Bibliotecas públicas en los palacios del agua
El 24 de octubre se celebra el Día de las Bibliotecas, en conmemoración del incendio de la Biblioteca de Sarajevo en 1997, durante la Guerra de los Balcanes. Lo recordamos con un fragmento en el que se cuenta lo sucedido con las bibliotecas romanas después de los idus de marzo en El infinito en un junco, el extraordinario ensayo de Irene Vallejo.
Bibliotecas públicas en los palacios del agua
El 15 de marzo del año
44 a. C. —en los idus de marzo, según el calendario romano—, asesinaron a Julio
César apuñalándolo en el Senado, frente a la estatua de su viejo enemigo
Pompeyo, que quedó manchada por las salpicaduras de su sangre. En nombre de la
libertad, un grupo de senadores hundieron una y otra vez sus dagas en el cuerpo
de un hombre de sesenta y seis años, en su cuello, su espalda, su pecho y su
vientre. Viendo puñales levantados por todas partes, el último movimiento de
César fue un gesto de pudor. Al borde de la muerte, cegado por la sangre, se
preocupó de estirar su túnica sobre las piernas para caer más noblemente, sin
enseñar su sexo.
Las dagas siguieron
asestándole salvajes picotazos mientras yacía indefenso junto a las escaleras
del pórtico. Recibió veintitrés puñaladas, de las que, según Suetonio, solo una
fue mortal.
A los conspiradores
les gustaba referirse a sí mismos como «los libertadores». Consideraban a César
un tirano que aspiraba a ser rey. Aquel asesinato político, tal vez el crimen
más famoso de la historia, ha despertado tanta admiración como repugnancia. No
es ninguna casualidad que, mil novecientos años después, John Wilkes Booth
utilizara «idus» como contraseña para el día que mató a Abraham Lincoln, ni
que, mientras huía del escenario del crimen, Booth gritase una frase en latín: Sic
Semper tyrannis («Este es el destino de los tiranos»).
¿Era Julio César un
tirano en ciernes? Sin duda, fue un general carismático y un político sin
escrúpulos. Algunos de sus contemporáneos calificaron su campaña en las Galias
como genocidio. Es cierto que, en sus últimos años de vida, cada vez se
esforzaba menos en disimular su gigantesca ambición. Había sido nombrado
dictador vitalicio y se atribuyó el derecho a llevar el atuendo triunfal siempre
que quisiera —con la corona de laurel, que no podía ser más práctica para
disimular su calvicie—. Para la posteridad, su nombre ha simbolizado siempre un
título de poder autoritario (césar, zar). Sin embargo, su asesinato no salvó la
República. El crimen de los idus fue un salvaje derramamiento de sangre que no
logró ninguno de sus objetivos. Desencadenó una larga guerra civil, más
muertes, nuevas destrucciones y, al final, sobre las ruinas humeantes, Augusto
instauró la monarquía imperial. El joven emperador, heredero y sucesor de su
tío, hizo colocar una estructura de hormigón para señalar y clausurar el
escenario del crimen. Hoy, tantos siglos después, los gatos callejeros de Roma
se refugian en el Largo di Torre Argentina, el lugar donde agonizó Julio César.
Como daño colateral en los idus de marzo salieron perdiendo los lectores pobres. Entre otros planes, César tenía previsto construir la primera biblioteca pública de Roma, lo más rica posible, y había confiado al sabio Marco Varrón la tarea de adquirir y clasificar los libros. El nombramiento era lógico, porque Varrón había escrito un ensayo titulado Sobre bibliotecas, del que apenas han sobrevivido unos escasos fragmentos.
Años después, Asinio Polión, seguidor de César, hizo realidad su sueño con el jugoso botín de una expedición militar de saqueo. Inauguró una biblioteca en el mismo edificio que —simbólicamente— albergaba el santuario de la diosa Libertad. Solo conocemos este primer templo público de los libros a través de las menciones de varios escritores, ya que sus restos han desaparecido sin dejar huella. Sabemos que el espacio interior estaba dividido en dos secciones, una para obras en griego y otra para obras en latín. Esta organización bilingüe y bimembre se repetiría en todas las bibliotecas romanas posteriores. Por imperativo del amor propio nacional, las dos secciones debían tener idénticas dimensiones, aunque por el momento una estuviese llena a rebosar y la otra acusadoramente vacía. Frente a unos siete siglos de textos griegos, para el apartado romano apenas se podía elegir entre dos siglos de literatura. Sin atender a esas minucias, el mensaje que transmitía la biblioteca oficial de Polión era doble: las obras griegas quedaban incorporadas en su lengua original al bagaje de los romanos; a cambio, había que fingir que los jefes del poderoso Imperio valían tanto como sus brillantes súbditos helenos. Ningún aspecto de la puesta en escena podía delatar que, de hecho, los colonizadores se sentían acomplejados ante el apabullante patrimonio intelectual de un territorio conquistado.
Otro rasgo que
heredarían todas las bibliotecas romanas fueron las estatuas de autores
famosos. En Roma aquellos bustos en los espacios públicos eran el equivalente
literario de las estrellas del paseo de la fama de Hollywood. Quien conseguía
ese homenaje había entrado en el canon.
