El Invierno y las hormigas, de Mercé Rodoreda

Hoy se cumplen cuarenta años de la muerte de Mercé Rodoreda. Poeta, narradora, dramaturga, su novela más conocida es La plaza del diamante, que narra la historia de una chica durante la Segunda República. Durante la Guerra Civil Española colaboró con la Generalitat de Barcelona, en el área de propaganda. Tras el triunfo franquista, se exilió en Francia donde vivió hasta su muerte. Rodoreda es autora de cuentos para niños. Con uno de esos relato la recordamos en Libro de arena.



El Invierno y las hormigas  

 
 

Había una vez, en un país muy bello, un bosque maravilloso habitado por hormigas.  

La tierra, muy fértil, producía las más bellas plantas y las flores más exquisitas.  

Los árboles eran tan altos que las nubes blancas de la mañana y las rojizas del ocaso les acariciaban las ramas sin enfadarse al ser rasgadas.  

Todo sonreía: las lechugas nacían cantando, los frutos danzaban en las ramas pulidas y los petirrojos no conocían la invernada, que era tan cálida como la más dulce de las primaveras.  

El otoño lo doraba todo pomposamente y el bosque se convertía en un gran cáliz rutilante.  

Los mirlos picoteaban bajo los rojos helechos; los gorriones piaban desde sus nidos, y un río tarareaba y les hacía de espejo a los alisos más presumidos.  

Y, en medio de tanta paz y serenidad, las hormigas trajinaban con gran deleite y obedecían las órdenes de Miseñora Hormiga, heredera por línea directa de aquel reino tan bello. 

Hileras negruzcas de trabajadoras hormigas cruzaban el bosque de punta a punta en la búsqueda, nunca infructuosa, de alimentos delicados: las arvejas más redondas, los granos de trigo mejor crecidos, las semillas más nutritivas..., todo lo tenían a su alcance, y, de vuelta a su hormiguero, en la delicada hora del atardecer, los senderos les resultaban llanos, los arroyuelos poco profundos, y el trigo mecido les saludaba con gozo. 

Pero un mal día, ya que nada es eterno, se presentó de forma inesperada el Invierno, peleón y sobrecogedor. 

Se sentó en la cresta de la montaña cercana al bosque de Miseñora Hormiga y dijo: 

—De este lugar no me muevo. Demonios, ¡qué bien se está aquí! 

Lo habían alejado de otros países con humo y fuego, y temía descongelarse ya que estaba hecho de pura nieve (las chimeneas de Francia ya le habían desmochado los dedos; a ver si no habríais escarmentado vosotros): su barba estaba hecha de grandes carámbanos de hielo; la nariz era un larguirucho goterón de escarcha y, cuando respiraba, le salía de la garganta una tramontana que, de pronto, con un vaho espantoso, se llevó por delante unas cuantas hormigas. 

Las pobres, tan pequeñas, se asustaron y esperaron a que el viejo se durmiera bocarriba, que soplara el aliento hacia el cielo; y, poco a poco, aunque con miedo, volvieron a su hormiguero a contar la terrorífica noticia. 

Gritaban: 

—Ha venido el Invierno; ¡es un viejo chiflado, enorme, hecho de nieve y escarcha! Pobrecitas de nosotras, ¿qué haremos? 

—No os preocupéis: ¡cerraremos el hormiguero y esperaremos a que se aleje! 

Entonces, una hormiga muy bonita con un cuerpecito tan delgado como el hilo más fino estornudó y, ni corta ni perezosa, se dirigió a Miseñora Hormiga, que estaba sentada en media cáscara de avellana tostada. 

Miseñora Hormiga —empezó a decir, después de trepar montaña arriba con elegancia y cortesía—, noble y sensata, podemos, como convenientemente decía quien hablaba, encerrarnos en el hormiguero, pero ¿te das cuenta de que las provisiones son escasas y que si no espabilamos moriremos consumidas por el hambre? 

Estornudó otra vez. 

—¡Jesús! 

—Tienes razón, hormiguita bonita —respondió Miseñora Hormiga—, pero, si salimos del hormiguero, el Invierno, de un soplido, echará a perder nuestra hilera y quizá caigamos al río, y ya sabéis lo travieso que es este, que ni se dará cuenta de que nos conduce a la muerte más terrible. 

—Yo propongo —dijo una hormiga más anciana, más corpulenta, pero de color y apariencia ciertamente bellos— que se escojan a las hormigas más fuertes para que sean ellas las que vayan al campo a buscar provisiones de los últimos granos de trigo amontonados.  

—Quizá —añadió otra— nos resultaría más fácil recoger las sobras del maíz que guardamos a la entrada del bosque, y así no tendríamos que exponernos tanto al cruzar el campo bajo el único amparo del cielo, sino que nos arroparían las ramas espesas de las encinas y los nogales. 

