Viaje Dandy
En el siglo XX el futuro ya había llegado, así lo veían los ojos de los hombres de mundo, acostumbrados al destello efímero de lo nuevo. Mujica Lainez viaja en Zeppelin para alcanzar Alemania en tiempos del nacionalsocialismo. Y como sobre tantos otros de sus paseos deja para los lectores de su tiempo y de todos los tiempos una crónica con la que Libro de arena se despide del escritor y cierra la semana en su homenaje. Las
crónicas periodísticas de viaje escritas para el diario La Nación entre 1935 y 1977
por Manuel Mujica Lainez muestran su mirada sobre la historia: el final de
la Guerra del Chaco en la misión a Bolivia de 1938, la China invadida o el Japón
en guerra inminente en 1940, la posguerra europea en 1945 y la londinense
también en 1948.
El viaje en Zeppelin ejerce la atracción
de lo maravilloso
Río
de Janeiro. El Graf Zeppelin va a partir. En torno de la nave inmensa agítase
una multitud de chicuelos impacientes pronta a iniciar las maniobras que
liberarán al dirigible. Los pequeños obreros se afanan. Corren. Bromean. Tiran
de los largos cables. Comienzan a quitar las pesas que cuelgan de la góndola.
Para ellos el Graf Zeppelin -cuya sombra delgada fue hace años motivo de
supersticiosos pavores- es ahora un monstruo doméstico y familiar, que trabaja,
que come, que duerme y que, de tanto en tanto, de acuerdo con un horario
establecido, recorta su silueta en el cielo de la bahía. Los curiosos no se
cansan de estudiarlo. Uno perora delante de la cabina del comando con aire doctoral.
Me llego hasta él en el instante en que suministra a quienes le rodean algunas
cifras, leídas en prospectos de la Lufschiff: “El Zeppelin 127 ha recorrido ya
más de un millón de kilómetros sobre el océano, sobre África, sobre el polo,
sobre los países y las Islas de Oriente. Casi 28.000 personas han viajado en
él. Yo no lo he hecho aún, pero espero que con el tiempo…” La gente escucha,
distraída… Toda la atención se halla concentrada en el enorme pez plateado que,
dentro de diez minutos,
se lanzará a nadar por mares de nubes y de estrellas. Una señora fotografía la
góndola destinada a los pasajeros. Hay quien se retrata, de pantalones de golf,
en una apoteosis de maletas… Nadie fuma… La consigna, repetida en todos los
idiomas, es severísima al respecto. El áspero rauchen verboten (está prohibido
fumar) aparece fijo en el ceño fruncido de los oficiales. Más tarde, cuando los
viajeros se hayan instalado en sus camarotes, deberán entregar fósforos y encendedores
automáticos al comisario de a bordo. Toda precaución sería poca para evitar que
el gas se inflamara, transformando en pocos minutos
a aquella maravilla en un montón de hierros humeantes. Varios pasajeros han
llegado ya. Pasean con sus amigos y sus parientes. Se les distingue por cierta
vaguísima superioridad distante. Los demás han venido a ver. Ellos serán,
durante tres días, señores del dirigible. Pero la nave se va ya… la nave se va
ya… Óyense voces de mando. El capitán von Schiller trepa la escalerilla
ágilmente. Como nadie, conoce los secretos sutiles del Gran Zeppelin. Él es
quien ha de guiarlo hasta Friedrichshafen. Su cara franca, su sonrisa, sus ojos
claros con una claridad de agua, infunden confianza aun a aquellos que antes de embarcarse
escrutaban con sospechosa fijeza al dirigible. Estoy en el salón de los
pasajeros. Aquí se almuerza y se come. Aquí se escriben cartas y se estudian
mapas. Aquí se juega al ajedrez. Aquí he de relacionarme con mis compañeros de
viaje. Por ahora, valijas y bultos lo llenan. Entre ellos, acomodándolos,
distribuyéndolos, averiguando a quién pertenecen para trasladarlos a las
cabinas, va y viene Herr Kubis. Herr Kubis es un ser extraordinario. Herr Kubis
es el último
geniecillo del aire que ha quedado rezagado entre los mortales. Es, al mismo
tiempo, comisario y maitre. A él se le compran el whisky y los sellos de
correo. A él se le confían fósforos y máquinas fotográficas. Atiende todas las
