Antonin & Vincent. Lo verde y lo amarillo
El sábado 4 de marzo se cumplieron setenta y cinco años de la muerte de Antonin Artaud, poeta, dramaturgo. novelista y actor nacido en Marsella en 1896. Libro de arena lo recuerda con esta nota en la que Mario Gelvez reflexiona sobre Van Gogh, el suicidado por la sociedad, y relaciona la historia del escritor con la del gran pintor holandés.
Por Mario Gelvez
Leer el Van Gogh el suicidado por la sociedad de Artaud es recorrer los caminos de Antonin que lo llevaron al mismo destino que a Vicent: ser otro suicidado por la sociedad. Muchas vidas parecen copiadas de sí mismas, o se las literaturiza de tal modo que parezcan replicarse. Henry Miller hace lo propio en El tiempo de los asesinos donde parece relatar su vida mientras biografía y ensaya sobre Arthur Rimbaud. La vida en su ser, en su existir, es una sola, y es posible que, en la inmensidad de sus combinaciones, muchas pequeñas vidas posean paralelismos asombrosos, incluso en un mismo tiempo, espacio, y dimensión.
Todo ser tiene luces y sombras, con el paso del tiempo hay seres que entran en el plano de la mitificación, y todo lo que se sabe de ellos permanece en una zona de zozobra, donde todo puede ser verdad, mentira, especulación, conjetura, o invento, para hacer del mito más mito. Nietzsche lo simplificó en una sentencia: “No hay hechos, sino interpretaciones” por lo que puede uno tentarse a decir que, así como no se le puede pedir a dios que sea más dios, tampoco se le puede pedir al diablo que sea más diablo, ni a Van Gogh que sea más artista, ni a Artaud que sea más revolucionario. Sus manos, sus cuerpos, sus bocas empujaban todo el tiempo los límites de lo posible, Vincent caminando días y noches con sus materiales sobre la espalda, y Antonin tomando por asalto todo lo que tuviera a su alcance, una pluma, una hoja, un escenario, un micrófono, o las cámaras del cine experimental de sus años.
El mundo de la naturaleza les dio estimulantes para el trance de la creatividad, para la expansión de sus astralidades, y esas retortas de alquimistas en ebullición que eran sus cerebros. En las pinturas de Vincent palpitan las invisibles almas humanas producto de sus largas visiones y meditaciones con el pincel en la boca, ingiriendo trementina. Y en Artaud explotan en sus escritos finales, el tratamiento curativo de la sociedad. Van Gogh vivía a pan y ajenjo, a Antonin lo alimentaron con encierros y electroshocks. A Vincent lo empujaron a cortarse el lóbulo de su oreja, a Artaud le voltearon la dentadura a fuerza de electricidad, como si la sociedad, ensañada con sus gritos de revolución y libertad, quisiera callarlo pateándole la boca hasta hacérsela desaparecer.
Los suicidaron, pero no pudieron borrarlos de la conciencia humana. Están las pinturas, las cartas, los bocetos, la voz, la imagen en celuloide, pero por sobre todo ello, laten y brillan en los ojos que se empañan ante una pintura, y en los cuerpos que tiemblan ante una palabra, o una frase. Ni siquiera es necesario decir nombre, apellido, lugar de origen, biografía, o rama artística para saber de quién estamos hablando, y qué significa para lo humano su paso por este mundo. Solo basta decir Vincent. Solo basta con pronunciar Artaud. Y hasta me arriesgaría a pasarme de argento y decir, que la vibración de los nombres nos despierta la imagen de la tapa verde de un disco deforme, el color verde, la melodía de uno de los nueve temas, y el resonar de la voz tan particular del Flaco, de Luis, o de Spinetta (otro mito que se sintetiza, en una palabra) y recordar la frase de Antonin, de una carta a Jean Paulhan, en Paris, en 1937 “¿Acaso no son el verde y el amarillo cada uno de los colores opuestos de la muerte. El verde para la resurrección y el amarillo para la descomposición, la decadencia?”
Dice la literatura que Vincent no se suicidó, sino que dos adolescentes lo balearon en el medio de la campiña mientras pintaba, y que su alma conmiserativa no quiso denunciarlos. Agonizó hasta que su hermano Theo le tomó la mano, para seguirlo a la tumba a su lado, seis meses después. El certificado de defunción de Antonin debe decir muerte natural, o paro cardio respiratorio por pura solemnidad, porque ningún médico psiquiatra iba a firmar un documento donde se leyera que murió a fuerza de las golpizas, los medicamentos, y los electroshocks que le clavaron para sanarlo de su locura revolucionaria en los centros de internación neuropsiquiátricos. Nadie sabe los nombres, ni de los adolescentes, ni de los médicos.
Cada año hay fechas y actividades en las que sus eternos fantasmas sobrevuelan las calles de sus asesinos impunes. Porque, claro, los asesinos no pueden ser señalados, porque no mataron individualmente, sino en manada, una violenta y despiadada manada llamada sociedad, y ya se sabe, las sociedades son impunes.
Parte de todo eso nos pasa por los ojos y el cuerpo cada vez que vemos un Van Gogh, o leemos a Artaud. Todo eso mientras una voz, como una epifanía, nos susurra “Bocas de aire del mar, beban la sal de esta luz, para sí, ya coman de la eternidad, algo se va a ahogar, es este ardor…”
*Mario Gelvez es poeta, periodista y librero. Fue parte del Consejo de Redacción de la publicación digital Avellaneda Cultural, que "entró en pausa" por la parálisis que generó la pandemia en el terrero de la cultura. En 2010 se publicó “Las hierbas de Dionisio, que por el momento es su único libro de poemas.
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