Sylvia Iparraguirre: "La literatura demanda, mucho, pero también devuelve"
Un amor literario. Mientras aguarda la publicación de La vida invisible, su último libro, la escritora defiende la lectura como formadora de identidad y recuerda a quien fuera su esposo y colega: Abelardo Castillo.
En mayo de 2017 Sylvia Iparraguirre estaba escribiendo su autobiografía literaria, a la que tituló
La vida invisible, cuando sobrevino lo inesperado. Fue abrupto
como una náusea. La muerte de su esposo y colega, el escritor Abelardo
Castillo. El hombre con quien compartió 48 años de la vida.
En su historia -como también en la de él- es
imposible dividir lo personal e íntimo de lo literario. Ella misma lo
cuenta así, con esas palabras, en ese libro que llegará en abril,
editado por Ampersand. Allí están su infancia en Junín, con la
biblioteca de sus padres y la de sus abuelos en Los Toldos. Y los
primeros libros:
Robinson Crusoe, el título que más amó de la mítica colección Robin Hood; o
Marido y mujer, "de un tal Tolstói". Fue en su adolescencia -cuenta- cuando descubrió "el idioma de los argentinos" con tres libros:
Fervor de Buenos Aires, de Jorge Luis Borges;
Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato; y
Los premios, de Julio Cortázar. Porque hasta entonces el lenguaje de los libros había sido, para ella, el de las traducciones españolas.También rememora su llegada, muy joven, a la ciudad de Buenos Aires, para empezar la carrera de Letras en la Argentina pos- Onganía. Uno de los capítulos está dedicado a un profesor de la Facultad: Borges. Lo retrata desde la mirada de alumna: sus clases, sus gestos, y un examen de literatura inglesa que ella fue a rendir aterrada.
Hay otro capítulo, ineludible. Es el referido a su "educación sentimental", que comienza a los 22 años, cuando asiste a una reunión de El Escarabajo de Oro, la revista literaria que dirigía Abelardo Castillo. Iparraguirre puede decir -aunque no lo diga- que fue testigo y protagonista de lo mejor de la literatura argentina del siglo XX.
Es imposible limpiar la entrevista de las esquirlas de esos días de mayo del año pasado en que la escritura de La vida invisible se detuvo. También en la víspera de la partida y durante el duelo la acompañaron -la acompañan- los libros. Están ahí, en su casa de Balvanera. Su biblioteca en un escritorio; la de él, en otro; la de ambos en el living y una más en la habitación matrimonial. Entre todos estos libros y los que tenían en San Pedro, el lugar donde Castillo decidió ser escritor, suman más de ocho mil volúmenes.
Sylvia Iparraguirre escribe: "Con Abelardo la vida invisible se visibilizó, fluyó, para transformarse en un diálogo continuo. Si la biblioteca de la casa de mi abuela arma la primera escena de mi novela personal como lectora, en la biblioteca de Abelardo, de nuestro departamento de la calle Pueyrredón, empezó mi educación literaria".
Hoy está terminando de revisar citas y documentos en lo que será el segundo tomo de los Diarios de Castillo. Ese libro llegará en los próximos meses a las librerías, editado por Alfaguara. Mientras, tuvo que poner punto final al que define: "el libro más difícil de mi vida".
Usted sostiene que la lectura forma la identidad.
Es que para mí fue así. La lectura es una de las experiencias vitales que formaron mi subjetividad. La experiencia de la literatura no está escindida de mi vida visible, por ponerlo en términos del título del libro que refiere a la otra vida, la invisible, la de la lectura. Tuve la suerte de tener una biblioteca en mi casa familiar. Nunca nuestros padres, ni a mi hermana ni a mí, nos dijeron qué podíamos -o no- leer. Eso también me dio una gran libertad. Escribir este libro fue un ejercicio de la memoria. Y fue fantástico, me atrapó. La marca que le di desde el comienzo fue narrativa. No quería ponerlo en la línea del ensayo académico, que por otro lado es de donde yo vengo. Me interesaba que el libro llegase al lector general, no al lector especializado. Porque la lectura me acompaña desde muchísimo antes que la academia. Por eso menciono los libros de la infancia, los de la adolescencia; la llegada a Buenos Aires. Y sí, claro, también la universidad. Luego, cuando conozco a Abelardo y su biblioteca, donde me voy a formar como lectora. Al final me pareció interesante agregar un "Diario de libros". Hice una selección de 27 textos, algunos clásicos, otras relecturas, otros más recónditos, y realicé un breve comentario de cada uno. Porque yo como lectora disfruto de leer reseñas cortas, críticas breves. Incluí autores clave para mí: Philip Roth, Joyce, Faulkner, Francis Scott Fitzgerald, De Quincey, Virginia Woolf, Dylan Thomas, Sartre, Manuel Puig, Sylvia Plath, Carson McCullers, Clarice Lispector, entre tantos. La lectura siempre tuvo una relación imbricada con la vida cotidiana, los afectos, la gente que me rodeaba. Yo veo un libro y me acuerdo qué me estaba pasando en la época en que lo leí. Pero como vengo del mundo académico, de la lingüística, eso también está. En un capítulo dedicado a Anna Karenina, un libro que amé toda mi vida, reúno a la lectora académica - desde la teoría de Mijaíl Bajtín- y a la espontánea.