Polión encargó para su biblioteca un solo retrato de un escritor vivo: Varrón. Décadas más tarde, el deslenguado Marcial, atento a todos los afanes de la feria de las vanidades romanas, presumía de que su busto adornaba ya algunas mansiones aristocráticas. En realidad, él ambicionaba una estatua en las galerías de personajes ilustres de las bibliotecas públicas. Todo parece indicar que, como esos eternos aspirantes al premio Nobel, se quedó siempre a las puertas. En sus epigramas abundan los estribillos de pedigüeño, mendigando sin tapujos honores, halagos o dinero, pero en general, como él mismo contó con humor y autoironía, sus esperanzas desembocaban en grandes chascos.
La biblioteca de Asinio estaba abierta a los lectores seguramente desde el alba hasta el mediodía. Allí debía de acudir un público variado: escritores, estudiosos, amantes del conocimiento, pero también copistas enviados por sus amos o por los libreros con el encargo de hacer copias de las obras. Lo más probable es que, para buscar los libros en los armarios, hubiera personal especializado. También sabemos que algunas bibliotecas autorizaban el préstamo. El escritor Aulo Gelio cuenta una anécdota que lo prueba. Se había reunido con unos amigos para cenar y charlar. Cuando les sirvieron nieve derretida para beber, un invitado experto en Aristóteles les advirtió de que, según el filósofo, era perjudicial para la salud. Como alguien negó esa afirmación, el terco comensal, lastimado en su orgullo, se tomó la molestia de ir hasta la biblioteca de la ciudad, consiguió que la abriesen para él y regresó con un ejemplar de la obra de Aristóteles que incluía el párrafo en cuestión —esa era la laboriosa forma de zanjar las discusiones antes de que existieran los buscadores de internet—. También el emperador Marco Aurelio y su maestro Frontón mencionan en sus cartas que se llevaban a casa libros prestados. Además de esos testimonios casuales, se ha conservado en Atenas una inscripción de época imperial avisando de que los directores prohibían el servicio de préstamo, de donde se deduce que en otros establecimientos sí estaría permitido. La inscripción reza textualmente: «De aquí no saldrá ningún libro; así lo hemos jurado».
Las dos siguientes bibliotecas públicas de la Urbe las hizo construir Augusto, una en el monte Palatino y la otra en el Pórtico de Octavia. Los arqueólogos han encontrado restos de la Biblioteca Palatina. Gracias a las excavaciones tenemos una imagen fiable de su diseño arquitectónico y de su interior. Se han hallado dos cámaras contiguas de tamaño idéntico para la colección bilingüe. En ambas, los libros reposaban dentro de unos armarios de madera con estantes y puertas, empotrados en grandes nichos, numerados con cifras que remitían al catálogo. Dada la gran altura de los nichos, debían de contar con pequeñas escaleras portátiles para alcanzar las repisas superiores. En conjunto, el edificio recuerda más a nuestras salas de lectura contemporáneas que a las bibliotecas griegas, donde no había instalaciones para los lectores. Los lectores griegos escogían un rollo de los estantes y se trasladaban a un pórtico contiguo. En Roma, las estancias
estaban diseñadas para
ofrecer un ambiente amplio, bello y lujoso. Los libros descansaban en los
armarios, al alcance de la mano pero sin obstruir el paso. Había mesas, sillas,
maderas talladas, mármoles: un placer para la vista, y un derroche de espacio.
medida que las colecciones crecían, se necesitaban nuevos armarios. Los problemas
de almacenamiento resultaban difíciles de resolver porque los nichos para
libros estaban integrados en la estructura arquitectónica del edificio y no se
podían improvisar. Había que fundar nuevas bibliotecas. El emperador Tiberio
sumó una o tal vez dos durante su reinado, y Vespasiano levantó otra en el
templo de la Paz, probablemente para celebrar con libros y proclamas de
concordia que había sometido a sangre y fuego la revuelta de Judea.
Los restos mejor
conservados corresponden a las bibliotecas gemelas construidas por orden de
Trajano en el año 112 como parte de su foro monumental. La sala griega y la
latina estaban una frente a la otra, separadas por un pórtico en cuyo centro
todavía se yergue la famosa columna de Trajano. Los arqueólogos creen que el
emblemático monumento representaba un gran rollo de piedra, con sus treinta y
ocho metros de escenas en bajorrelieve a todo color sobre las guerras de la
Dacia —como viñetas de un cómic bélico—. El relato de las campañas se
desarrolla en una cinta continua que asciende en espiral: miles de romanos y
dacios esculpidos minuciosamente marchan, construyen, luchan, navegan, se
escabullen, negocian, suplican y perecen en ciento cincuenta y cinco escenas
—una auténtica novela gráfica—.
El interior de las dos bibliotecas era un prodigio de lujo abierto a todos los públicos: dos pisos de armarios, columnas, galerías, cornisas, revestimientos de mármol multicolor de Asia Menor y estatuas. Imagino los rostros boquiabiertos de la gente común ante un despliegue de belleza estética y comodidades que hasta entonces habían sido prerrogativa de la aristocracia, y una colección de unos veinte mil libros accesibles a cualquier lector. Gracias al primer emperador hispano, en Roma ya no hacía falta cortejar a los ricos para leer en un ambiente fastuoso.
El infinito en un junco
Irene Vallejo
Debolsillo, 2021.
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