—A mí me parece —dijo una hormiguita muy roja que durante la conversación se acicalaba y que llevaba una hoja de celinda a modo de vestido— que lo mejor sería que no nos moviéramos de aquí; unos cuantos días de privaciones nos harían menos daño que un estornudo del viejo del hielo. 

Una hormiga atrevida propuso: 

—¿Por qué no hacemos un gran fuego y quemamos al viejo? Se desharía enseguida... 

—Y tú —le contestó una sensata— ¿podrías cargar tanta leña como para quemar un fardo tan grande? Ni todas juntas podríamos —añadió seria. 

—No hace falta decir que, si se despertara, su venganza sería escalofriante: al darse cuenta de nuestras intenciones seguro que nos haría prisioneras en los carámbanos de hielo de su barba goteante —dijo Miseñora Hormiga. 

—Yo cogería espadas de paja e iría a molestarlo; así, se desharía en pedazos tan pequeños que en cuanto saliera el sol se fundiría. 

—No dais una —replicó sonriendo, aunque muy preocupada por dentro, Miseñora Hormiga—. Debemos pensar que el Invierno no nos hace daño expresamente; no ha venido porque quiera atormentarnos. Si su compañía es molesta, él no tiene manera de hacerla agradable. ¿Sabéis qué podemos hacer? 

Y comenzó a hablar bajito a todas las hormigas que formaban su república. Estas, al escucharla, se rieron y se prepararon para salir del hormiguero. 

¡Y cómo salieron! 

Nunca habéis visto nada tan bonito. 

Miseñora Hormiga lucía un manto hecho de trocitos de hoja de lirio de los valles y, en la mano, como muestra de superioridad, un flexible estambre de jazmín. 

Detrás de ella iba un bello escuadrón de hormigas con lazo azul en la cabecita y un flautín que cada una sostenía con las patas delanteras. 

Venían, además, hormigas proveídas de guitarras tan pequeñas que daba risa verlas. 

Otras llevaban un timbal colgado del cuello, y otras, por si fuera poco, violines de sonidos finísimos. 

Avanzaban decididas por los caminos negros, temblorosas de miedo y con frío a causa, como ya sabéis, de la proximidad del viejo Invierno. 

La Luna, fijaos si es cotilla, separó, con un golpe de nariz, dos nubes que la cortejaban y contempló el desfile nocturno iluminándolo tan amorosamente que cruzó las ramas frondosas y les mostró el camino a las hormigas. 

El río detuvo su corriente para que los peces pudieran admirar la disciplina y la bella figura de las reinas del bosque. 

Los árboles sacudían la cabellera, las ardillas corrían de aquí para allá y un grupo de margaritas huyeron de sus tallos y se sumaron a la comitiva danzando con deleite. 

Las estrellas se volvieron más luminosas y unos cuantos arrendajos se desvelaron. 

Mientras las hormigas iban avanzando en orden hacia el viejo, este, bocarriba, con los pies sumergidos en una poza profunda, dormía plácidamente ignorando el desconsuelo que su llegada había producido en una tierra que a priori creyó inhabitada. 

En cuanto la comitiva quedó cerca del viejo, se detuvo nerviosa, y el Invierno se desveló porque un rayo de luna se le metió en los ojos. 

—¿Qué ocurre? —dijo. Y su voz retumbó por todas partes. 

Las hormiguitas callaron atemorizadas. Pero la Luna, que las quería porque eran trabajadoras y buenas, dijo: 

—Noble y bello Invierno, el de los carámbanos de hielo y nariz de espada escarchada: ten cuidado de no soplar demasiado fuerte, porque Miseñora Hormiga, dueña de esta comarca, quiere hablar contigo. 

La Luna enmudeció mientras el viejo Invierno se incorporaba adormilado y se sorprendía al ver aquella delicada fila de hormiguitas. Embobado, exclamó: 

—¿Qué queréis, negrillas?  

Pero, ¡ay!, que al hablar se le escapó vaho de la inmensa boca, y Miseñora Hormiga quedónm tumbada bocarriba. 

El Invierno se echó a reír, y entonces, ¡caramba!, hormigas, timbales, guitarras, violines, flautines, todo cayó rodando al suelo. 

La Luna intercedió: 

Invierno, ponte, antes de hablar, las manos en la boca, porque el aire más leve las tumba; no quieras herirlas, ni te crezcas ante su debilidad... 

El viejo escarchado obedeció ante el ruego de la Luna. Con las manos en la boca dijo: 

—Siento mucho, bonitas, el mal que os he causado. 

Todas se levantaron y lo observaron con atención. El Invierno les preguntó: 

—¿Qué queréis decirme, chiquitinas? 

—Escucha —dijo Miseñora Hormiga, y alzando el estambre de jazmín a modo de batuta, ordenó que empezaran la serenata en forma de súplica. 

Los violines propagaron sus notas lastimeras; los flautines, su sonido alegre y nostálgico a la vez;  

los timbales repicaron bajito y voces dulcísimas se elevaron en la noche serena.  

