Una agonía del otro lado del charco

Para conmemorar el aniversario de la muerte de Onetti Libro de arena publica un fragmento de "El árbol", junto a un comentario a cargo de María Pía Chiesino sobre la agonía que el texto hace recorrer en la lectura.


“El árbol”
Cuando aquella mañana de cielo feliz, la muchacha, violín en mano, llamó a la puerta de la casita jardín de los Fide, un hombre de paisano, un poco mulato, abrió de un tirón y la obligó a pasar.
-Póngase contra la pared y apóyese en las manos.
Mientras obedecía la muchacha tuvo tiempo de pasar un vistazo por la cara de la sirvienta de los Fide, que estaba blanda, moviendo las manos sobre el vientre, emparedada por otros dos monos que se turnaban para apresurar preguntas o mezclaban las interrogaciones con la misma técnica tan aprendida, tan puesta a prueba. Los tres hombres en mangas de camisa y sudabdo, fingiendo premura e importancia.
El portero cacheó a la muchacha y detuvo la congénita insolencia de las manos en los senos y las nalgas.
-Limpia- dijo.- Ahora abra el violín.
-El estuche.
-Sí, doctora. El estuche del violín.
Ella había escondido los papelitos celestes, que le había prestado anoche la mujer de Fide, entre un si bemol y un pizzicato. Pero al fin aparecieron.
Era una lista de nombres, de sentenciados a muerte que tal vez aún sigan vivos.
-¿Y esto?-preguntó el primero, con aire sobrador, buscando meter  en la luz atenuada de la mañana una expresión de Amenaza inteligente.
La sirvienta de los Fide repetía:
-No, ya le dije. Lo trajo ayer a casa. No sé dónde está. Ya le dije. No avisó por teléfono  ni lo vi.ya le dije. No sé dónde está. Ya le dije.
- Usted ahora se va al jardín con el mocoso-le dijo el hombre a la muchacha-. Y nada de macanas que no empezamos todavía.
Así que ella abrió la puerta vidriera y en el pequeño jardín respiró el aroma de la tierra húmeda y el olor del verano, agrupados en el gran árbol solitario. Bob estaba despatarrado, allá arriba, en las ramas más altas.
-Traé la pelota que está allá en el fondo-dijo Bob.
La pelota estaba a dos metros, contra el muro gris de la divisoria. Era de goma, grande y parecía estar pintada con gajos de todos los colores.
La muchacha tiró la pelota al niño y el niño a ella y así siguieron, riendo los dos. Ahora se oía a la sirvienta de los Fide; a veces gritaba; otras lloraba. Las voces gruesas de los hombres se entreveraban, se abrazaban y se alejaban.
-No sé. Ya le dije. No sé nada.
El golpe de un bofetón y un insulto. El niño continuaba ignorante y riendo; ella sonreía, mirándolo. Mostrándole la cara. La pelota iba y venía., rodaba brillosa y alegre sobre la tierra que interrumpían algunos puñados de pasto.
Jugaban y la muchacha estaba segura de no estar allí, de soñar los subibajas de la pelota. No había hombres dentro de la casa acosando a la sirvienta de los Fide., no existía la amenaza del pronto encierro, el interrogatorio, la tortura. Miraba la pared húmeda que rodeaba el jardín, pensaba en la posibilidad de saltarla, de huir del sueño, de quebrar la pesadilla.
No había en el mundo otra cosa que el jardín escuálido, el vaivén de la pelota, la alegría del niño a cuyos padres estaban matando en otro inimaginable lugar, país, continente, planeta.
Era necesario seguir jugando con el niño, sentir que la pelota le golpeaba la barriga, lanzarla de vuelta.
El niño, tan niño, tan cerca de la casa, y el horror; el niño, lo único que subsistiría de los padres en aquel momento y ella tenía que ser padre y madre mientras durara la pesadilla infinita, las voces groseras en la casa, la risa nerviosa del chico en el árbol.
Porque, si prolongaba sin pausa le monótono  juego, ambos quedarían apartados del tiempo, nunca rozados por la suciedad del mundo.

Para conmemorar a Onetti en esta fecha me puse a revisar sus cuentos. Sus novelas las leí hace bastante. Incluso tuve que estudiar algunas en la universidad.  Pero me parecía que transcribir un fragmento de alguna no me iba a permitir escribir una buena impresión de lectura. Muchos años en el medio.  Me fui, entonces a los cuentos. Leí “La casa en la arena”, y me lo encontré a Díaz Grey…Leí “El infierno tan temido”…y me dejó sin palabras, otra vez. De pronto me encontré con este relato que no conocía. Me  gustó desde el título. Me gustan los árboles. Los cuentos con árboles. Los bosques.
Ahora bien, estaba claro, desde el comienzo que un árbol de Onetti no sería como el árbol de otro autor.
La narrativa de Onetti  trabaja con la tensión y la angustia. Este cuento no es una excepción. Desde el  baldazo de agua fría que recibe la protagonista cuando se encuentra con “los monos” en la casa de los Fide en adelante, y desde que la mandan al jardín a quedarse con “el mocoso”, el cuento es el “cross a la mandíbula” del que hablaba Roberto Arlt.
Desde que empieza a jugar a la pelota con el chico está clara su necesidad de entrar en un tiempo eterno. El juego y el terror son simultáneos. Mientras la pelota va y viene se escuchan los gritos de la sirvienta. La protagonista sabe que es muy probable que esa pesadilla que se vive dentro de la casa, sea casi  lo que a ella le toque vivir en lo inmediato. Sabe o supone, que los padres del chico pueden estar muertos. Y sabe que por el poco tiempo que le quede, tiene que ser un poco la madre y el padre de ese chico que está a punto de descubrir el horror.
Ella no tiene salida. Pero Bob tiene que tenerla. Simplemente, porque es un chico. Un chico subido a un árbol, y que tiene una “risa nerviosa”. Una risa que no es de alegría por el juego. Una risa que quizás le sirva para tapar los gritos que vienen desde la casa, y que si la muchacha escucha, el chico no puede no escuchar.
La tensión angustiante en este caso, me resultó casi insoportable. Por el tema, por la brevedad del relato, por el futuro siniestro que se advierte, por la necesidad de contener a ese chico que siente la protagonista. Y porque, claramente, en este caso, el juego estira una agonía. No introduce un tiempo eterno, ni mitiga la desesperación.

María Pía Chiesino


Juan Carlos Onetti


Cuentos completos


Buenos Aires, Alfaguara, 1986

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