"Llovizna sobre la desdicha", de Bernardo Verbitsky

El viernes pasado se cumplieron 45 años de la muerte del periodista y escritor Bernardo Verbitsky. El título de su novela más conocida, Villa miseria también es América, le dio el nombre a los barrios más humildes de la ciudad de Buenos Aires y alrededores. Refiriéndose a Verbistsky, Pedro Orgambide decía: “es, de manera bien explícita, el novelista del alud inmigratorio de la Argentina, de los inmigrantes y de sus hijos, porque en estos prevalece todavía, por imperio de la sangre, la vital intimidad de los padres". Recordamos a Verbitsky con su cuento "Llovizna sobre la desdicha", publicado en el libro de cuentos Café de los angelitos.


Llovizna sobre la desdicha

 

Viñaver llegó a su casa temeroso, pero ya resignado a que le vieran con su uniforme blanco. Sin embargo, en contra de lo que suponía, pudo atravesar el patio y aproximarse a su habitación sin encontrar a ninguno de sus vecinos. Su alivio fue tal cuando en el último momento esquivó a Don Alí, el encargado, que hacía su aparición en el patio.

—Clara —dijo a su mujer mientras entraba en la habitación— caminar también es un trabajo. Pero ahora —agregó, desenvolviendo el paquete que llevaba— nos va a ir mejor.

Los chicos le preguntaron si no les había traído un helado. No traía helados pero había comprado un poco de fiambre, queso y dulce de membrillo pues sabía que les gustaba. La mayor, que tenía ocho años y estaba haciendo sus deberes, le dijo con seriedad cerrando su cuaderno:

—Si tenés unas monedas, voy a comprar medio kilo de pan. No hay en casa ¿no, mamá?

—Claro que tengo —dijo con afiebrado optimismo Viñaver—. Tengo para pan y ahora va alcanzar para todo.

Contó que había ganado cuatro pesos y que si a las siete no hubiera comenzado a llover, lo que obligó a suspender la venta y llevar su carrito al depósito, tal vez hubiera ganado dos pesos más. Clara pareció animarse ante ese resultado, pero sólo contestó que el encargado había preguntado por él varias veces. Viñaver se apretó nerviosamente los puños, haciendo sonar las articulaciones de los dedos. Fue después de comer que se advirtió espantosamente cansado.

A las doce del día siguiente debía reiniciar su caminata. Era domingo y en el patio había más gente que de costumbre. Sin la suerte de la noche anterior, se encontró con Don Alí, que visiblemente le esperaba. Se limitó a pedirle que se mudara. Viñaver con un brillo nervioso en los ojos, le aseguró que le pagaría, pues tenía trabajo. Pero Don Alí repetía:

—No, no, no. No podemos seguir así. Usted se muda. No me pague, pero váyase.

No lo había molestado mucho a pesar de su atraso, pero ahora un paisano le ofrecía diez pesos más por la habitación, y el pago adelantado. Viñaver insistió que le pagaría y aunque el otro le repitió terminantemente que prefería perder lo adeudado, creyó haberle convencido. Su mujer había seguido medrosa desde la puerta la conversación. No podían irse pues carecían del dinero para la mudanza y el primer pago en la casa nueva.

Él se fue a mediodía y después de su salida ella realizó en el barrio una gestión afortunada. Pero a su regreso por la noche nada bueno pudo la mujer contarle. Su relato hacía asomar en el rostro flaco y macilento de Viñaver dos parches rojos, signo de su excitación. Ella había obtenido por la tarde trabajo como sirvienta en una casa próxima, pero regresaba despedida. Ocurría esto por sexta o séptima vez en el término de treinta días. La explicación que le dio fue incoherente, pero Viñaver pareció entenderla. Los chicos ya habían sido acostados y aunque ella había traído un peso y monedas que le entregaron al despedirla, ocupados en discutir la persecución de que se creían víctimas ni pensaron en comer. La debilidad les hacía desvariar aun más que de costumbre, y sólo se tranquilizaron al encauzar su alteración en un plan que concibieron.