El canto decía así: 

 
 

Tú que tienes la barba blanca, 

y de hielo los miembros, 

vete de nuestra tierra, 

que los graneros no están llenos.  

 
 

El Invierno escuchaba admirado. 

El río permanecía inmóvil. El bosque era todo sorpresa. 

Árboles y más árboles con las ramas recogidas en el tronco aguardaban el desenlace de tan bella gesta, a la espera de la buena nueva. 

Las hormigas cantaban con emoción, y su emoción sobrecogía: 

 
 

Tú que tienes la barba blanca 

y una gran nariz de fino hielo, 

deja libre la montaña, 

que se ha muerto el romero. 

Tú que estás hecho de nieve y escarcha, 

sé noble y generoso: 

vete de nuestra tierra, 

demasiado pequeña para un invierno peligroso. 

 
 

Las hormiguitas, cantando, lloraban. El Invierno se entristeció.  

La Luna le dio un golpe con la nariz a las nubes, que no la dejaban en paz, y los peces más curiosos sacaron la cabeza del agua mansa del río. 

Las hormigas aguardaban al Invierno, que se había levantado, triste y pesaroso, con los ojos perdidos hacia el lugar lejano del que lo habían expulsado. 

 
 

El canto seguía hasta finalizar: 

Si quieres te daremos arvejas 

o un saquito de arroz del bueno, 

pero vete bien lejos 

más rápido que un trueno. 

 
 

El Invierno, con cuidado de no pisar ninguna hormiga, dio unos cuantos pasos arriba y abajo: estaba pensando. 

Lejos, por encima de las montañas sombrías, se deslizaba la noche hecha de silencio. 

Un remolino de humo salía de una chimenea agrietada y huía hacia arriba para besar las estrellas... El Invierno suspiró. 

Por fin, habló con voz de trueno, que inútilmente pretendía resultar amable. 

—No creía, Miseñora Hormiga, que mi presencia os enfadara tanto. Había elegido este lugar y la hierba me había parecido la más verde y suave de todas. Dormía tan bien aquí... Perdóname. Ya me marcho. Vagaré errante por los caminos, perdido entre nieblas, y quizá, un día fatídico, llegaré al país más cercano al sol y me desharé. Adiós. Pensad en mí... 

Entonces empezó a caminar más allá de la cresta de la montaña. 

Las hormigas lo observaron con profunda pena y, sin intercambiar palabra alguna, se entendieron, y un grito unánime salió de sus pequeñas bocas: 

—¡No te marches! 

La Luna, curiosa, segura de que cometían un error al no dejar ir al viejo, dijo: 

—Dejadlo. Con él cerca, la muerte os acechará. Su compañía es mala. Dejadlo... Otras tierras lo acogerán. 

El viejo se iba apenado. 

Pero Miseñora Hormiga lo llamó: 

Invierno, no te vayas... Nosotras queremos ser tus amigas y no deseamos que la tristeza te vuelva amargo el camino. ¡Vuelve! Mientras no nos soples, seremos felices. 

Contestó el Invierno: 

—Ya habéis escuchado a la Luna. Mi compañía os traerá la muerte. 

—La Luna es buena, pero está atolondrada. Dame un momento. 

La Luna, al escuchar estas palabras, frunció el ceño, y las nubes se rieron de la mueca que la afeaba. 

Miseñora Hormiga seguía pensando. 

—¡Ya lo tengo! —gritó la dama del vestido de hojas. 

—¿Qué? —preguntó todo el bosque. 

—Que el Invierno se vaya... 

El Invierno esperó abrumado. 

—... pero que vuelva. 

Un soplo de alegría cruzó la noche. 

—Que vuelva cuando hayamos acumulado granos de trigo y arvejas. Entonces meteremos las gavillas en el hormiguero con comida abundante. El Invierno ya podrá vivir aquí. 

El Invierno, contento, lloraba. 

Las margaritas se pusieron a bailar bajo un brezo, junto a unas cuantas setas. 

El río, risueño, lanzó sus aguas hacia el mar y los peces desaparecieron con un chapuzón. Las nubes besaron a la Luna. 

Y todo el mundo estuvo contento. 

Y el Invierno se fue para volver en cuanto las hormigas hubieran preparado su salvadora tarea. Enfiló la cima y con la mano de cristal dijo adiós a las hormigas, que también lo despidieron. 

—Hasta la vuelta. Adiós... Adiós... 

Continuaron gritando hasta que el Invierno desapareció por los caminos silenciosos... lejos... hacia otras tierras... 

Desde entonces, el Invierno, envejecido, pero constante con quien lo quiere y lo acoge, regresa cada año al país de Miseñora Hormiga, que todavía dirige el trabajo para que la recogida de provisiones se haga durante el asfixiante verano. 

Aunque hace años que esto quedó así acordado, aún sigue sucediendo; no es ninguna mentira. 



Cuentos para niños
Mercé Rodoreda
Siruela, 2019.

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