La sordidez del relato
-¿Me permite preguntarle qué hacía antes de incorporarse al
ejército?- me preguntó Esmé.
Dije que no
había hecho nada, que había terminado la universidad apenas un año antes pero
que me gustaba considerarme un escritor de cuentos profesional.
Asintió cortésmente:- ¿Ha publicado?- me preguntó.
Era una pregunta familiar pero que siempre daba en la
llaga, y no se contestaba así como así. Empecé a explicarle que en los Estados
Unidos todos los editores eran una banda de…
-Mi padre escribía maravillosamente -interrumpió
Esmé-.Estoy salvando algunas de sus cartas para la posteridad.
Dije que me parecía una excelente idea. Yo casualmente
estaba mirando otra vez su enorme reloj pulsera con apariencia de cronógrafo.
Le pregunté si había pertenecido a su padre.
Miró su muñeca con solemnidad.-Sí, era de él-dijo-. Me lo
dio antes de que Charles y yo fuéramos evacuados.-Automáticamente retiró las
manos de la mesa, mientras decía:-Puramente como un recuerdo, por supuesto.-
Cambió de tono.- Me sentiría muy halagada si alguna vez usted escribiera un
cuento especialmente para mí. Soy una lectora insaciable.
Le dijo que lo haría, sin duda, siempre que pudiera. Dije
que no era un autor demasiado prolífico.
-¡No tiene por qué ser prolífico! ¡Basta que no sea
estúpido e infantil!-recapacitó y dijo-Prefiero los cuentos que tratan de la
sordidez.
-¿De qué?-dije, inclinándome hacia adelante.
- Sordidez. Estoy sumamente interesada en la sordidez.
(…)
-En otras palabras, usted no puede hablar sobre movimientos
de tropa-dijo Esmé. No hizo ningún ademán de alejarse de la mesa. Sólo cruzó un
pie sobre el otro y, mirando hacia abajo, alineó las puntas de los zapatos. Fue
un lindo gesto, ya que usaba medias blancas, y sus pies y sus tobillos eran
encantadores. De pronto me miró-: ¿Le gustaría que yo le escribiera?-dijo, con
las mejillas ligeramente ruborizadas-. Escribo cartas muy bien redactadas para
alguien de mi…
-Me encantaría-dije. Saqué lápiz y papel y anoté mi nombre,
grado, matrícula y número de correo militar.
-Yo le escribiré primero-dijo ella tomando el papel-, para
que usted no se sienta comprometido en modo alguno.-Guardó la dirección en un
bolsillo del vestido.- Adiós-dijo, y volvió a su mesa. (…)
Esta es la parte sórdida o emotiva del relato, y la escena cambia.
Los personajes cambian, también. Yo todavía ando por este mundo, pero de aquí
en adelante por motivos que no me es permitido revelar, me he disfrazado con
tanta astucia que ni el lector más inteligente podrá reconocerme.
Eran como las diez y media de la noche en Gaufurt, Baviera,
varias semanas después del Día de la Victoria. El sargento principal X estaba
en su habitación, en el segundo piso de una casa de civiles donde él y otros
nueves soldados norteamericanos habían sido alojados ya antes del armisticio.
Estaba sentado en una silla plegable de madera, frente a un pequeño y revuelto
escritorio, tratando con enorme dificultad de leer una novela en una edición
popular. La dificultad estaba en él, no en la novela. Aunque los soldados que
estaban en el primer piso eran generalmente los primeros en apoderarse de los
libros que el Servicio Especial enviaba todos los meses, siempre parecían
dejarle a X el libro que él mismo hubiera elegido. Pero era un joven que no
había salido de la guerra con todas sus facultades intactas; hacía más de una
hora que leía cada párrafo tres veces y ahora estaba haciendo lo mismo frase
por frase. De pronto cerró el libro sin marcar la página. Con la mano se
protegió por un instante los ojos del duro e intenso brillo de la lámpara
pelada que pendía sobre la mesa. (…)
Cuando retiró las manos de la cabeza, X se puso a
contemplar la mesa del escritorio, que era una especie de receptáculo con unas
dos docenas de cartas sin abrir y por lo menos cinco o seis paquetes, también
sin abrir. Estiró la mano detrás de los escombros y tomó un libro que estaba
contra la pared. Su autor era Goebbels y se llamaba Die Zeit Ohne Beispiel. Pertenecía a la hija de la familia,
una mujer de treinta y ocho años, soltera, que, hasta unas semanas antes, había
estado viviendo en esa casa. Había sido una funcionaria subalterna del Partido
Nazi, pero de jerarquía suficiente, según las normas del reglamento militar,
como para ser comprendida en el “arresto automático”. El propio X la había
arrestado. Ahora, por tercera vez desde que había regresado del hospital ese
día abrió el libro de la mujer y leyó la breve inscripción de la primera
página. Escritas en tinta, en alemán, con una letra pequeña e irremisiblemente
sincera, se leían las palabras: “Santo Dios, la vida es un infierno”. Nada más
ni antes ni después. Solas en la página, y en la enfermiza quietud de la
habitación, las palabras parecían adquirir dimensiones de una declaración
irrefutable y hasta clásica. X contempló la página durante varios minutos, tratando
a duras penas de no dejarse engañar. Entonces, con un celo mayor del que había
puesto en cualquier otra cosa durante semanas, tomó un lápiz, y escribió debajo
de la inscripción, en inglés: “Padres y maestros, yo me pregunto: ¿Qué es el
infierno? Sostengo que es el eufemismo de no poder amar”. Empezó a escribir
debajo de la inscripción el nombre de Dostoievski, pero vio-con un temor que le
recorrió todo el cuerpo- que lo que había escrito era casi totalmente ilegible.
Cerró el libro.
Fragmento de:
“Para Esmé, con amor y sordidez”, en Nueve
Cuentos
Alianza Editorial, 2011.
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