Los asesinos de Hemingway

En la nota preliminar al ya famoso libro Cuentos de la serie negra, que editara el Centro editor de América Latina en los años 70, Ricardo Piglia dice que “en la historia del surgimiento y la definición del género el cuento de Hemingway "Los asesinos" (1926) tiene el mismo papel fundador que "Los crímenes de la calle Morgue" (1841) de Poe, con respecto a la novela de enigma”. Por tal motivo, en el marco del ciclo Detectives de papel y celuloide, que Bibliotecas para Armar está dedicando a ambas vertientes del género policial, Libro de arena reproduce este cuento fundante.



La puerta del restaurante Henry se abrió y entraron dos hombres, que se sentaron ante el mostrador.
—¿Qué les sirvo? —preguntó George.
—No sé —contestó uno de ellos—. ¿Qué quieres comer, Al?
—No sé —dijo Al—. No sé lo que quiero comer.
Afuera aumentaba la oscuridad. Las luces de la calle se veían por la ventana. Los hombres, sentados ante el mostrador, leían el menú. Desde el otro lado del mostrador, Nick Adams los miraba. Cuando entraron, estaba hablando con George.
—Una costilla de cerdo con puré de patatas y de manzanas —dijo el primer hombre.
—Eso no está listo todavía.
—¿Y para qué demonios lo pone en la lista?
—Ese es el menú de la comida que empieza a servirse a las seis —explicó George.
—En ese reloj son las cinco y veinte —dijo el segundo hombre.
—Está adelantado veinte minutos.
—¡Al diablo con el reloj! —dijo el primero—, ¿Qué tiene para comer?
—Sandwiches de cualquier clase, jamón o tocino con huevos, carne…
—Yo quiero croquetas de pollo con salsa blanca y puré de patatas.
—Eso también pertenece a la comida.
—Todo lo que queremos pertenece a la comida, ¿eh? ¡Buena manera de trabajar tiene usted!
—Puedo darles jamón o tocino con huevos, hígado…
—Deme jamón con huevos —dijo el hombre llamado Al. Llevaba un sombrero redondo y abrigo negro, cruzado, un pañuelo de seda al cuello y guantes. Su rostro era pequeño y blanco y tenía los labios apretados.
—A mí, huevos con tocino —ordenó el otro. Era aproximadamente de la misma estatura que Al. Sus caras eran distintas, pero vestían como mellizos. Ambos llevaban abrigos demasiado ajustados para su cuerpo. Estaban inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
—¿Tiene algo para beber? —preguntó Al.
—Silver Beer, Sevo, ginger-ale…
—¡He dicho algo para beber!.
—Sólo hay eso que dije.
—Este es un pueblo divertido, ¿no es cierto? —dijo el otro—, ¿Cómo se llama?
—Summit.
—¿Lo has oído nombrar alguna vez? —preguntó Al a su amigo.
—No —dijo este.
—Y ¿qué hacen por la noche?
—Comen —replicó su amigo—. Vienen aquí a darse la gran comilona.
—Eso es —terció George.
—¿De modo que usted lo cree? —preguntó Al a George.
—Claro.
—Usted es un vivo, ¿no es cierto?
—Sí —dijo George.
—Bueno. Pues no lo es —dijo el hombrecito—, ¿Qué te parece Al?
—Es un estúpido —dijo Al. Se volvió hacia Nick—: ¿Cómo se llama usted?
—Adams.
—Otro vivo —dijo Al—. ¿No es cierto que es un vivo, Max?
—Este pueblo está lleno de vivos.
George colocó los dos platos sobre el mostrador, uno con jamón y huevos y el otro con tocino y huevos. Al lado de estos puso dos pequeñas fuentes de patatas fritas y cerró la ventanilla que daba a la cocina.
—¿Cuál es el suyo? —preguntó Al.
—¿No se acuerda?
—Jamón con huevos.
—¡Qué vivo! —exclamó Max. Se inclinó hacia adelante y tomó el plato de jamón con huevos. Ambos comenzaron a comer con los guantes puestos. George los contemplaba.
—¿Qué está mirando? —dijo Max a George.
—Nada.
—¿Cómo nada? Me estaba mirando a mí.
—Tal vez el muchacho quería hacer una broma, Max —dijo Al.
George rió.
—Usted no tiene que reírse. ¡No tiene que reírse! ¿Entendido?
—Está bien —dijo George.
—¿De modo que piensa que está bien? —Max se volvió hacia Al—. Oye, piensa que está bien.
