En nombre de Kafka

Los números redondos parecen cifrar una verdad deseosa de ser revelada. Intrigan y convocan la atención lo mismo que lo hacen los clásicos de la literatura. Cuando se cumplen cien años de la muerte de Franz Kafka, Libro de arena lo recuerda con esta nota de Cecilia Galiñanes, que refiere un panorama de su vida y su literatura, y con el cuento "Ante la ley".



Por Cecilia Galiñanes 

 

Incluso los que no lo han leído lo conocen, o al menos usan su nombre para explicar el mundo. El mundo del siglo XX en el que su literatura surgió y este mundo actual que lo hereda. El del aislamiento, la uniformidad, donde el individuo se pierde en la serie, se hace cifra hasta convertirse en una pieza más de una maquinaria aplastante, en donde finalmente pierde su nombre, su identidad, su razón. Y no es menor la observación sobre el nombre cuando justamente la obra de Kafka encuentra en más de una ocasión protagonistas o personajes que se reconocen en una inicial, que además es la del propio apellido, como K., pero que no se nombran. Si bien es cierto que en La metamorfosis, quizá el más afamado de sus relatos, los personajes sí tienen nombre propio, algunos de sus relatos tienen personajes tan impersonales que consiguen llamarse ‘A’ o ‘B’. ‘K’ es el atormentado y paranoico protagonista de El proceso, como todo el mundo recuerda. Su aversión hacia los nombres propios excedía el plano literario y llegaba a empapar hasta sus relaciones más íntimas. Cuando conoció a Felice Bauer, con quien mantuvo una relación más epistolar que real, Kafka anotó en su diario: "He pensado mucho en -qué apuro me da escribir nombres- F. B.", cosa que no deja de ser curiosa y sorprender; qué más cercano y cálido que el nombre para llamar a la persona amada. Pero que de alguna manera tiene pleno sentido si se lo piensa como signo de lo abstracto, que no es solo su mirada sobre la realidad o el lugar desde el que parte para construir las realidades de sus relatos, sino probablemente su posición subjetiva en el mundo. Asimismo otros tópicos como el de la culpa y la condena como fin, el juicio como proceso, la opresión o la transformación-conversión dominan su literatura al igual que su vida. Aparecen de diferente manera en La condena, La metamorfosis, El desaparecido, El proceso, En la colonia penitenciaria, que son los textos que encarnan su primera etapa productiva. La desobediencia al deseo de que sus manuscritos fueran destruidos, por parte de su amigo Max Brod, permitieron al mundo conocer el resto de su obra póstumamente, entre la que aparece El castillo, La edificación de la Muralla China, Carta al padre. 

Franz Kafka nació en Praga, en el Imperio Austrohúngaro, el 3 de julio de 1883 y murió en Kierling, Austria, el 3 de junio de 1924. Suele ser clasificado como representante de la denominada “literatura menor”, no porque su obra lo sea, sino en referencia a que se encuentra escrita en la lengua de una cultura dominante, el alemán, pero es representante de un grupo minoritario (los judíos pequeñoburgueses). El estudio de Deleuze y Guattari que lleva por título Kafka. Por una literatura menor da cuenta de la interrelación entre la obra y la vida del autor como una totalidad integral. 

 

En todo caso y más allá de los estudios y de los estudiosos, es claro que sus textos han alcanzado un vasto público que lo ha leído y continúa haciéndolo, además de haber dado forma a un modo de pensar y entender el mundo, lo que lo convierte en un clásico de la literatura. Pero quizá sea ante todo por el modo en que logró reflejar cómo vivimos el mundo, cómo lo sentimos, como un lugar inescrutable, laberíntico, que constituye un orden absurdo e ininteligible al que el individuo jamás tiene acceso. Por eso el homenaje a Kafka es el homenaje a una literatura siempre viva, a la que vale la pena volver. 


Ante la ley 

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar. -Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora. La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice: -Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera. El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice: -Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo. Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino. -¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable. -Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: -Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla. 



El proceso

Franz Kafka
Alianza editorial, 2013.

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