El centro de la tierra (Lectura e infancia)
Se dice que un 23 de abril, en lugares diferentes y con horas de diferencia, murieron William Shakespeare y Miguel de Cervantes. En esa fecha se conmemora el Día del libro y de los derechos de autor. En Libro de arena lo recordamos con un fragmento de El centro de la tierra (Literatura e infancia), en el que Jorge Monteleone recuerda la lectura de cuentos de terror que compartía con su primo, y que a partir de los libros circulaba también por los mundos del cine, la televisión y la historieta.
“En los días de escuela, cuando no estábamos juntos por meses y hablábamos esporádicamente por teléfono, usábamos como empleada de correos a mi nona Teresa, que venía una vez por semana a mi casa, y nos enviábamos cartas, libros, revistas y discos en una fluencia sin fin de excitación, y curiosidad que se esperaba como un folletín por entregas y que mi abuela distribuía en idas y vueltas. Desde muy chicos nos regalábamos libros, siempre – y más adelante vinilos – con los que aumentábamos el saber y el arte del coleccionismo. Y así, Verne, Poe, y sus derivas en Narciso Ibáñez Menta durante la infancia, y luego Borges, Borges, Borges, el Viejo contra todos en la adolescencia, fueron nuestras pasiones compartidas. Desde los siete u ocho años, todos los libros que contaron en nuestra larga niñez fueron leídos, desmembrados y comentados por ambos. Los atesoro, y con el tiempo seguí recibiendo de su parte algunos de los libros más relevantes de mi vida: El hacedor, de Borges; Bestiario, de Cortázar; las obras completas de Shakespeare; Las flores del mal, de Baudelaire; La vida breve, de Onetti; varios textos de Nietzsche y de Kierkegaard.
La estela de aquellos imaginarios se bifurcaba una y otra vez en lecturas afines y disgresivas. Baste un ejemplo. Cierto día, Hugo y yo encontramos un libro de Leopoldo Lugones. Poe ya era nuestro ídolo absoluto, y habíamos leído y releído todas las ediciones posibles que encontramos de Historias extraordinarias, cada vez con un número creciente de cuentos: desde la colección de Salvat, con prólogo del hijo de Narciso Ibáñez Menta, pasando por una gruesa antología de la editorial Bruguera, hasta dar con el tesoro inconmensurable de la edición de bolsillo de los Cuentos completos, traducidos por Julio Cortázar. En alguna vitrina mirábamos como un alimento prohibido los dos carísimos volúmenes de cubiertas fucsias de toda la obra de Poe en la edición de la Universidad de Puerto Rico que nadie de nuestra familia nos quiso comprar. Ese fue el sinuoso camino: desde la lectura de todos los cuentos de Poe, luego de haber visto varios de esos relatos en Historias para no dormir, adaptados por Luis Peñafiel, (es decir, por Chicho Ibáñez Serrador), y en el film de Enrique Carreras, Obras maestras del terror, todos protagonizados por Narciso Ibáñez Menta, y luego de haber visto también algunas de las adaptaciones de Roger Corman con los guiones de Richard Matheson para la Hummer Films algún sábado en el cine Achával, de Morón, mientras nos disputábamos la primicia de la lectura de las historietas de Dr. Tetrik (la versión en español de Creepy, en la cual estaban los cómics de Richard Corben y los dibujos de Neal Adams y de Steve Ditko, cuyos trazos nos eran familiares en los superhéroes de DC Comics) Y de Vampirella (con las tapas excitantes de aquella diosa oscura pintada por Frank Frazetta, cuyo erotismo vampírico era muy deseable para pajeros imberbes como nosotros) junto a esa irresistible extravagancoa chilena, El Siniestro Doctor Mortis (con los guiones de Juan Marino, que los había creado para el radioteatro), hasta la lectura, más tardía, de Bram Stoker, las ghost stories de Sheridan Le Fanu y de H. P. Lovectaft, en suma, en ese largo recorrido roturado por Edgar Allan Poe y sus “visiones sómnicas” – como decía Darío cuando lo incluyó en Los raros – con esa educación sentimental de la belleza en el horror adquirida gracias al genio bostoniano, dipsómano y frecuentador del láudano, entendimos que un libro roto y sin tapas que se ofrecía aprecio vil en un negocio de venta y canje de revistas con el asombroso título de Las fuerzas extrañas, de Lugones, tenía que ser un monstro gemelo de aquellos paraísos narcóticos.
Lo arreglamos, le pusimos una tapa de cartulina con la cara de la momia de Imhotep interpretada por Boris Karloff, aparecida en la Dr. Tetrik, aunque no encontramos momias en el libro, sino cuentos que nos encandilaron, como la lluvia de fuego en un relato de un “desencarnado de Gomorra”; el mono Izur que hablaba y le pedía agua a su amo; el maldito escuerzo asesino; la metamúsica y la octava de sol que le incineraba los ojos al pianista; la especulación teosófica “Ensayo de una cosmogonía en diez lecciones”, que nos recordaba a Eureka, de Poe. Pero fue una presencia. Hugo no se amedrentó y dio con una edición escolar de Cuentos fatales que tenía en la tapa el rostro de un sarcófago y la historia del vaso de alabastro hallado en la tumba de “Tut- Anj-Amón”, como lo escribía Lugones.
Otras veces las lecturas compartidas eran parte de nuestros juegos, de los que puedo recordar por lo menos dos. Después de leer el desciframiento del rúnico de Arne Saknussemm en Viaje al centro de la tierra y las deducciones de Legrand para descifrar el código oculto en “El escarabajo de oro”, se nos ocurrió crearnos mensajes en clave para desafiarnos, que incluíamos en enormes cartas-trampa, escritas una dentro de la otra como en cajas chinas, con toda clase de acertijos y sorpresas que mi abuela Teresa llevaba y traía con resignación. Otra vez descubrimos que un autor argentino llamado Abelardo Castillo había escrito una obra de teatro dedicada a Poe como personaje, llamada Israfel. Teníamos nueve años, porque obtuvimos la información en alguna revista TV Guía que circulaba por allí, cuando Alfredo Alcón, bajo la dirección de Inda Ledesma, había estrenado con éxito la pieza en 1966. El libro, que conservo con una foto de aquella puesta en la tapa, fue publicado ese mismo año, Lo leímos con fervor, pero repercutiría en nosotros por su encantamiento verbal, y por nuestro fanatismo con el personaje.”
Jorge Monteleone
Editorial Ampersand, 2018.
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