40 años de la muerte de Eugenio Montale

El domingo 12 de septiembre se cumplen cuarenta años de la muerte de Eugenio Montale. Había nacido en Milán en 1896. Peleó en la Primera Guerra europea, y firmó junto con otros intelectuales un manifiesto antifascista en 1925. Al recibir el Premio Nobel en 1975, afirmó que su poesía reflejaba la soledad y el pesimismo de la humanidad contemporánea. Lo recordamos con tres de sus poemas.



El olor de la herejía


¿Fue Miss Petrus, secretaria y hagiógrafa
de Tyrrell, su amante? Sí, fue la respuesta
del barnabita, y un movimiento gélido de horror
serpenteó entre los familiares, los amigos y otros
ocasionales huéspedes.

Yo, apenas un niño, permanecí indiferente
a la cuestión; el barnabita era
un discreto tapeur de pianoforte
y a cuatro manos, quizá a cuatro pies,
zapateamos o cantamos
«En esta tumba oscura» y otros varios
divertimientos.

Que desprendiera un tufo de herejía
parecía ignorarlo la familia. Muerto
y ya olvidada la persona, supe
que estaba suspendido a divinis y quedé boquiabierto.
¿Suspendido de qué? ¿De qué cosa y por qué?
¿A medio aire, en fin, sujeto con un hilo?
¿Sería lo divino un gancho o colgadero?
¿Entra por el olfato como cualquier olor?

Sólo más tarde comprendí el sentido
de la expresión y ya no me quedé
suspendido de aliento. Aún me parece ver
al viejo fraile en la pineda,
que ardió hace tiempo, inclinado sobre textos miasmáticos,
bálsamo para él. Y nada en el olor recuerda
lo demoniaco o lo divino, soplos de voz o pneumas,
de los que sólo queda huella en algunos papeles ilegibles.



Delta


La vida que se gasta en los trasiegos
secretos he ligado a ti:
ésa que se debate en sí y parece
casi que no te sabe, presencia sofocada.

Cuando el tiempo se atasca en sus rompeolas
tu acaso al suyo inmenso reconcilias,
y afloras más precisa, memoria, de la oscura
región donde bajabas, como ahora
al escampar se espesa
el verde en los ramajes, el bermejo en los muros.

Todo ignoro de ti, sino el mensaje
mudo que me sustenta en el camino:
si existes, forma, o escrúpulo en el humo
de un sueño te alimenta
y la costa que se afiebra -turba- y contra
la marea crepita.

Nada de ti en el vacilar de horas
grises o desgarradas por un lampo de azufre
sino el silbido del remolcador
que de las brumas llega al golfo



Corno inglés

 
El viento que esta tarde pulsa atento
-recuerda un fuerte sacudir de láminas-
los instrumentos de los árboles tupidos
y barre el cobre de la lejanía
donde se alargan franjas luminosas
como cometas en el cielo que retumba
(¡Nubes viajeras, claros
reinos de allá arriba! ¡De altos Eldorados
mal cerradas puertas!)
y el mar que, escama a escama,
lívido, cambia de color,
arroja al litoral
una tromba de espumas retorcidas;
el viento que nace y muere
en la hora que lenta se oscurece,
¡pudiera ahora que anochece
a ti también tañerte,
destemplado instrumento,
corazón!

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