86 años de Joyce Carol Oates

Hoy cumple 86 años la narradora neoyorquina Joyce Carol Oates. En Libro de arena compartimos dos cuentos con gatos. Estos animales tienen una fuerte presencia en su vida, como puede verse en sus textos más autobiográficos y también en sus redes sociales.


GATITOS

Papá nos estaba llevando a casa. Tres de nosotros en el asiento de atrás y Lula, que era su favorita, en el asiento de adelante. Lula gritó: ¡Papá, mira! Al lado del camino, sobre el pasto recién cortado, había algo pequeño, blanco y esponjoso que parecía estar vivo.

Papá, por favor.

Papá rio. Frenó el carro y se detuvo. Lula se bajó corriendo. Nosotros corrimos detrás de ella y encontramos en el pasto recién cortado tres pequeños gatitos blancos, con manchas negras y marrones.

¡Recogimos los gatitos! ¡Eran tan pequeños que cabían en la palma de la mano y pesaban sólo unos cuantos gramos! Cada uno maullaba, sus ojos apenas abiertos. ¡Ay, ay! ¡Nunca habíamos visto algo tan hermoso en nuestras vidas! Corrimos de vuelta al carro, donde papá nos estaba esperando, para pedirle que nos dejara llevarlos a casa.

Al comienzo, papá se negó. Papá dijo que los gatitos harían desastres en el carro.
Lula dijo: Ay, papá, por favor. Prometemos limpiar cualquier desastre de los gatitos.
Entonces papá cedió. Lula era su favorita, pero nosotros también estábamos felices de ser las hijas de papá. En el asiento de atrás teníamos a dos de los pequeños gatitos. En el asiento de adelante, Lula cargaba al más blanco de los gatitos.

¡Estábamos tan emocionadas! ¡Tan felices con los gatitos! Lula dijo que llamaría Copo de Nieve al gatito más blanco, y nosotros dijimos que llamaríamos a nuestros gatitos Durazno y Ceniza, porque Durazno tenía manchas naranjas sobre su pelo blanco y Ceniza tenía manchas negras en su pelo blanco.

Papá manejó en silencio durante algunos minutos. ¡Nosotros no parábamos de hablar! Si escuchabas atentamente, podías oírlos maullar.

Luego, papá dijo: Me huele a desastre.

Nosotros gritamos: ¡No, no!

Sí, me huele a desastre.

¡No, papá!

Tres desastres. Lo huelo.

¡No, papá!

(Y era cierto: ninguno de los gatitos había hecho un desastre). Pero Papá frenó el carro y se orilló. En el puente sobre el río, afuera del pueblo y a un par de kilómetros de nuestra casa, hay una rampa empinada. Papá detuvo el carro y le dijo a Lula: dame a Copo de nieve. Y papá nos miró con los ojos entrecerrados por el espejo retrovisor y dijo: dame a Durazno, dame a Ceniza.

Empezamos a llorar. Lula era la que lloraba más duro. Pero papá le arrebató el gatito de las manos y se volteó de cara al asiento de atrás, el rostro rojo y el ceño fruncido, y nos quitó a Durazno y a Ceniza. No fuimos tan fuertes ni fuimos tan valientes para impedir que papá nos quitara los gatitos con sus grandes manos. Los gatitos maullaban y temblaban del terror.

Papá se bajó del automóvil y dando grandes pasos trepó la rampa del puente y lanzó a los gatitos por encima de la baranda. Tres manchas pequeñas primero volaron contra el cielo nublado y luego cayeron rápidamente hasta desaparecer.

Cuando papá volvió al carro, Lula gritó: ¿Por qué? Papá dijo: Porque yo soy el papá, quien decide cómo terminan las cosas.


BESO SALVAJE

En secreto, a pie, el muchacho viajó hasta Tierra Firme. Vivía en una isla de aproximadamente 20 kilómetros cuadrados, con forma de bota, como Italia. Entre la Isla y Tierra Firme había un puente flotante de tres kilómetros de largo. Sus papás le habían prohibido viajar a Tierra Firme; Tierra Firme era sinónimo de «vida fácil y vagabunda», mientras la vida en la Isla era disciplinada, rigurosa y ceñida a la voluntad de Dios. Sus padres habían roto comunicación con sus parientes en Tierra Firme quienes, en cambio, compadecían a los isleños por incultos, supersticiosos y pobres.

