Los vendedores de enciclopedias, de Mariano Quirós.
El 2 de abril, como homenaje al nacimiento de Hans Christian Andersen, se celebra en todo el mundo el Día del libro infantil y juvenil. En nuestro país la fecha coincide con el homenaje a los veteranos y a los caídos en la guerra de Malvinas. Libro de arena recuerda el día del libro infantil, con un cuento Mariano Quirós, incluido en Malvinas- Memorias de infancias en tiempos de guerra, publicado por CONABIP.
Los vendedores de enciclopedias
En 1987 yo tenía ocho años y con mis compañeros de escuela estábamos seguros de que algún día recuperaríamos las Malvinas. De que nosotros las recuperaríamos. Nos amparaba, supongo, la mente infantil, la idea entre mágica y alucinada que nos habíamos hecho de la guerra. ¿Qué tan complicado podía ser manejar un arma, volar un jet, disparar un cañonazo? No concebíamos que unos años antes —apenas cinco años, que para una vida tan corta suponen precisamente toda una vida— se hubiera perdido una guerra. Es más: no concebíamos que hubieran desperdiciado así la oportunidad de participar en una guerra.
Nosotros íbamos a recuperar las Malvinas, teníamos lo que había que tener para hacerlo.
¿Qué nos hacía pensar de aquella manera? ¿La torpeza de nuestras pobres maestras cuando intentaban hablar del tema, los actos escolares que desbordaban belicismo? ¿Las películas, los dibujos animados? ¿El ánimo en alza que nos había dejado el Mundial 86 y que había llegado a nosotros así, de manera tan distorsionada?¿Todo eso junto?
Yo iba a la escuela 41, en pleno centro de Resistencia, y cada tanto —una vez a la semana quizás— la maestra permitía que entraran al aula los vendedores de enciclopedias.
Eran hombres o mujeres mayores —quizás fueran apenas jóvenes inmersos en su primera experiencia laboral, pero nosotros éramos muy niños como para distinguir a un hombre, a una mujer, de un muchacho o una muchacha—, gente de aire serio y circunspecto.
A mí me impresionaba la pericia con que esos hombres y mujeres enseñaban las enciclopedias, la gracia con que hacían correr las páginas y el empeño con que conseguían demostrar que aquellos libracos eran indispensables en cualquier vida familiar.
El mecanismo de venta era tan arriesgado como efectivo: entregaban un ejemplar de la enciclopedia por alumno y nos hacían firmar luego unos comprobantes —unas esquelas de lo más ramplonas— donde dejaban constancia de dicha entrega. Había que llevar las enciclopedias a casa y mostrárselas a la madre, al padre, al tutor, y replicar, hasta donde nos fuera posible, la exposición que el vendedor o la vendedora habían ofrecido en el aula. Si la cosa iba bien, si madre, padre o tutor veían con agrado el producto, nomás tenían que facilitarnos el dinero para que lo lleváramos a la escuela y se lo diéramos en mano a los vendedores, de manera que la venta se concretara. Si la cosa no iba bien —como en mi caso—, teníamos que devolver la enciclopedia sin ningún rasguño.
Mi mamá había sido tajante a la primera de cambio: es ilegal que esa gente entre al aula, dijo, debería estar prohibido. Y más prohibido aún que hagan firmar esta mierda a nenes de ocho años. Me había obligado a volver a la escuela con ese mensaje —que en modo alguno pensaba transmitir— y, por supuesto, con la enciclopedia.
Yo veía con envidia al grupo de mis compañeros que llegaba con el dinero, cómo el vendedor de turno les sonreía y les daba, como un extra, algún anotador, un par de lápices, calcomanías. Cómo la maestra, risueña, también participaba del intercambio. Sentía además el desprecio, el desdén con que el eventual vendedor recuperaba la enciclopedia, sin mirarme a los ojos.
Me bastaba reparar en quiénes compraban y en quiénes no para entender que la negación de mamá —mucho más que a una prohibición, mucho más que a una diferencia, digamos, ideológica— respondía a nuestra mera austeridad económica
Pero no solo eran enciclopedias. A veces podían ser libros de cuentos, fábulas casi siempre, o incluso biblias o Nuevos Testamentos (estos últimos acompañaban, en carácter gratuito, la compra de algún otro libro).
Hablo con un par de amigos de aquella época, más memoriosos que yo, y los dos coinciden en que los vendedores y las vendedoras no variaban mucho en su aspecto: la expresión tirante del rostro, la ropa siempre unos talles más o unos talles menos, muy holgada o muy chica, siempre en discordancia con el porte de esa gente.
Eran re pobres, dice uno de mis amigos, pobres y desesperados. Una desesperación que a veces se manifestaba de manera violenta
Mi amigo lo dice y me mira fijo. Sabe, recuerda, que yo mismo fui víctima de aquello que él ahora llama desesperación. Harto de las quejas y puteadas de mamá y papá —ya por el contenido de los libros (que para ellos reproducía algún tipo de propaganda imperialista o sencillamente antiperonista), ya por la modalidad de venta— yo metía los ejemplares en mi mochila y no los sacaba de ahí hasta que llegara el momento de devolverlos. Si acaso el vendedor o la vendedora se demoraban en volver a la escuela, podía pasarme semanas enteras con el ejemplar abultando mi mochila. Tampoco me atrevía a rechazar la entrega de los libros —que los vendedores más bien imponían—, no se me ocurría la manera.
