Los libros que viven con uno

El viernes 17 de mayo se cumplió un año de la muerte de Luis Chitarroni. En la misma semana, además, comenzaron los talleres y encuentros de lectura de las y los docentes del Programa Bibliotecas para Armar en distintas bibliotecas de la Ciudad. En recuerdo de ese gran lector que fue Chitarroni, Libro de Arena comparte el texto con el que participó en la antología, Bibliotecas, publicada por Ediciones Godot, en 2023.


Los libros que viven con uno

Luis Chitarroni

 

GRACIAS A LA FAMILIARIDAD con el desorden, a la que me obligó una mudanza después de más de veinte años de arraigo, el azar ha quedado abolido por la tirada de dados, y puedo darme el gusto de saludar a gente que casi no conozco, para pasar rápidamente de Mallarmé a Apollinaire. A tratar a viejos amigos que se convirtieron en desconocidos, aunque en mis bibliotecas residen desde hace tiempo. Las despedidas no son fáciles, porque a muchos tuve que desalojar. Esto incluía a amigos que de otro modo habrían permanecido donde estaban, si el apremio de la situación nos hubiera mantenido en paz. De lo que se desprende ese uno, que muchas veces coincide con la primera persona del singular, es de lo reciente, que ha leído más superficialmente, y al amparo de supersticiones que no coinciden con los viejos métodos de aprobación.

Uno de los umbrales y las aproximaciones morales que provocó la mudanza —ci devant el derrumbe— es la de Apuntes para un panfleto, del entrañable amigo, el polaco Sergio Chejfec, y las Glosas de Sabiduría o Proverbios Morales y otras Rimas, de Don Sem Tob...

Esta aparente o alucinada semejanza entre dos libros redactados por sujetos tan distantes en el tiempo puede suspender nuestra credulidad hasta el siguiente peldaño, en el que nos damos cuenta precisamente de que la distancia entre sujetos y formas del castellano es una coartada para volver probable (o hacer posible) lo absolutamente incomprobable. Voy, sin embargo, a intentar equiparar, con un procedimiento simple, lo que Don Sem escribió y lo que escribió el polaco, para que la literatura encuentre esa moral tan evasiva que algunos autores fingen que ni siquiera existe, y que articula, desde cierta lejanía (léase Dumézil) tantas mitologías desamparadas.

No es lejano el acontecimiento editorial que significó, aunque fuera absolutamente inadvertido por la mayoría, la publicación de Moral, tercera (¿?) novela de Chejfec, que publicó la primera vez, si no me equivoco, una editorial que emitía raros destellos, y que ya no recuerdo bien si se llamaba Puntosur o Contrapunto. Confundámoslas adrede, sobre todo si eran rivales, para restar importancia a negocios que poco inciden en esta cuestión, y restituir a los contenidos su savia sabia. A las bibliotecas sus virtudes de combinación.

Uno y otro, el polaco Chejfec y Don Sem Tob recuperan formas sigilosamente semejantes, después de exhibir las notables diferencias entre el sermón moral rimado, escrito por el 1200 en un dudoso empeño de español con resabios portugueses y hebreos, y el castellano rioplatense que el polaco trasladó de Buenos Aires a Caracas y luego a Nueva York, junto con el mate y la yerba. La articulación de este proceso verbal nada indiferente implica al sujeto que lo emite. Y el sujeto que lo emite es el mismo de Apuntes para un panfleto. Las dudas y perplejidades se acercan como en Maimónides o se desmenuzan como tal vez ocurre, por citar un poco o completamente a tientas, a W. G. Sebald. Toda una maravillosa casualidad. Como el encuentro de estos dos libros en esta cita a causa de una mudanza, planeada en este caso por Lautréamont.

Los acomodamientos fueron sucesivos, y cada mudanza trajo una nueva metodología, un talante distinto. Hubo un período obsesivo inicial, alfabético y luego, en la medida de lo posible, alfabético/cronológico. Quienes adoptamos como cachorros o mascotas bibliotecas, porque no las heredamos, lo hacemos con el criterio de no discriminación que estos tiempos dictan, de modo que los tamaños de los libros determinan también un orden de tamaño, de grosor y estatura, de posición vertical y horizontal. Mis viejos libros en castellano encontraron alineamientos caóticos, y la gauchesca se mezcla con los viejos clásicos de Austral, por ejemplo. Mi última o penúltima disposición o tratado de recursos de no urgencia consistió en armar hileras de lo que llamaba acordes armónicos, una idea sacada, creo, de una enumeración de esa laya que aparece en La verdadera vida de Sebastián Knight. Es un criterio malicioso y arbitrario en extremo. ¡Qué palabra “criterio”, del nombre de la revista de Eliot a la recelosa editorial local! En los distintos regímenes de territorialización bibliómana, dentro de los que ocurrieron también revueltas y revoluciones, separó pares y parejas que creí inseparables, a Fourier de Saint Simon (revolucionario) y al Duc de Saint Simon de tantas extraordinarias gallaretas epistolares del siglo XVII. A Osvaldo Lamborghini y a César Aira, alguna vez unidos por esos destinos inextricables que signa la amistad. A James Joyce de Samuel Beckett y Ezra Pound. Para mi consuelo nocturno y horizontal, fantaseaba que estas mutaciones de orden doméstico conformaban a su vez una historia de la literatura propia, con intervenciones intempestivas; Of Growth and Form, de D’Arcy Thomson, después de haberse habituado a la vecindad de Darwin y Galton, ahora condescendía a estar hombro a hombro con Guy Davenport.