—¡Oh!, ¡es todo un pensador! —dijo Al. Siguieron comiendo.
—¿Cómo se llama el vivo que está detrás del mostrador? —preguntó Al a Max.
—¡Eh! ¡Vivo! —dijo Max a Nick—. Vete detrás del mostrador con tu amigo.
—¿Por qué? —preguntó el aludido.
—Por nada.
—Es mejor que vayas —dijo Al. Nick obedeció.
—¿De qué se trata? —preguntó George.
—¿A usted qué diablos le importa? —exclamó Al—, ¿Quién está en la cocina?
—El negro.
—¿Qué negro?
—El negro que cocina.
—¡Dile que venga!
—¿Para qué?
—¡Dile que venga!
—¿Dónde cree que está usted?
—Sabemos muy bien dónde estamos —dijo el llamado Max—. ¿Acaso parecemos idiotas?
—Hablas como uno de ellos —le dijo Al—. ¿Para qué diablos te pones a discutir con este muchacho? Escucha —dijo a George—, Dile al negro que venga.
—¿Qué van a hacer con él?
—Nada, ¡Usa tu cabeza, vivo! ¿Qué se va a hacer con un negro?
George abrió la ventanilla que daba a la cocina.
—iSam! —llamó—; ven aquí un momento.
Se abrió la puerta de la cocina y entró el negro.
—¿Qué pasa? —preguntó. Los dos hombres, con los codos en el mostrador, lo miraron.
—Bueno, negro. Quédate aquí —dijo Al.
Sam, el negro, de pie, con su delantal blanco lleno de manchas, miró a los dos hombres.
—Sí, señor —dijo.
Al bajó del banquillo.
—Yo me voy a la cocina con el negro y este vivo —dijo—. Vamos, a la cocina, negro. ¡Tú ve con él, vivo!
El hombrecito entró en la cocina detrás de Nick y de Sam, el cocinero. La puerta se cerró tras ellos. El hombre llamado Max se sentó frente a George. No lo miraba, pero sus ojos estaban clavados en el espejo que se hallaba detrás de él a todo lo largo del mostrador.
Bueno, vivo —dijo Max mirando al espejo—. ¿Por qué no dices algo?
—Y bien, ¿qué pasa?
¡Eh! ¡Al! —gritó Max—. Este vivo quiere saber qué pasa.
—¿Por qué no se lo dices? —llegó la voz de Al desde la cocina.
—¿Tú qué crees que pasa?
—No lo sé.
—¡Di lo que piensas, hombre!
Max no apartaba sus ojos del espejo mientras hablaba.
—No quiero decirlo.
—¡Eh! ¡Al! Este vivo dice que no quiere decir lo que piensa.
—Te oigo perfectamente —dijo Al desde la cocina. Había abierto la ventanilla por la que pasaban los platos desde la cocina al comedor y la dejó trabada con una botella de salsa de tomate—. Escucha, vivo —dijo desde la cocina a George—, Córrete un poco mas hacia la derecha del mostrador. Y tú, Max, un poco a la izquierda. —Procedía como un fotógrafo disponiendo a un grupo para una fotografía.
—Dime, vivo —exclamó Max—. ¿Qué crees que va a pasar?
George no dijo nada.
—Te lo diré —dijo Max—. Vamos a matar al sueco. ¿Conoces a ese sueco grande llamado Ole Andreson?
—Sí.
—Viene a cenar aquí todas las noches, ¿no es cierto?
—A veces.
—Y viene a las seis, ¿no?
—Sí.
—Sabemos todo eso, muchacho vivo —dijo Max—. Hablemos de otra cosa. ¿Va usted al cine?
—De vez en cuando.
—Debería ir más al cine. Las películas son algo muy bueno para un vivo como usted.
—¿Por qué quieren matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
—Nunca tuvo oportunidad de hacernos nada. No nos ha visto nunca.
—Y nos va a ver sólo una vez —dijo Al desde la cocina.
—¿Y por qué lo van a matar, entonces? —preguntó George.
—Por un amigo. Sólo para vengar a un amigo, vivo.
—¡Cállate! —gritó Al desde la cocina—. ¡Hablas demasiado!
—Bueno, es para divertir al muchacho. ¿No es cierto?
George miró el reloj.
—Si entra alguien, diga usted que el cocinero se ha ido, y si quieren quedarse les dice que vayan a cocinar ellos mismos. ¿Entendido, vivo?
—Está bien —dijo George—, ¿Y qué van a hacer con nosotros después?
—Eso depende —dijo Max—. Esa es una de las cosas que no sabrás hasta que llegue el momento.