Viñaver anotó en una hoja de cuaderno las direcciones de las casas en que su mujer trabajara en el último mes y luego, bajo el título de Memorándum, redactó una protesta contra todas las personas allí enumeradas. Afirmaba que ella había debido retirarse de esas casas, insultada y ofendida. “Así no debe tratarse a una lavandera —agregaba— que se ofrece para ayudar el pequeño jornal de mi marido enfermo. Como padres de dos menores argentinos nos vimos obligados a firmar la presente nota de acuerdo a través de nuestra vida dolorosa e histórica para todo momento oportuno”. Fecharon el documento y debajo firmó ella. Clara J. de Viñaver con su letra grande y desgarbada.

La verdad es que la despedían porque no sabía cocinar y no tenía fuerza para lavar la ropa.

Viñaver, con sus mejillas florecidas, sin sacarse su uniforme que le hacía más esmirriado, se tiró sobre la cama. Desde la suya que ocupaba con el chico, Lía la mayorcita, todavía despierta, miraba en silencio.

El lunes y el martes disminuyó la venta de helados y en las dos jornadas apenas reunió tres con cincuenta. No podía tener esperanzas de deducir de tales entradas el alquiler que debía. Don Alí reiteró su exigencia, esta vez violentamente, y cuando en la discusión recordó que la pieza que su inquilino ocupaba era la mejor de la casa, su enojo se hizo todavía más agudo, como si recién entonces comprendiera todo lo que iba perdiendo. Gritaba cada vez más fuerte, se enardecía a la vista de los vecinos que salían a la puerta de sus habitaciones. Viñaver repetía:

—Pero yo no puedo mudarme, ¿cómo quiere que me vaya?

Don Alí, cada vez más excitado, corrió a su habitación y en medio de los chillidos de las mujeres salió blandiendo un gran cuchillo puntiagudo. No parecía tener ningún control sobre su enojo y gritaba:

—Es la mejor pieza de la casa. Yo te mato si no te mudás.

Intervinieron algunos vecinos, desarmaron a Don Alí, que se mostró sorprendido de su acceso. Viñaver no podía moverse del lugar. Ríos de angustia atravesaban su pecho. Estaba aterrado por los gritos, por el escándalo, más aún que del cuchillo. Su mujer también había gritado y ahora le llevaba a su habitación. Tranquilizaron a los chicos, que lloraban, y más tarde, entrada ya la noche, hablaron entre ellos largamente, hicieron cálculos procurando imaginar algún recurso. Debían mudarse porque el encargado lo mataría. Pero no encontraba la manera de reunir esos cincuenta pesos que les permitiría cambiar de pieza. Extenuado como estaba por las caminatas y estremecido por la pelea, aumentaba la confusión de su cerebro. En su cabeza no cabían ideas y su mujer, fiel eco de su perturbación, no padecía su miedo pero se sometía a su reacción como a sus soluciones.

Aterraba a Viñaver la perspectiva de encontrarse con Alí y hasta temía abandonar su habitación. No lo encontró al salir pero se fue monologando su pánico ante la noción ahora más viva del peligro pasado, el recuerdo del cuchillo.

Su mujer fue, como todos los miércoles, a una sociedad judía de beneficencia y después de retirar los cinco pesos que periódicamente le entregaban y que en los últimos tiempos estiraban el hambre de la familia, solicitó al empleado que siempre la atendía, un préstamo de cincuenta pesos para mudarse. El hombre, sorprendido, aseguró que no dependía de él la entrega de semejante suma y le indicó que se dirigiera en todo caso a la comisión directiva haciéndole saber sus necesidades. A la mañana siguiente Viñaver acompañó a su mujer a la sociedad y agitado todavía por la escalera entregó el Memorándum al empleado que atendía una ventanilla, quien leyó la protesta contra las personas que despedían a la señora. Sin saber qué actitud tomar adoptó un tono ceremonioso y le dijo:

—Mire señor. Esto no puedo resolverlo por mí mismo. Es necesario que se dirija a la comisión directiva, que considerará su solicitud.