¿Conoció "el lenguaje argentino" en la adolescencia?
Venía leyendo traducciones españolas y para mí ése era el lenguaje de los libros, aunque yo hablaba de otra manera. Cuando leo por primera vez a Borges, a Cortázar, a Sabato, descubro que la literatura podía ser escrita en mi lengua. Que el humor pasaba por ese lenguaje. Eso me conmocionó: fue la puesta en escena de un lenguaje y de un tono, una revelación decisiva. A partir de ahí se armó un mapa en el que iba hacia atrás con Echeverría, Sarmiento, Hernández, y hacia el futuro. Descubrí un humor netamente argentino, una ironía que ya estaba en El Matadero, que también estaba en los libros de Eduardo Wilde. Lo descubrí en Cortázar, en Los Premios, con "el Pelusa" y la jerga social. Todo el mundo hablaba de Rayuela; sin embargo, a mí me impactó mucho más ese otro libro, anterior.
Tuvo el privilegio de tener a Borges como profesor.
Borges llegaba al aula y lo primero que veíamos era el bastón en la puerta de entrada. El clima de la clase era de suma timidez; todos los alumnos estábamos imantados por su presencia. Era una barrera natural que él de ninguna manera imponía y que de vez en cuando era rota por una conversación espontánea o alguna pregunta que algún alumno se animaba a hacerle. Los comentarios humorísticos de Borges rompían el hielo. Él agradecía los gestos de los alumnos que dejaban el banco y se acercaban a hablarle al escritorio. Nos hacía reír. Hacía bromas con el fin de quitar pomposidad a la literatura, todo falso oropel y toda importancia a su propio oficio momentáneo de profesor. No aplazaba a nadie y era por demás generoso con las notas. Esto le acarreaba problemas con la cátedra, según se decía. En el futuro de aquellos años de facultad me encontré muchas veces con él, fui a su casa de la calle Maipú, hablamos de Junín, donde una calle recuerda a su abuelo, Francisco Borges. Con Abelardo pasamos una larga e inolvidable noche en 1983, en casa de Ester de Izaguirre; Borges estaba desatado. Hasta cantó el Martín Fierro, estuvimos allí hasta muy entrada la madrugada. Sin embargo la escena que vuelve siempre a mí es la de ese primer encuentro él como profesor. Yo como alumna.
¿Cómo fue la elaboración de La vida invisible en relación con Abelardo que, además de ser su compañero de vida, tuvo un papel protagónico en su formación como lectora?
Fue el libro más difícil de mi vida. Llegar a hacer un espacio para poder terminar un libro cuando el ejercicio de escribir estaba íntimamente ligado a nuestra vida cotidiana, a nuestros ritos domésticos, fue un esfuerzo que me es imposible explicar. No es que no hayamos hablado de la muerte entre nosotros, Abelardo tenía 82 años. Pero estaba muy bien y con una lucidez admirable. Fue una partida muy brutal y abrupta.
El texto es, también, un diálogo con él.
viajó a Junín, a casa de mis padres -cuenta Iparraguirre-. Fui muy feliz al encontrarla, en una reproducción chiquita que pude ampliar y rescatar" |
En su casa los libros son un habitante más.
Tanto es así que cuando nos mudamos acá los libros eran los protagonistas: había más de cien cajas de libros. Pusimos la biblioteca de él, la mía? yo iba comprando bibliotecas que conseguía en segunda mano. Quiso llevarse al dormitorio todos los libros que quería tener cerca. Entonces en la habitación armamos una biblioteca que es muy grande. Igual tuvimos que comprar dos mesas de luz enormes que siempre están llenas de libros.
¿Qué estaba leyendo en sus últimos días?
La poesía de Rilke lo acompañó hasta el final, en la clínica. Un libro de poemas reunidos que tenía desde los 18 años. También estaba releyendo a Tolstoi. Teníamos un plan que finalmente no pudimos cuplir: leer un cuento por noche de Las mil y una noches.
Él contó que una vez, cuando recién estaban saliendo, robó un libro para usted.
¡El Cancionero de Baena! Un cancionero de poetas antiguos reunidos, del siglo XV. Lo robó delante de mí en una librería de viejo de Avenida de Mayo. Salimos disparando. Era un libro enorme, difícil de disimular. El humor fue central en nuestro vínculo; fue la persona con la que más me he reído en la vida.
Fuente: La Nación
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