El lugar del personaje

La ficción a veces tiene forma de historia, de sueño o de deseo pero siempre encuentra su lugar en la lectura como el personaje del escritor de Galeano encuentra el suyo de este lado del mundo. Libro de arena publica un fragmento de Memoria del fuego para celebrar las lecturas que tienen lugar en la ficción.


El río refleja al hombre que lo interroga
-¿Adónde envío al truhán? ¿He de mandarlo a la muerte?
Bailan sobre el Guadalquivir, desde el muelle de piedra, las botas chuecas. Este hombre tiene la costumbre de agitar los pies mientras piensa.
-Yo decido. Fui yo quien lo hizo nacer hijo de barbero y bruja y sobrino de verdugo. Yo lo coroné príncipe de la vida buscona en el reino de los piojos, los mendigos y los ahorcados.
Fulguran los lentes en las aguas verdosas, clavados en las profundidades, preguntando, preguntones:
-¿Qué hago? Yo le enseñé a robar pollos y a implorar limosnas por las llagas de cristo. De mi aprendió maestrías en dados y naipes y lances de estoque. Con artes mías fue galán de monjas y cómico de la legua.
Francisco de Quevedo frunce la nariz para acomodar los lentes.
-Yo decido. ¡Qué más remedio queda!  No se ha visto novela  en la historia de las letras  que no tenga capítulo final.
Estira el pescuezo ante los galeones que vienen, arreando velas hacia los muelles.
-Nadie lo ha sufrido como yo. ¿No hice mías sus hambres cuando le gruñían las tripas y ni los exploradores le encontraban los ojos en la cara? Si don Pablos ha de morir, matarlo debo. Él es ceniza, como yo, que sobró a la llama.
Desde lejos, un niño andrajoso mira al caballero que se rasca la cabeza inclinado sobre el río. “Una lechuza”, piensa el niño. Y piensa: “La lechuza está loca. Quiere pescar sin anzuelo
Y Quevedo piensa:
-¿Matarlo? ¿No es fama acaso que trae mala suerte  romper  espejos? ¿Y si se tomara el crimen como justo castigo a su mal vivir? ¡Menuda alegría para inquisidores y censores! De sólo imaginarles la dicha se me revuelven las tripas.
Estalla, entonces, un vuelerío de gaviotas. Un navío de América está echando anclas. De un salto, Quevedo se echa a caminar. El niño lo persigue, imitándole el andar patizambo.
Resplandece la cara del escritor. En los muelles ha encontrado el destino que su personaje merece. Enviará a Don Pablos, el buscón, a las Indias. ¿Dónde, sino en América, podía terminar sus días? Ya tiene desembocadura su novela y Quevedo se hunde, alucinado, en esta ciudad de Sevilla donde sueñan los hombres con navegaciones, y las mujeres con regresos.
Eduardo Galeano


Memoria del fuego


Buenos Aires, Catálogos, 1986

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