadura del Assabet, que es boscoso, toda una flota de hojas me recibe en la superficie, como si estuvieran saliendo del mar, con espacio para dar bordadas; pero, junto a la orilla, un poco más allá, son más espesas que la espuma y casi llegan a ocultar el agua a lo ancho de cinco metros, debajo y entre los alisos, los cefalantos y los arces, perfectamente secas aún, livianas y con la fibra tensa; y, en un recodo rocoso, donde se reúnen y el viento de la mañana las detiene, a veces forman una especie de media luna amplia y densa que cruza casi todo el río. Cuando viro la proa hacia allí y la ola que forma las golpea, oigo el placentero susurro que producen estas sustancias secas al entrechocar unas con otras. A menudo es sólo esta ondulación lo que permite ver el agua que hay debajo. Este susurro también delata cada movimiento de la tortuga de bosque en la orilla. Incluso en medio del canal, cuando aumenta el viento, las oigo silbar con un susurro. Más arriba, giran y giran lentamente en un gran remolino que forma el río, a la altura de las coníferas, donde el agua es más profunda y la corriente las arrastra a la orilla.
Tal vez, por la tarde de aquel día, cuando las aguas están perfectamente calmas y llenas de reflejos, remo con suavidad por el brazo principal y, río arriba por el Assabet, llego a una caleta silenciosa, donde inesperadamente me veo rodeado por millares de hojas, como si fueran compañeras de viaje con el mismo propósito, o falta de propósito, que yo. Mirad esa gran flota de hojas-barco dispersas entre las que remamos por la bahía de este río plano, cada una de ellas curvada hacia arriba gracias al talento del sol, cada nervadura rígida, como las canoas de piel, con todos los posibles dibujos, probablemente como la barca de Caronte navegando entre las demás, algunas con proas y popas elevadas, como los majestuosos navíos de la antigüedad, que avanzaban despacio sobre las aguas mansas, o como las densas ciudades flotantes chinas, en las que uno se pierde como al entrar en alguna feria de Nueva York o de Cantón, por lo abigarrado del conjunto. ¡Con qué suavidad han sido depositadas sobre las aguas! Sin ninguna violencia, aunque, quizá, algunos corazones palpitantes estuvieron presentes en la botadura. Hay también patos coloridos, el espléndido pato americano, que a menudo sale a navegar entre las hojas pintadas, corbetas de un modelo aún más noble.
¡Qué saludables tisanas habrá ahora en los pantanos! ¡Qué generosos aromas medicinales de las hojas en descomposición! La lluvia que cae sobre las hierbas y las hojas recién secadas que llenan las charcas y las zanjas en las que han caído limpias y rígidas pronto se convertirá en una infusión —tés verdes, negros, marrones y amarillos, de todos los grados de intensidad—, con fuerza suficiente para poner a toda la naturaleza a cotillear. Las bebamos o no, estas hojas, antes de que se extraiga toda su sustancia, secadas en la gran tetera de la naturaleza, tienen unos tonos tan delicados y puros como los que han hecho famosos a los tés orientales.
¡Cómo se mezclan todas las especies, robles y arces, castaños y abedules! Pero la naturaleza no se recarga de ellas; es un perfecto granjero que las almacena a todas. ¡Imaginad qué inmensa cosecha es derramada cada año sobre la tierra! Ésta, más que ningún grano o semilla, es la gran recolección del año. Los árboles devuelven a la tierra con intereses lo que han tomado de ella. Están a punto de añadir una capa de hojas a la profundidad del suelo. Mientras converso con un hombre que me habla sobre el azufre y los costes de transporte, pienso que de esta bella forma la naturaleza obtiene el mantillo. Gracias a esta descomposición todos somos más ricos. Me interesa más este cultivo que el césped inglés o el grano. Prepara el humus virgen para futuros maizales y bosques con los que la tierra prospera. Mantiene nuestra casa en buenas condiciones.
En cuanto a diversidad de belleza no hay cultivo que pueda comparársele. Aquí no se trata sólo del mero amarillo de los granos, sino casi de todos los colores que conocemos, sin exceptuar el azul más brillante: el arce temprano ruborizado, el zumaque venenoso enarbolando sus pecados escarlata, la morera, el rico amarillo cromado de los álamos, el rojo brillante de los arándanos que pinta el fondo de las montañas. Los toca la helada y, con el soplo más ligero del retorno del día o la sacudida más leve sobre el eje de la tierra, ¡mirad qué lluvia de colores cae de ellos! La tierra está engalanada. Y, a pesar de todo, las hojas siguen viviendo allí en el suelo, a cuya fertilidad y volumen contribuyen, y en los bosques de los que vienen. Caen para elevarse, para subir más alto en los próximos años, por medio de una química sutil, trepando por la savia a los árboles y a los primeros frutos que caen de los árboles jóvenes, trasmutadas al fin en una corona que, al cabo de los años, las convierte en el monarca de los bosques.
Es agradable caminar sobre este lecho de hojas fresco y crujiente. ¡Con qué belleza se retiran a su sepultura! ¡Con qué suavidad yacen y se convierten en mantillo, pintadas de mil colores, perfectas para ser el lecho de nosotros, los vivos!  Así desfilan hacia su última morada, ligeras y juguetonas. No caen sobre las hierbas, sino que corretean alegres por la tierra, eligen un terreno, sin vallas de hierro, susurrando por todos los bosques de los alrededores. Algunas eligen el sitio donde hay hombres que yacen debajo enmoheciendo y se reúnen con ellos a medio camino. ¡Cuántas revolotean antes de descansar en silencio en sus tumbas! Ya han volado tan alto que vuelven al polvo con enorme satisfacción y se depositan allí abajo, resignadas a yacer y a descomponerse al pie del árbol para ocuparse de la alimentación de las nuevas generaciones de su especie y volver a ondear en lo alto. Nos enseñan a morir.”

Colores de Otoño
Henry David Thoreau
Editorial Olañeta

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