George volvió a mirar el reloj. Eran las seis y cuarto. Se abrió la puerta de la calle. Entró un chófer.
—¡Hola, George! —dijo—. ¿Hay comida?
—Sam se ha ido —dijo George—. Volverá dentro de media hora.
—Entonces, volveré.
George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
—Muy bien, vivo —dijo Max—. Eres un caballero.
—¡Sabía que le iba a volar la cabeza! —exclamó Al desde la cocina.
—No —dijo Max—. No es para tanto. El muchacho es bueno y me gusta.
A las seis y media, George dijo: “No viene”.
Otras dos personas habían entrado en el restaurante. En una ocasión George fue a la cocina para hacer un sandwich de jamón con huevos, para un hombre que quería llevarlo consigo. Dentro vio a Al, con el sombrero echado hacia atrás, sentado en un banco al lado de la ventanilla que daba al bar, con la boca de un gran revólver descansando en el borde de aquella. Nick y el cocinero estaban espalda contra espalda, amordazados cada uno con una toalla. George cocinó los huevos y el jamón del sandwich, lo envolvió en un papel encerado y luego lo colocó en una fuente. Salió con él de la cocina y lo entregó al hombre que, después de pagar, se fue.
—Un muchacho vivo puede hacer de todo —dijo Max—. Harás de alguna mujer una esposa feliz, muchacho.
—¿Sí? —dijo George—. Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
—Vamos a darle diez minutos más —dijo Max.
Miró el espejo y el reloj. Las manecillas señalaban las siete; luego las siete y cinco.
—Vamos, Al —dijo Max—. Mejor será que nos vayamos. No va a venir.
—¡Dale otros cinco minutos! —gritó Al desde la cocina.
Pasados los cinco minutos entró otro hombre y George le dijo que el cocinero estaba enfermo.
—¿Y por qué diablos no consigue otro cocinero? —preguntó el hombre—. ¿Acaso esto no es un restaurante? —Salió.
—Vamos, Al —dijo Max.
—¿Qué hacemos con los dos vivos y el negro?
—Déjalos.
—¿Te parece?
—Sí. Hemos terminado aquí.
—Así no me gusta —manifestó Al—. Sería un error. Hablas demasiado.
—¡Oh! ¿Y qué diablos importa? —exclamó Max. Tenemos que divertirnos, ¿no?
—De todos modos, charlas demasiado —exclamó Al saliendo de la cocina. El tambor de su revólver hacía un ligero bulto bajo el abrigo demasiado estrecho. Se lo alisó con las manos enguantadas.
—¡Adiós, vivo! —dijo a George—. Tienes bastante suerte.
—Es verdad —afirmó Max—. Deberías jugar a las carreras, vivo.
Salieron. George, por la ventana, los vio pasar bajo la luz del farol y cruzar la calle. Con sus abrigos ajustados y sus sombreros parecían una pareja de vaudeville. George entró en la cocina por la puerta de batiente y desató a Nick y al cocinero.
—No me gusta esto —dijo Sam—. No quiero saber nada más de esto.
Nick se quedó de pie. Nunca le habían tapado la boca con una toalla.
—¡Oye! —dijo—. ¡Qué demonios!… —Estaba tratando de hacer creer que no daba importancia a lo ocurrido.
—Van a matar a Ole Andreson. Lo van a acribillar cuando entre a comer…
—¿Ole Andreson?…
—Sí.
El negro se pasaba la punta de los dedos por la boca.
—¿Se fueron? —preguntó.
—Sí —dijo George—, salieron.
—No me gusta —exclamó el cocinero—. No me gusta nada.
—Escucha —dijo George a Nick—. Deberías ir a ver a Ole Andreson.
—Está bien.
—Es mejor que no te metas para nada en esto —intervino Sam— Mejor que no te metas.
—No vayas, si tú no quieres —dijo George.
—Meterse en cosas como esta no lleva a ninguna parte —insistió el cocinero—. Quédate aquí tranquilo.
—Voy a verlo —dijo Nick a George—, ¿Dónde vive?
Sam les dio la espalda.
—En la pensión de Hirsch.
—Iré allí.
Afuera, la luz del farol brillaba por entre las desnudas ramas de un árbol. Nick fue calle arriba caminando por el centro de la calzada y, al llegar al otro farol, tomó por una callejuela lateral. Tres casas más allá estaba la pensión de Hirsch. Nick subió los dos pisos y sacudió la campanilla. Una mujer acudió a abrir.
—¿Está Ole Andreson?
—¿Quiere verlo?