quejas, responde a todas las preguntas. Sabe cómo deben deslizarse las maletas
para que quepan debajo de las camas. Anota la longitud y la latitud en un mapa
verde y celeste. Cuando crucemos la línea del ecuador bautizará a los novicios
y les entregará sendos diplomas en nombre de Eolo. También vende fotografías y “recuerdos”,
cigarreras (¡ay! cuyo empleo debe postergarse), lápices, alfileres…
En
un ángulo cuatro alemanes beben vino del Rin. Brindan con voz sonora. La
maniobra no les interesa. Son los seniors, los que ya han efectuado el viaje
muchas veces. Nosotros, neófitos que en vano pretendemos ocultar nuestra
emoción, los miramos con respeto. Ahora, simplemente, gentilmente, como un
nadador avezado, el Graf Zeppelin empieza a ascender. Con la misma gentileza,
sin una sacudida ha de depositarnos en Pernanbuco y en Friedrichshafen. En
esa
absoluta inmovilidad del dirigible radica su fuerza. Los pasajeros olvidan a
las pocas horas, que van navegando por el aire. Olvidan que sólo unos metros
los separan de un abismo de varios centenares de metros. Van seguros. Ni cuando
fui a Europa en el Graf Zeppelin, ni cuando en él volví desde el viejo
continente hasta Río, se me ocurrió que pudiera suceder un accidente. Y lo
mismo acontece a todos los viajeros. El Zeppelin es una gran ciudad que marcha.
Su jefe es el
comandante;
su intendente, Herr Kubis. Basta, al retirarse a dormir, haber estrechado la
mano del primero y haber probado el coñac del segundo, para tener plena
conciencia de que nada turbará el sueño de la ciudad móvil. Y los días se
suceden. Un día. Dos días. Tres días. Quien lo solicite puede visitar la nave.
El comandante von Schiller o uno de los oficiales lo conducirá entonces desde
la cabina del telegrafista hasta las máquinas. Caminará, como yo lo he hecho,
por el estrecho puente que se hunde en las sombras del aeróstato. Verá los
balones de gas, las habitaciones de la tripulación, esa tripulación de 40
hombres, cuya vida, en
lo alto de la nave, pasa inadvertida para los pasajeros. Verá también los
depósitos de alimentos y de piezas de repuesto. Se deslizará en un mundo nuevo,
desconocido, de cuerdas, de mica, de tela, frágil y recio a un tiempo. Luego
retornará a la monotonía del salón. Porque es de todo punto inútil callar la
monotonía de la existencia de a bordo. Al segundo día el tablero de ajedrez no
tienta ya… la lectura fatiga… la conversación decae… El paisaje idéntico del
mar no consuela a los exigentes. Así será hasta que lleguemos a las costas de
África. Allí, el exótico prestigio del continente negro conmueve a los
turistas. Uno se siente un poco explorador cuando vuela sobre los fortines,
sobre las mezquitas y sobre las caravanas. Y también un poco contrabandista de
no sabemos qué, acaso de esa civilización que asoma celosamente en forma de una sombra
alargada por arenales y caseríos… De noche, el sordo gruñir de los motores nos
acuna. Quien no puede descansar se pone a la ventana. Y es entonces una locura
de estrellas un escudriñar de abismos, que va descubriendo con su hondo tajo de
luz el reflector del Graf Zeppelin.
“Mañana
-he pensado en una noche como ésa- llegaremos a Alemania. Con sólo tres días de
distancia habré volado sobre la bahía de Guanabara y sobre el lago de
Constanza.” Bajo el cielo tropical la silueta del sabio de Friedrichshafen me
ha aparecido en toda su magnitud. El conde Zeppelin hizo el milagro: el doctor
Eckener ha hecho del milagro algo estable y simple, ha sujetado el milagro a un horario
fijo. El dirigible parece responderme con su runrún inmenso. Yo, a
pesar de que es estrictamente verboten arrojar objetos por las ventanas, he
tirado al mar el cigarrillo que mordisqueo hace una hora. Y he visto asomar a
la distancia las primeras claridades del alba.
Fragmento de:
El arte de viajar
Manuel Mujica Lainez
Buenos Aires, FCE, 2007
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