Fue una mujer, representante de cierta iglesia evangelista, quien se quejó cuando devolví un ejemplar con las puntas estropeadas. Me dijo que así, en ese estado, era imposible aceptarlo. Que debería pagar. Me asusté, por decir lo menos, sobre todo por la expresión de la mujer, una media sonrisa triunfal y acaso maléfica. Para colmo la mujer completó la ofensa con una acusación terrible: “¿O es que tu mamá te dio la plata y la gastaste en otra cosa?”.
Casi me largo a llorar, creo que no lo hice. Ubiqué aquella afrenta en un rincón dela memoria y guardé —apenas como un ramalazo— la intervención de la maestra, su culpa y su apuro al poner paños fríos y atemperar el ánimo de la vendedora enardecida. También contuvo, la maestra, mi llanto inminente, aunque, como insinué, no estoy del todo seguro. Me quedó, sin embargo, el malestar, un hueco en el estómago que yo estaba bien seguro de no merecer.
Algo así nos ocurrió cuando empezaron a venir los excombatientes. El desconcierto por entonces era supino. Nosotros los veíamos entrar al aula y pensábamos en una forma nueva de los vendedores de enciclopedias. Quizás porque traían cantidad de folletos que, según decían, aportarían información necesaria y valiosa para nosotros, para nuestras maestras y para nuestros padres. Había, otra vez, que llevar ese material a casa. Tampoco la maestra contaba con herramientas—pero ¿quién contaba con esas herramientas?— para ordenar la cuestión, para ponerle, como suele decirse, el marco adecuado y ponernos a nosotros en situación..
Los excombatientes venían en parejas, uno de ellos se instalaba frente al aula, nos hacía una venia y se largaba a contar su experiencia en la guerra. El otro se quedaba a un costado, a veces ni siquiera entraba; como si estuviese haciendo de campana. Vestían de manera extraña, no de uniforme, pero tampoco de civil. Ropa limpia y humilde, como a punto de rasgarse.
Una de aquellas veces, el excombatiente encargado de comandar la exposición se largó a llorar en medio del aula. En realidad, fue algo peor que eso. Fue su propia charla, su propio testimonio, lo que caló en él mucho más que en nosotros, y tal vez llevado por nuestra indiferencia —¡es que no entendíamos nada!—, su exposición fue subiendo en intensidad, en acusaciones y lamentos, hasta que acabó llorando. Pero, insisto, fue algo peor que eso.
Tuvo que venir su compañero —ese que se mantenía siempre en segundo plano— a ofrecerle una contención
Yo agradecí mi altura, que la maestra me ubicara en los asientos del fondo, lejos de esos dos locos, sobre todo del que lloraba y que nos apuntaba con el dedo y nos acusaba de algo que no podíamos descifrar.
La maestra, entonces, no sin cierto fastidio, se vio en la obligación de intervenir. Aunque lo intentamos, mis amigos y yo no conseguimos recordar qué pudo haber dicho; nos quedan sus gestos, la manera en que fue empujando a los excombatientes fuera del aula, su evidente hartazgo. Era una mujer joven, no habrá tenido más de treinta años. No sé si lo digo para justificarla o nomás para señalar que entre ella yesos dos hombres no había grandes diferencias de edad.
Lo que sí recordamos mis amigos y yo es que la maestra se dispuso a dar por cerrada la visita de los excombatientes y para eso se hizo cargo ella misma del reparto de folletos, distribuyendo uno por pupitre. Con los vendedores de enciclopedias y con las derivaciones de sus visitas como punto de referencia, cuando me llegó el turno de recibir el folleto fui bien claro: que no, dije, que mi mamá y mi papá no me permitían llevar a casa ese tipo de cosas; agregué, por si hacía falta, que no podíamos pagarlo.
Recuerdo también, y con nitidez más bien perturbadora, la expresión de la maestra,la boca abierta con que me miró fijo, como si midiera la sensatez o la imbecilidad de mi argumento. Recuerdo además —aunque este es un recuerdo más difuso, apoyado en los recuerdos de mis amigos— que el excombatiente que había llorado tuvo el impulso de meterse de nuevo al aula, de arrimarse hasta la maestra, de alcanzarnos de algún modo, pero que finalmente no lo hizo. Tal vez porque no había nada que hacer.
Las visitas de los excombatientes a la escuela se me mezclan. Es inevitable. Pero fue aquel mismo día —no pudo ser otro—, en el recreo que siguió a la visita de aquellos dos, que con mis compañeros de tercer grado nos convencimos de que podíamos recuperar Malvinas.
Extasiados por lo que acabábamos de presenciar, mis compañeros y yo llenamosel recreo de elucubraciones, de historias posibles, de imágenes bélicas y de dudosoheroísmo. Hablamos de los soldados con recelo y malicia. Hablamos —con sorna—del llanto del soldado y de la cobardía que ese llanto revelaba. Y acordamos entre todos que echaríamos a la basura los folletos que nos obligaban a llevar hasta casa. No pensábamos comprarles nada a esos dos hijos de puta.
Malvinas. Memorias de infancias en tiempos de guerraAutores varios. Selección y prólogo de María Teresa Andruetto
CONABIP, 2022.
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