En la Isla había colonias de gatos salvajes, feroces por naturaleza cuando se sentían acorralados, pero inesperadamente hermosos. Una de las colonias estaba compuesta por gatos atigrados, color naranja, con seis dedos en los pies; otra era de gatos negros como la noche y ojos leoninos; otra de gatos de pelo largo y blanco, y ojos verdes y brillosos; y otra, la más grande, gatos como el carey, con franjas plateadas y negras en el lomo, casi color piedra y ojos dorados, que vivían entre las rocas repartidas junto al puente. A los niños de la Isla se les tenía prohibido acercarse a los gatos salvajes o alimentarlos; era peligroso para cualquiera que los quisiera consentir y, mucho más, atraparlos y llevárselos a casa. Incluso los gatitos más pequeños eran conocidos por morder y arañar con furia. Sin embargo, en su camino hacia Tierra Firme, mientras se acercaba al puente colgante, el muchacho no pudo resistir la tentación de lanzarles pedacitos de comida a los gatos de las rocas que lo veían desde lejos con ojos desafiantes (gatito, gatito…). ¡Qué criaturas más hermosas! Un día, de atrevido, logró coger a uno de los gatos de entre las rocas, muy delgado, las costillas marcadas y las orejas puntiagudas y atentas. Por un momento sostuvo esa vida temblorosa en sus dedos, como si hubiera sacado su propio corazón de entre su pecho. No obstante, el gato entró en pánico y comenzó a arañar y a luchar contra su mano y le clavó sus filudos dientes en la piel, justo en la base del pulgar. Él lo soltó con un pequeño grito, «¡Mierda!», Y limpió la sangre con su pantalón y siguió caminando por el puente.

En Tierra Firme la vio a ella: una niña que imaginaba de su edad, quizás menor, caminando con otros niños. El viento costero se cubrió de niebla, húmeda y penetrante. Gotas de frío se le habían formado en sus pestañas como lágrimas. El pelo largo de la chica se mecía con el viento. Esa cara perfecta le arrebató su timidez y su vergüenza. Ahora era atrevido: su experiencia con el gato de las rocas no lo había desalentado sino que lo había estimulado. Era un chico que pretendía ser un hombre en Tierra Firme, donde se sentía mayor y seguro de sí. Acá, nadie conocía su nombre, o el apellido de su familia. Caminó junto a la niña y la fue alejando de los otros niños. Quiso saber su nombre. Mariana. Cogió su pequeña mano, al principio ella se resistió pero él la agarró mas fuerte. Le besó los labios, suavemente pero con pasión. Ella no se alejó. Él la volvió a besar, esta vez con mucha más fuerza. Ella se hizo a un lado, como queriendo escapar. Pero él no la soltó. La apretó con violencia y la besó con tanta fuerza que sintió la marca de sus dientes contra los suyos. Parecía que ella lo estuviera besando de vuelta aunque con menos firmeza. Ella se zafó: le jaló la mano y, mientras reía, le mordió la carne fresca de su dedo pulgar. Sorprendido, él sólo vio cómo la sangre brotaba. La herida era pequeña pero ¡había tanta sangre! Sus pantalones estaban manchados. Sus botas, salpicadas. Se alejó y la niña corrió de vuelta con los otros niños. Todos ellos jugaban y corrían, ahora los veía, mientras ellos se reían y se burlaban con voz aguda por la playa iluminada con los restos de la tormenta. Ninguno volteó a mirar.

Volvió corriendo al puente flotante con miedo de que se lo hubiera tragado la tormenta. Pero ahí estaba: golpeado por los vientos costeros, lucía pequeño y desgastado. Era finales de otoño. No recordaba la estación en la que todo comenzó (¿había sido en verano?, ¿en primavera?). El mar se levantó con furia batiendo sus olas. La Isla era casi invisible detrás del velo de niebla. En las olas vio las caras de sus viejos familiares. Hombres con barba gris, mujeres de ceño fruncido. Se le fue el aliento mientras cruzaba el agitado puente. Una vez en la costa, no le prestó atención a la colonia de gatos que lo esperaban con maullidos burlones y miradas traidoras entre las rocas. La herida en el pulgar le dolía y lo avergonzaba: las marcas evidentes de unos dientes filudos clavados en su piel. Con el paso de los días la herida palideció. Cogió un cuchillo de pesca, cauterizado bajo la flama ardiente, y abrió la herida y dejó que volviera a fluir la sangre tibia. Envolvió el pulgar con una venda. Luego explicó que la herida había sido hecha con un anzuelo o un clavo oxidado. Volvió a su vida de antes y esta muy pronto lo envolvió como las olas que suben por la playa y se estrellan contra las grandes rocas. Habría de llegar el día en el que se removiera el vendaje y viera la pequeña cicatriz puntuda en su piel, nunca del todo sanada. En secreto, besaría la cicatriz en un desvanecer de emoción y, con el tiempo, dejaría de recordar por qué.


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