Migré

Seguimos recordando los 90 años del nacimiento de Alberto Migré. En éste caso, con un fragmento de la biografía de Liliana Viola, que pone el foco en la modo de escritura de sus telenovelas.


Se despierta pasado el mediodía. Si llega a abrir los ojos muy temprano, la luz lo ataca con una pregunta incómoda: “¿para qué?” Hasta unos años se daba cuenta de que se le había hecho de día escribiendo, por el beso que recorría la casa a las seis de la mañana. La mamá saltaba de la cama, iba para la cocina, volvía con el mate, se acercaba a los labios de su marido y lo despertaba con un beso estrepitoso, una alarma para todos los besos falsos que había estado fabricando el hijo durante la noche.

Cuando los tres estaban vivos en esa casa, él escribía en la máquina que estaba sobre la mesita con ruedas, en el comedor. Algunos pocos que lo vieron en acción echaron a correr esa imagen del autor concentrado en sus pasiones, los brazos extendidos hacia una máquina de escribir que avanza sobre ruedas y se le adelanta mientras él, compenetrado, adelanta la silla sin darse cuenta de que está recorriendo todo el largo de la sala. Dicen que era un espectáculo verlo escribir. Que les pegaba a las teclas como los personajes de las películas mudas le pegaban a las teclas cuando hacían como que tocaban el piano.

La profesora de piano del niño Migré deberá figurar entre las primeras que lo descalificaron por aspaventoso. A los nueve años el chico “aporrea el piano como si no se le hubiera repetido tantas veces que en las aulas del conservatorio fundado por el profesor Elmerico A. Fracassi se despliega una fecunda obra pedagógica no solo en esta sede sino en los lugares más recónditos del dilatado territorio argentino”. La profesora remata el sermón con que así no se hace música, se hacen papelones. El chico tiene el corazón en las yemas de los dedos, piensa la madre.

Cuando llegaron las primeras máquinas de escribir eléctricas, el padre enseguida le compró una Olivetti Tekne. No sirvió. La promesa de eficiencia de las eléctricas las vuelve torpes hasta la obsecuencia, ante cualquier estímulo obedecen lo que nadie les ordena. En la máquina común, cuando apoya el dedo meñique de su mano izquierda en la letra “A”, la máquina, que no es tonta, se queda esperando porque interpreta que su amo está buscando una palabra. La computadora más adelante merecerá este mismo desprecio, y él deberá recurrir a jóvenes asistentes para que traduzcan a ese lenguaje. Se encariña con sus máquinas, adora el sonido de las teclas y no da de baja ninguna hasta que la ausencia de letras o alguna tecla atrofiada demuestre su decrepitud. “Ni una palabra más”, dijo el papá aquella vez, y se volvió para el negocio a cambiar la Olivetti por dos Remington de las viejas.

MIGRÉ: Para mí, la tecnología llega hasta el Liquid Paper. La computadora no me ayudaría. Me parece fascinante que un chiquito de Neuquén le pueda cantar un aire dulce a un niño de Japón, pero todo el mundo usa la computadora para hacer hijaputeces: para trucar fotos sexuales de alguien, para afanar un programa o para entrar a la Casa Blanca. No me parece que eso sea abrir la cabeza. Y además, mientras escribo, cuando algo no me gusta o me trabo, yo le doy trompadas a la máquina, y no creo que una computadora resista tanto los golpes. Nunca me pasó eso de que no se me ocurriera nada. A lo sumo quedo trabado y no puedo seguir, y Juan no le puede contestar a Marta, pero en esos casos sé que el error está cuatro líneas más arriba: una vez que corrijo eso, vuelvo a correr. Es que yo escribo como si estuviera viéndolo todo en pantalla, ya hecho. Quizás por eso nunca me gusta lo que veo. Tengo una computadora pero no la uso para escribir libretos, la computadora es peor que la eléctrica, es como una mujer que cuando la vas a abrazar te dice “Ay, tan fuerte no que me duele”.

(Fragmento de Migré, el maestro de las telenovelas que revolucionó la educación sentimental de un país, de Liliana Viola)


Migré: El maestro de las telenovelas que revolucionó la educación sentimental de un país
Liliana Viola
Sudamericana, 2017.


 

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