Como compré u obtuve siempre muchos más libros de los que podía leer, simultánea o sucesivamente, esto tiene algo del sincretismo aleatorio de Berthe Trépat. Como compré u obtuve libros cuyos títulos eran nombres y apellidos, en un tiempo estantes inestables, que tenían desde Daniel Deronda y Adam Bede hasta Sarrasine y Lesbia Brandon, se trató sin duda de una política efímera, aunque en algún tiempo quise convertirla en colección. No hay repúblicas más perdurables que las que establecen las letras, no las leyes.

Como pasé por un período Patricia Highsmith que duró más de una década, y otro Henry James, alguna vez la proximidad alfabética los mantuvo juntos, dándole equilibrio a mi hipótesis de que Highsmith es la continuación de James por otros medios. En ambos está presente la salvación de un personaje que se muda de la salvaje América (del norte) a la cuidada Europa que tanto protege su anacrónica tradición, y el hecho de que el enviado sea un go between.corrupto o meramente ambiguo protege esas tramas con recursos tan diferentes que vale la pena leer cada uno de sus libros cada tanto para “descubrir” estragos y prodigios. Y hasta presagios, ya que la literatura, al menos para mí, no consiste en el arte de la predicción; Roussel y Verne, tan importantes (e insignificantes, claro) para el futuro, como los profetas bíblicos, talmúdicos o védicos, los escritores de ciencia ficción (desde muchos de los que prefirieran quienes tenemos un gusto cultivado en la infancia por Bradbury, Stanisław Lem, y hasta los hermanos Strugatski, Flammarion y Nostradamus, cada uno de los cuales mantuvo todo lo que pudo un lugar en los anaqueles).

Esta especie de plenipotencia expansiva habla solo de curiosidad y placer, más que de estudio, de modo que recuerdo haber tenido desde un volumen de relatos llamado Plenipotencia (de Emilio Rodrigué), por ejemplo, hasta Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, que tan mal tradujo, de acuerdo con Correas, el rival en tiempos de su tiempo de Rodrigué, Oscar Masotta, aunque acaso lo fuera —enemigo— aún más del enamorado Correas.

Los géneros, ahora tan de moda, nunca me motivaron, como solía decirse, demasiado, aunque, por relaciones de tamaño, traté siempre de mantener agrupados góticos y policiales, de modo que Melmoth (Maturin) está cerca del Vathek de Beckford, El monje, de Monk Lewis, y los policiales, por su encantadora condición de pockets, apilados en relaciones que seguramente distan de las “afinidades electivas”, y el gusto por los diseños de tapa de Daniel Gil y la supersticiosa ética del lector hedonista por los de Baldessari.

hubo lugar incluso para Karpus Mintrej Gloria, de Jordi Bergua. Hubo y hay lugar sobre todo para Fortuna fortuita, de Marcial Lafuente Estefanía, una vez que supe que el papá de Aira y yo niño compartíamos predilección por los westerns, que no suele ser la más luminosa en esta u otra época en la elección de géneros. La primera novela de Markson andaba por ahí también, y el Warlock que inspiró el filme El hombre de las pistolas de oro, con Gary Cooper y Anthony Quinn, si mal no recuerdo, favorito de Pynchon, que juega el viejo sigilo de saltear a los grandes para premiar a los chicos.

Toda recuperación trae consigo una especie de resurrección; estoy escribiendo al borde mismo de la Pascua. Y la resurrección laica por antonomasia, o acaso solo espiritista, es la que Conan Doyle le impone a su personaje más famoso, y que Watson debe oír. Allí, aparte de remontar y escalar como un salmón un afluente torrentoso, en descenso y ascenso vertiginosos, testimonia, en no más de tres páginas, algo que entre guionistas y montajistas de un filme de Indiana Jones llevaría algo más de trabajo. No exijo que se conozcan los pormenores de esa resurrección, pero sí que todavía vibre, como epítome de concatenación aventuresca, la saga de Indiana Jones.

Había una función de batalla literaria entre antiguos y modernos que Swift no deploraba contar tan bien como Gulliver, y ocurre en una biblioteca, of all places, como mi favorita del Ulysses, donde Stephen postula su hipótesis sobre Hamlet y el fantasma. A propósito, a Joyce no le gustaba mucho el dean del Journal to Stella. tal como le cuenta Beckett a Cioran.

Desmayados, horizontales, superiores, al pie de mis bibliotecas reposan los libros de artes visuales, de Luini a Cy Twombly y de Xul a Fabio Kacero. Hic sunt leones.



Bibliotecas
Katya Adaui, Selva Almada, Jazmina Barrera, Jorge Carrión, Luis Chitarroni, María Sonia Cristoff, Mercedes Halfon, Martín Kohan, Brenda Lozano, Carla Maliandi, Emiliano Monge, Dolores Reyes, Edgardo Scott y Reynaldo Sietecase.
Ediciones Godot, 2023.


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