—Sí, si está.
Nick siguió a la mujer, que subió una corta escalera, yendo luego hasta el fondo de un corredor. Allí golpeó la puerta.
—¿Quién es?
—Alguien quiere verle, señor Andreson —dijo la mujer.
—Soy Nick Adams.
—¡Entra!
Nick abrió la puerta y entró en la habitación. Ole Andreson estaba en la cama, vestido. Había sido boxeador profesional de peso pesado y era demasiado largo para la cama. Tenía la cabeza sobre dos almohadones. No miró a Nick.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Estaba en casa de Henry —dijo el muchacho—, cuando llegaron dos tipos. Nos ataron a mí y al cocinero, diciendo que habían ido a matarte a ti.
Al contarlo le pareció una tontería. Ole Andreson no dijo nada.
—Nos metieron en la cocina —continuó Nick—. Querían acribillarte cuando entraras en el comedor.
Ole Andreson miró hacia la pared sin decir nada.
—George creyó que era mejor que viniera a decírtelo.
—No puedo hacer nada —dijo Ole Andreson.
—Te diré cómo eran.
—No quiero saberlo —declaró Ole. Miró a la pared—. Gracias por haber venido a decírmelo.
—Está bien.
Nick miró al hombre que estaba en la cama.
—¿Quieres que vaya a ver a la policía?
—No —dijo Andreson—, No vale la pena…
—¿Puedo hacer algo?
—No. No hay nada que hacer.
—Tal vez no sea más que una fanfarronada.
—No. No es una fanfarronada.
Ole Andreson se dio vuelta hacia la pared.
—Lo malo —dijo hablando en la misma postura—, es que no puedo decidirme a salir. He estado aquí todo el día.
—¿No puedes salir del pueblo?
—No —dijo Ole Andreson—. Se acabó eso de dar vueltas de una parte a otra.
Miró la pared.
—No hay nada que hacer ahora —dijo.
—¿Podrías arreglarlo de alguna forma?
—No. Me metí donde no debía —hablaba con la misma voz monótona—. No hay nada que hacer. Puede que más tarde me decida a salir.
—Bueno, me vuelvo a casa de George.
—Hasta luego —dijo Ole sin mirar a Nick—. Gracias por haber venido.
Nick salió. Al cerrar la puerta vio a Ole Andreson, vestido, tirado en la cama y mirando hacia la pared.
—Ha estado en su cuarto todo el día —dijo la mujer, que lo esperaba abajo—. Supongo que no se siente bien. Le dije: “Señor Andreson, debía salir a pasear en un día tan hermoso como este”, pero no tenía ganas.
—No quiere salir.
—Lamento que no se sienta bien —dijo la mujer—. Es un hombre muy bueno. Fue boxeador, ¿sabe usted?
—Sí.
—A no ser por la cara, nadie se daría cuenta —dijo ella. Estaban hablando dentro, con la puerta de la calle abierta—. ¡Es tan educado!
—Bueno. Buenas noches, señora Hirsch —dijo Nick.
—Yo no soy la señora Hirsch —replicó la mujer—. Ella es la dueña. Yo soy sólo la encargada. Soy la señora Bell.
—Bien; buenas noches, señora Bell.
—Buenas noches —contestó ella.
Nick caminó por la calle oscura hasta la esquina iluminada por el farol y luego por el centro de la calzada hasta llegar al restaurante Henry. George estaba detrás del mostrador.
—¿Has visto a Ole?
—Sí —dijo Nick—. Está en su cuarto y no quiere salir.
El cocinero abrió la puerta de la cocina, desde donde había oído la voz de Nick.
—¡No quiero ni oírlo! —dijo y cerró la puerta.
—¿Se lo has dicho?
—Sí. Se lo he dicho, pero él sabe lo que ocurre.
—¿Qué va a hacer?
—Nada.
—Le matarán.
—Supongo que sí.
—Debió hacer algo en Chicago.
—Me imagino —dijo Nick.
—¡Qué lástima!
—¡Es horrible!
Callaron. George tomó un trapo y limpió el mostrador.
—¿Qué habrá hecho?
—Habrá traicionado a alguien. Ellos matan por eso.
—Me voy a ir de este pueblo —declaró Nick.
—Sí; harás bien.
—No puedo soportar la idea de verlo en su cuarto esperando y sabiendo lo que le va a pasar. ¡Es demasiado horrible!
—Bueno —dijo George—. Mejor es no pensar en eso.


Ernest Hemingway
Los asesinos
Luis Caralt editor, 1964

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