Viñaver no estaba dispuesto a admitir el fracaso de su plan, había estado seguro de que el memorándum tendría un efecto inmediato. Reclamó el dinero con una violencia en él insospechada, pero el otro se mostró conciliador al ver su rostro alterado, sus mejillas coloradas y el destello aceitoso de sus ojos.

—¿El dinero acaso es mío? Este documento mándelo a la comisión y puede ser que le den.

Eso pareció convencerle, y se fueron. Pero ocupados en comentar la tentativa con su mujer ninguno de los dos recordó en todo el día que debía ir al depósito de helados a hacerse cargo de su carrito. Al día siguiente acudió como si nada hubiera pasado pero se encontró con que lo habían reemplazado. Al principio no pareció darse cuenta de lo que eso significaba, pero lo entendió mejor a las pocas horas, pues su mujer apenas pudo preparar algo para cenar, no para él ni ella, que hacía meses que no tomaban alimento con regularidad ni hacían completa una comida, sino para los chicos, que se quedaron con hambre.

Viñaver pareció haber recibido un estímulo comprendiendo la urgencia de hacer algo pero sólo podía pensar alternativamente en Don Alí —que no le había vuelto a decir nada— y el empleado de la sociedad de beneficencia. Sentía encono contra ese hombre y sin recordar detalles le culpaba de la negativa del dinero. De sus cavilaciones delirantes surgió de nuevo lo que le pareció una solución infalible. Ella le dio un trozo de sábana vieja del que recortó un rectángulo del tamaño de una bandera; improvisó un pincel y compuso un cartel con grandes letras irregulares que dibujó con tinta. Los chicos siguieron con interés su trabajo. Su mujer pasó el tiempo envolviendo en papeles su reducida vajilla de cocina.

En las primeras horas de la mañana Viñaver comunicó a Don Alí, que asintió en silencio, que se mudaba de inmediato. Buscó en el barrio un changador y contrató la mudanza. Vistieron a los chicos, y cuando los pocos pobres muebles fueron cargados, dio al carrero la dirección de la sociedad de beneficencia.

—Nosotros vamos en tranvía y le vamos a esperar. Allá cobrará —le dijo, conteniendo un solapado deseo de reír.

El carro arrancó, iniciándose el moderado traqueo del único caballo.

Viñaver con su mujer y los chicos, también partieron, pero a pie. Llevaban un rumbo cierto. Empezaron a caminar bajo un cielo nublado. El aire estaba inmóvil. Vivían en Villa Crespo y desembocaron en Triunvirato que luego de un buen trecho se transformaba en Corrientes. Hicieron en conjunto unas treinta y cinco cuadras, y unas tres o cuatro antes de llegar a Callao, Viñaver desenvolvió un pequeño paquete que llevaba, y extrajo doblado como una servilleta el cartel que preparara la víspera. Con ayuda de su mujer lo desplegó y así lo llevaron, con las manos en alto. En la primera cuadra la gente que iba en dirección contraria se daba vuelta para mirarlos y leer el letrero. Después los siguieron algunos muchachos y luego también algunos hombres. El cartel decía:

“Queremos que nos deporten para encontrar trabajo. El superior gobierno de la nación debe alimentar a nuestros hijos porque son menores argentinos y de lo contrario queremos ir a Montevideo, donde tenemos un amigo y un tío de mi señora, porque los chicos tienen hambre”.

Abajo venían las firmas de Viñaver y su mujer. Se detuvieron en Callao y Corrientes con el cartel siempre enarbolado. Tanta gente había ya a su alrededor que los chicos cansados y con susto, comenzaron a llorar. Llegó un vigilante para averiguar el motivo de la aglomeración. Llegó otro agente. Interrogaron a Viñaver, quien, cuando le preguntaban qué hacía allí, sólo atinaba a responder:

—Porque nos mudamos esta mañana.

Finalmente los llevaron a la comisaría más próxima, donde un sargento les dio bizcochos de grasa a los chicos, pues el menorcito pedía de comer. A otras preguntas, Viñaver respondía que la mudanza la iba a pagar el empleado de la sociedad de beneficencia.

Cuando a la sede de ésta llegó el carrero, no encontró quien supiera decirle nada ni quien se hiciera cargo de los muebles. Averiguó en la cuadra si había alguna pieza desocupada, pero si bien encontró un cartel le aseguraron que nadie había alquilado. Volvió a la sociedad, pero el empleado se había ido a almorzar. El carrero, furioso y desconcertado, habló por teléfono a un almacén de su barrio, pidió que le averiguaran sobre lo ocurrido en casa de Don Alí, y se dispuso a almorzar a su vez en un boliche, hasta tanto pudiera volver a llamar.

Telefoneó más tarde pero no le supieron decir nada. No habían vuelto a ver a Viñaver. El carrero se allegó una vez más a la ventanilla, pero allí le atendió otro empleado quien no le pudo identificar, por la descripción que le hizo, al hombre que le diera esa dirección como la de su nuevo domicilio, y le aconsejó que avisara a la policía. El carrero, muy irritado, subió a su vehículo, y cuando a tres cuadras de allí vio un baldío entre dos casas, comenzó a descargar el moblaje de Viñaver. Crecían en ese espacio yuyos, y había desparramadas latas de conserva, oxidadas.

Contra la pared amontonó el pequeño ropero, el lavatorio sin espejo, dos camas, separados los elásticos del respaldo, tres sillas, un tacho de lavar lleno de las cosas de la cocina, y encima el colchón y un bulto con las cobijas. Se iba a ir cuando advirtió un grupo de chicos; le estaban mirando, y simuló acomodar los bultos. Se dio cuenta entonces que había empezado a caer una garúa finita. Era apenas perceptible su guión oblicuo. El carrero se encaró con uno de los muchachos:

—A ver vos, andá a buscar un vigilante. ¿Hay parada por acá?

Había tomado ya una resolución. Dos de los chicos salieron corriendo. Tardaron en regresar. Detrás llegaba, calmoso, un agente a quien hizo no sin dificultad el relato minucioso de lo ocurrido desde que convino con Viñaver el traslado de los muebles, hasta ese momento. La llovizna que no molestaba aún, se había hecho imperceptiblemente más densa.

—Bueno —dijo el vigilante— le va a traer alguna molestia. Tendrá que venir conmigo a la comisaría. Y con esto ¿qué hacemos? —dijo por los muebles—. Esta garúa de porquería —agregó—. ¿Quién de ustedes va al almacén del gallego de la media cuadra y le dice de mi parte, que mande unas bolsas, una lona, algo para tapar todo?

Unos chicos salieron corriendo. Algunas personas se habían acercado a la entrada del baldío, un hueco en una pared baja, y contemplaban la escena. Los muebles parecían unos cachivaches enanos, adosados contra la gran pared. Llegó un dependiente del almacenero para averiguar qué ocurría y ya enterado se fue, para regresar con unas bolsas de azúcar, de arpillera tupida. Sobre el respaldo curvo de las sillas, sobre la madera ordinaria del ropero, gotitas muy pequeñas formaban como un exudado. El agente, después de una corta indecisión comenzó a acomodar las bolsas sobre el colchón y el bulto de las frazadas. No se habían mojado mucho, pero se veían húmedas, ablandadas.



Café de los angelitos
Bernardo Verbitsky
Ediciones Corregidor, 1972.







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